En el bar, incluso en el barro, es decir, en la discusión eterna en la que nos hallamos enredados los españoles en relación a nuestra condición nacional, es en tan proceloso hábitat donde Emilia Landaluce, autora de No somos fachas, somos españoles (La Esfera de los Libros, Madrid 2018) considera que su obra adquiere su mayor utilidad. Un libro combativo, urgente, necesario para todos aquellos que siguen pensando que España no es una cantidad –política, histórica, cultural- despreciable.
No duda doña Emilia en señalar, presurosamente, a los principales responsables de configurar una España que califica de "pesimista". Su dedo apunta a las "élites", entendidas estas como "todos aquellos (periodistas, empresarios de conveniencia ideológica, políticos, académicos que viven de la subvención…) capaces de influir en eso que llaman la opinión pública". Un colectivo que conecta en el tiempo con los principales receptores de la leyenda negra, a la que nuestra autora dedica un buen número de páginas en las que acomete con solvencia la crítica a las principales cuestiones negrolegendarias.
Un sutil hilo conecta la atmósfera inquisitorial, el aire viciado de clericalismo, con un colectivo hispano, el etiquetado como facha, que a su vez remite a ese Francoland que helaría el corazón de España. Esa identificación es desactivada en un epígrafe titulado Los españoles somos españoles pese a Franco, de quien Landaluce afirma que "acaba apareciendo de cuerpo presente o de espíritu insistente", antes de afirmar que la peor herencia del franquismo, más allá de los muertos, represaliados y exiliados, fue la desafección a España, particularmente acusada en las denominadas izquierdas, que caló en muchos de nuestros compatriotas. "El nacionalismo español, encarnado por el franquismo (aunque Franco era más bien un conservador) también trató de reinterpretar el pasado del Imperio, de modo que la bandera que debería ser de todos los españoles quedó expropiada a la mitad. Esencialmente porque la Reconquista, asimilada a la cruzada nacional (es decir: la causa del bando nacional) era el origen de España y el Imperio", así se pronuncia la autora de No somos fachas… en relación a una identificación histórica y religiosa abrazada por muchas de esas élites culpables que ocultaron aquellas filias coyunturales una vez pasó el peligro y se avistaron nuevas oportunidades de negocio de ribetes menos imperiales.
Agotado el franquismo con la muerte de quien le dio nombre, la Transición vino a culminar, tales son las tesis landalucianas con las que mostramos nuestro acuerdo, un periodo histórico a menudo considerado, de forma más propagandística que veraz, como una suerte de páramo. Doña Emilia esboza una razón: "La historia no la escriben los vencedores sino los que primero la escriben". Nuestra autora percibe la existencia de un erial, el configurado por la ausente u oposición, excepción hecha del partido donjuanista. Ni PCE ni PSOE actuaron antes de su transformación en eurocomunistas y socialdemócratas. No hay titubeo en su conclusión: "Hay que buscar la semilla o el brote de nuestras libertades también en el franquismo. Y rescatar lo bueno". Pese a ello, su crítica se ceba en el nocivo Spain is different, que recuperó e incluso fabricó una imagen tan pintoresca como chusca del país.
Todo ello, el franquismo, la España soleada y exótica, es pasado, historia para Landaluce, que sostiene que la inmensa mayoría de los españoles se han reconciliado con su pasado, pero también con su presente. De ello se trata en el tercer bloque de la obra en el que se desmontan algunas de las acusaciones que con mayor frecuencia se lanzan sobre una España que es algo más que una marca. A propósito de la corrupción, recuerda la autora que el yerno del rey Juan Carlos cumple condena en prisión y que el Gobierno de Rajoy cayó por la sentencia del caso Gürtel, según la cual el PP se benefició en 245.000 €. Hechos que cabría alinear con una tradición de justicia popular que dio cuerpo a Fuenteovejuna y a El alcalde de Zalamea… España, en definitiva, tampoco es diferente a los países de su entorno en lo que a la corrupción se refiere. Tan negativa percepción está determinada por la obsesiva –cenicismo lo llama Landaluce- autocrítica española, que ha propiciado un aluvión de leyes pensadas para controlar y prevenir la corrupción de una España de débil nacionalismo, capaz de convertir el españolismo identitario en residual. Al cabo, la Seguridad Social es, hoy en día, el último reducto del orgullo nacional de una España eminentemente tolerante, capaz de confeccionar tempranamente una legislación que avalara el sufragio femenino o que reconociera los derechos de los homosexuales. Un respeto a la diversidad cuyo origen detecta Landaluce en el carácter del Imperio español, que duró tanto porque "no era imperialista: es decir, no trataba de universalizar sus esencia, sino que trataba de integrar a los diferentes". Los españoles, en suma, no han sido más intransigentes y carcas que los habitantes de otros países.
La cuarta parte del libro aborda la reconciliación de los españoles con sus símbolos. Es en ese momento cuando se regresa a la manifestación del 8 de octubre, marcada por la presencia de la bandera española, por más que algunas facciones trataran de teñir de azul unionista a la marea humana que inundó Barcelona. Una respuesta a la abdicación del Estado en Cataluña, ausencia aprovechada por el secesionismo catalanista para proceder a la identificación entre catalán e independentista, término este que la abreviatura indepe trata de hacer más amable, menos violento y delictivo de lo que encubre. Durante décadas, la propaganda catalanista ha sido capaz de oponer la supuesta modernidad catalana al cerrilismo mesetario, si bien Landaluce describe el giro de la antaño Cataluña cosmopolita a la actual, a la que califica de "ñoña parroquial" y "paleta".
El último tramo del libro está cargado de dinamismo, de diversos puntos de vista y testimonios, de hechos que se suceden y son interpretados de manera muy diferente. La manifestación de la Diada contrasta con la que siguió a los atentados de Las Ramblas, apenas un paréntesis en la estridencia de las caceroladas que pusieron fondo sonoro a una fractura social de difícil solución. Sobre el estruendo metálico, la sensación de impunidad de los poderes fácticos de una Cataluña dominada por los que luego comenzaron a ser llamados lazis. Landaluce, testigo de aquellas jornadas, reproduce los acontecimientos que se arremolinaron ante las totémicas urnas, incluida la farsa de los heridos. Hay también un hueco para los ecos mediáticos internacionales, apoyados en la evidencia de una Generalidad que "llevaba años trabajándose a los periodistas extranjeros". Frente a ellos, la reacción encabezada por un rey que evitó el error de pronunciar la palabra "diálogo".
El final del libro describe la masiva movilización callejera de Barcelona. En ella, los que asistimos pudimos escuchar el grito "Puigdemont a prisión" y el "Resistiré" del Dúo Dinámico. Lejos de la medida coreografía nacionalista, la marea del 8 de octubre ofrecía diversidad, gentes venidas de toda España y otras que por primera vez dejaban sus domicilios catalanes para gritar la frase que da título a esta obra que se cierra con estas líneas cargadas de realismo:
En cualquier caso, los españoles deben –debemos- ser conscientes de que somos los únicos que podemos contener la deriva que suponga el final de España y su voluntad "verdaderamente empecinada" de vivir en libertad juntos los distintos.