Colabora
Mikel Buesa

El 'realismo' en la política exterior de Estados Unidos

No cabe duda de que las relaciones internacionales se mueven más por el poder y el interés que por la solidaridad y la amistad.

El retorno del mundo de Marco Polo, la nueva obra de Robert Kaplan, del que RBA había publicado con anterioridad La venganza de la geografía, reúne una colección de ensayos previamente editados por distintas revistas desde el año 2001, a los que se añade el que da título al libro y sirve de propósito al conjunto. En este sentido, puede decirse que, más allá del análisis de ciertos casos concretos –entre los que despuntan el del mundo de Marco Polo, que abre el volumen, y el de la nueva Ruta de la Seda, que lo cierra—, el objetivo de Kaplan es explicar al público qué es doctrinalmente el realismo en lo que atañe a la política exterior de una potencia mundial como son los Estados Unidos.

El realismo, como explica Lawrence Freedman en su libro La guerra futura, también publicado este mismo año, emerge con la obra de Edward H. Carr La crisis de los veinte años (1919-1939), cuyo núcleo es la crítica del pacifismo, basada en "la aceptación de los hechos y en el análisis de sus causas y consecuencias", así como de la idea de que la "función del pensamiento no solo consiste en estudiar una secuencia de acontecimientos, sino en aceptar que es incapaz de influir o alterar su evolución". Freedman añade que, ya en 1945, los realistas eran "hegemónicos en la teoría y la práctica de las relaciones internacionales" y, citando a Morgenthau, señala que el núcleo de esa teoría está en la consideración de que la política internacional, "como cualquier otra política", es "una lucha por el poder". Y ahí sigue, tantos años después, pues el enorme esfuerzo desplegado para dotar a la disciplina de un fundamento cuantitativo y predictivo ha fracasado y el futuro, concluye Freedman, seguirá "lleno de sorpresas".

El trabajo de Kaplan se inscribe en esa tradición realista que, en el caso de Estados Unidos, lucha además contra el espíritu idealista que ha inspirado a buena parte de sus dirigentes, muchas veces reacios a asumir el hecho de que su país es una gran potencia mundial y que, como tal, la defensa de sus intereses necesariamente pasa por su intervención en el exterior. Para Kaplan, "el realismo es una sensibilidad (…) arraigada en una consciencia madura del carácter trágico de la realidad, de todas las cosas que pueden salir mal en política exterior". Los realistas, añade, saben "que el orden viene antes que la libertad, que los intereses vienen antes que los valores (…) [y] que, aunque el equilibrio de poder no es la panacea, mantener un equilibrio de poder ventajoso con sus rivales (…) beneficia a una nación". Estos principios le sirven a Kaplan para criticar a la actual presidencia norteamericana: "Trump parece no entender nada de esto". Y también para valorar negativamente la segunda guerra de Irak o las intervenciones basadas en valores humanitarios, como las de Bosnia, Kosovo, Libia y Siria, pues si alguna fue exitosa debido a que, en su momento, "Rusia era un país débil y caótico"; las otras han constituido un evidente fracaso. Uno de los ensayos del libro se titula precisamente "El arte de evitar la guerra". En él se propugna la elusión de los conflictos en los que "nuestra civilización no nos da apenas ventaja", como es el caso de los de marcado carácter asimétrico, donde Estados Unidos "cuenta con una capacidad limitada para determinar su curso". De ahí que, dice Kaplan, Washington deba aprender "la paradójica realidad de todo imperio: el secreto para su supervivencia está en no pretender librar todas las batallas".

En orden a desvelar las raíces de su pensamiento, Kaplan dedica sendos ensayos –todos ellos elogiosos sin estar exentos de elementos críticos– a las figuras de Henry Kissinger, Samuel Huntington y John Mearsheimer. Del primero –cuya trayectoria ha sido la de un intelectual a la vez que la de un estadista– concluye que su "realismo clásico" es "insatisfactorio en el plano emocional, pero intemporal desde el punto de vista analítico". En cuanto al segundo –del que elogia tanto su dedicación a los estudiantes, más a los de grado que a los de postgrado, como que haya sido "un maestro a la antigua que especula desde un punto de vista histórico y filosófico sobre la condición humana"–, indica, tras el repaso de su obra intelectual: "Nunca ha dejado de propugnar ideales liberales progresistas, pero sabiendo que tales ideales no pueden pervivir sin poder, y que el poder requiere un cuidado mantenimiento". Y del tercero –también académico y combativo en una Universidad de Chicago que "siempre ha atraído a bichos raros cargados de teorías"— dice que "no es ningún belicista ni militarista"; que, en su tarea como politólogo, no pretende "mejorar el mundo", sino describirlo, y que "piensa que, aunque hay Estados que hacen bien en anhelar una política exterior basada en valores, la realidad del anárquico sistema internacional los obliga a comportarse en forma acorde con sus propios intereses". Tal es el caso norteamericano.

Kaplan apunta que Europa ya no se encuentra geopolíticamente protegida como lo estuvo durante la Guerra Fría, y que tampoco lo está frente al Levante y el norte de África, desde donde fluye una enorme migración de población musulmana. Por eso, afirma que Oriente Próximo "empieza ahora mismo dentro de la propia Europa" y la "dicotomía de Oriente y Occidente se desmorona".

Es sobre este bagaje intelectual sobre el que se asientan los estudios concretos que jalonan el libro de Kaplan y que aluden a la creciente importancia de la Armada para sustentar el poder mundial de Estados Unidos, al problema de Corea del Norte, al fracaso de Irak, a la reconsideración de Vietnam, al inadecuado tratamiento y al abandono de los veteranos del ejército norteamericano, a las severas exigencias de la concesión de la Medalla del Honor, a los peligros del utopismo y, muy particularmente, al retorno de Marco Polo.

Me referiré, finalmente, a este último tema, al que Kaplan dedica el primero y más extenso de sus ensayos, así como el último, en el que a modo de colofón describe un viaje por la nueva Ruta de la Seda de China y desgrana sus reflexiones sobre los retos que enfrenta el Partido Comunista para sostenerse en el poder. Su punto de partida está en la consideración de que la cuenca del Océano Índico es el "foco de atención geopolítica (…) del mundo a comienzos del siglo XXI" y de que en él reside una complejidad cuyo principio organizativo está determinado por las "experiencias imperiales de Turquía, Irán, Rusia y China", lo que propicia la simultaneidad de la estabilidad y el caos en las diferentes piezas de ese inmenso territorio. De esta manera, en los dos Estados más cohesionados de Oriente Próximo, Turquía e Irán, surgen tensiones muy relevantes con un escenario común en el Kurdistán y con fuertes diferencias ideológico-religiosas en el seno del Islam. Están también, Siria e Irak en el borde de su desmoronamiento como Estados. Y en el sur una Arabia Saudí pugnando por llegar a ser un centro de poder dentro de la región.

Por otra parte, en el Cáucaso y el Asia Central postsoviético, la influencia turco-iraní se diluye debido a que "la estéril ideología islámica (…) repugna a esos países", haciendo que el terreno quede bajo una influencia creciente de China. Y así, con "el sostén económico y político chino, estas ex repúblicas soviéticas han ido fortaleciendo sus instituciones (…) y desvinculando sus economías de la de Rusia". Como consecuencia, Rusia ve "bloqueado su avance en aquella región" en tanto que China, con sus grandes inversiones en infraestructuras, extiende sobre ella una "influencia imperial" que evoca "los tiempos de la dinastía Tang". Y ello hace, a su vez, que Rusia mire hacia el Oriente Medio y hacia Europa, concentrando su desafío en la cuenca del Mar Negro; o sea, en el lugar en el que se entrecruza con Ucrania, Turquía, la Europa del este y el Cáucaso, y en el que "Europa se encuentra con Oriente Próximo".

En este punto, Kaplan apunta que Europa ya no se encuentra geopolíticamente protegida como lo estuvo durante la Guerra Fría, y que tampoco lo está frente al Levante y el norte de África, desde donde fluye una enorme migración de población musulmana. Por eso, afirma que Oriente Próximo "empieza ahora mismo dentro de la propia Europa" y la "dicotomía de Oriente y Occidente se desmorona".

Establecido este marco geopolítico, el análisis de Kaplan se centra en el actor que considera capaz de vertebrar la Eurasia emergente y de sortear las tensiones entre estabilidad y caos. Ese actor no es otro que China, cuya experiencia imperial milenaria le concede la ventaja de "dar por sentada su superioridad" y, derivada de ella, la de no tratar "de influir en el modo de gobierno de los otros países" o, dicho de otro modo, la de "tratar con toda clase de regímenes, buenos y malos, sin sentir culpa alguna por ello". Y es ahí donde la nueva Ruta de la Seda de China surge como el gran proyecto que extenderá el poder y la influencia de su promotor. Retorna así el mundo de Marco Polo, "un escenario de grandes y abrumadores riesgos (…) en el que una Ruta de la Seda (…) sirve de nexo y de pilar de creación de riqueza". Sin embargo, dos elementos pueden acabar amenazando el proyecto chino: uno, Pakistán, que tiene en su mano la conexión entre la Ruta de la Seda terrestre que llega hasta Europa y la Ruta de la Seda marítima que, a través los mares Arábigo y Rojo, penetra en el Mediterráneo; el otro, India, que pugna por expandirse a través del Índico y de adquirir un influencia singular en el Golfo Pérsico.

La pregunta que surge finalmente, tras esta descripción geopolítica, se refiere al papel de los Estados Unidos en tanto que primera potencia mundial. Para Kaplan, la cuestión está en "cómo actuar con precaución y contención, sin por ello entrar en derivas neoaislacionistas". Su respuesta se centra en el empleo del poder marítimo y aéreo, con un papel secundario de las fuerzas terrestres y con un aprovechamiento de la alianza con India. Estados Unidos, señala, "debería aprovechar todas las oportunidades posibles para sustraerse militarmente de la zona, a menos que un interés nacional ineludible nos obligue a implicarnos", siempre con la finalidad de mantener abiertas las rutas marítimas al comercio mundial. Por eso, no le gusta la obsesión de la élite de Washington por demonizar a los líderes de Rusia y China, y "por entrar en competición directa con esas dos potencias autocráticas". Y advierte que, en este contexto de multiplicación de escenarios potenciales de conflicto, nadie en la capital norteamericana se hace la pregunta pertinente: "¿Cómo se pone fin a una guerra contra Rusia o China?". Y evocando la Guerra del Peloponeso, aconseja a los decisores políticos "pensar con una mentalidad trágica para evitar la tragedia" y "empezar a preocuparse por cómo no generar más anarquía de la que el mundo ya de por sí genera".

El lector tiene en este libro, como se desprende de la síntesis que he tratado de efectuar en los párrafos anteriores, suficiente material para la reflexión. Se puede estar o no doctrinalmente de acuerdo con el realismo de que hace gala el autor; y en España, donde hemos vivido, desde el 98, más de un siglo de aislamiento, pues ni siquiera nuestra pertenencia a la Unión Europea nos ha sacado de nuestro ensimismamiento, son muchos los que abogan por dar una dimensión moral a nuestra exigua acción exterior. Pero de lo que no cabe duda es de que, en todo caso, las relaciones internacionales se mueven más por el poder y el interés que por la solidaridad y la amistad. Los materiales y el análisis aportados en esta obra lo muestran llevando al lector por un derrotero que combina la erudición con el conocimiento del terreno. Es, además, conceptualmente claro y narrativamente apasionante. De lectura recomendable, sin duda.

Temas

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario