Un toro y un oso son los símbolos de los mercados de valores. Respectivamente de los mercados pujantes y alcistas y de los deprimidos y a la baja. Sin embargo, es el tigre el que mejor representa a la economía financiera en su conjunto, en el sentido del proverbio hindú que nos advierte: "Quien cabalga un tigre no se apea fácilmente de él".
Han sido muchos los que han intentado domesticar el tigre de los mercados. La mayor parte de las veces con recetas homeopáticas, gráficos que parecían inspirados en Richard Feynman pero que, sin embargo, se parecen más a los posos del té. En Cuando los físicos asaltaron los mercados, James Weatherall nos cuenta una historia diferente: cómo desde las ciencias duras se afrontó el problema de una ciencia social como la economía, en la que en lugar de partículas y elementos químicos actúan esos componentes aparentemente enloquecidos que son los seres humanos.
Doctor en Física, Matemáticas y Filosofía, Weatherall está sobradamente preparado para afrontar un problema que tiene dimensiones en varios campos de juego. Cuenta una anécdota sobre Max Planck que el padre de la mecánica cuántica decidió dedicarse a la Física, en lugar de la Economía, porque la segunda le parecía demasiado compleja. Y no le faltaba razón. Sin embargo, Jim Simons, un célebre matemático de la teoría de cuerdas, no solo ha transitado desde la Física a la Economía, sino que ha desembarcado en los mercados de valores con todo el andamiaje conceptual de su disciplina originaria, con unos resultados que lo han convertido en el mejor administrador de fondos del mundo, por delante del mismísimo Warren Buffett.
Pero para saber quién es Jim Simons, y cómo el conocimiento físico-matemático ha batido al tradicional-intuitivo de Buffett, hemos de remontarnos a finales del siglo XIX para trazar una línea de investigadores matemáticos de los mercados que se remonta a un oscuro estadístico francés, Bachelier, que fue redescubierto para la academia en 1964 cuando se incluyó un artículo suyo en un libro titulado El carácter aleatorio de los precios en el mercado de valores. Bachelier, cuya vida fue asombrosa, y en gran parte también azotada por el azar y la necesidad al estilo de los mercados que estudiaba, aportó el primer modelo sobre cómo fluctúan los precios de mercado con el tiempo. Sin embargo, su aportación cayó en un relativo olvido. Fue más tarde, y de la mano de un ingeniero llamado Osborne, que la idea de los caminos aleatorios de los precios de los mercados cobró nuevo vigor cuando otro heterodoxo publicó un artículo titulado "Movimiento browniano en el mercado bursátil", inspirado en cómo los salmones vuelven a desovar en los lugares donde nacieron. Pero para saber qué diablos tienen que ver los salmones, la física y los precios de las acciones bursátiles tendrá que leer el libro, interesado lector. La clave del asunto reside en la "algarabía incesante" que Osborne veía pero bajo el que intuía que había orden y predictibilidad. La cuestión es cómo transformó dicha intuición en un modelo físico-matemático –el libro también es un microensayo sobre metodología de la ciencia, porque se explica que la visión popperiana de hipótesis-refutación es simplista. Los científicos operan con modelos en los que no importa mucho que las premisas sean falsas porque se trata de actualizarlos a medida que se incorporan nuevas pruebas. Y un mismo modelo puede servir para células, huracanes y cotizaciones bursátiles–.
Se fue haciendo más complejo el modelo de Osborne hasta que apareció Mandelbrot y mandó parar. En su caso no fueron los salmones sino el algodón el que le mostró que la aleatoriedad subyacente era diferente a la que había supuesto Osborne –concretamente que no basta estudiar las distribuciones normales y logarítmicas ya que las tasas de rentabilidad presentan colas gruesas–.
El siguiente físico de nuestra historia es Ed Thorp. En su caso lo que le motivó a investigar el mercado de valores fue algo que, en principio, parece más afín: los casinos de Las Vegas. A diferencia de Osborne y Mandelbrot su aproximación fue más pragmática: obtener beneficios. Para ello, echó mano a la ingeniería eléctrica y a la teoría de la información para rellenar la brecha que existía entre la estadística y Wall Street. Conectando la probabilidad con la información es posible asignar un número a un mensaje de manera que se puede construir una teoría matemática de la información. Ya solo hacía falta un método mecánico para procesar ingentes cantidades de información capaz de ser matematizada, y ahí es donde intervino Fisher Black que elaboró un programa informático de pregunta-respuesta que puso al servicio de la economía financiera y que sería la base del modelo Black-Scholes en el que se modelizó la relación entre riesgo, probabilidad y valor esperado.
Cada vez parecía todo más caótico. Y así es como surgió el paradigma del caos en los años 80, que culminó con la conferencia "Las finanzas internacionales como un sistema complejo" en el Instituto de Santa Fe, donde los físicos alucinaron con los modelos financieros que les mostraban los profesionales de los bancos y las escuelas de negocio: esas simplezas no eran mucho mejor que un chimpancé tirando dardos a una diana con los nombres de las empresas. Cuando los físicos hablaron, a los financieros les pareció todo espectacular aunque no entendieron nada. Pero unos cuantos físicos –Farmer, Packard y McGill– salieron de allí con la idea de convertirse ellos mismos en profesionales de las finanzas. ¿El nombre de su empresa? Prediction Company, con el lema de que utilizaban "la teoría del caos para predecir el comportamiento de los mercados". O, dicho de otro modo, descubrir los patrones subyacentes al caos. Resulta que hasta en el caos hay orden.
Entonces llegó el crack del 27 de octubre de 1997. Crack para casi todos. Un par de físicos, Sornette y Ledoit, consiguieron un 400% de beneficios porque habían predicho lo que parecía imposible. Más tarde, Sornette creó una empresa llamada Science & Finance cuyo principal objetivo no solo era aplicar modelos físicos a las finanzas, sino que los economistas aprendiesen a pensar como físicos y los físicos como economistas. Cada vez más se aproximaban los dos mundos.
Sin embargo, a Weatherall esta senda de descubrimiento de la verdad de las finanzas le parece insuficiente porque el "mercado de las ideas" –expresión que acuñó en 1965 el juez del Tribunal Supremo de EE.UU. William Brennan para ilustrar que lo previsible es que los conocimientos más importantes surjan de un debate público libre y transparente– le parece ineficiente por lo que postula, siguiendo al físico Weinstein, un gran Proyecto Manhattan aplicado a las finanzas, de modo que fuera un burócrata de Estado el que marcara la hoja de ruta de la investigación al estilo de Oppenheimer con la bomba atómica. ¿No sería más factible, sin embargo, un modelo al estilo de la Wikipedia con los investigadores académicos concienciados poniéndose de acuerdo? La empresa Renaissance, la que fundó el teórico de cuerdas Jim Simmons, ha surgido en el mercado pero nada así se ha hecho desde el ámbito estatal. Olvida Weatherall que Simmons se está jugando su dinero y Oppenheimer tenía una amenaza inmediata y concreta como era Hitler. Y sirvió para derrotar a los nazis pero también para arrasar Hiroshima y Nagasaki. Puede ser peor el remedio, la solución estatista, que la enfermedad, el vaivén de cracks.
En cualquier caso, es un libro fundamental para saber cómo tratar de domesticar el capitalismo pero teniendo en cuenta que, como con el clima y otros fenómenos aleatorios, nuestra propio intento de manejarlos introduce nuevos factores de distorsión y "caos". Es revelador en este sentido que en la bibliografía no se mencione a Hayek, el gran teórico de la información en la economía pero que, sin embargo, advierte contra los intentos estatalizadores con los que Weatherall termina insatisfactoriamente su relato de cómo los físicos tratan de controlar los mercados.