Adolfo, la extraordinaria novela de Benjamin Constant, cuenta la historia de una apasionada relación entre el protagonista, que da nombre a la novela, y su amante, la hermosa y desdichada Ellénore. Cuando Ellénore muere, víctima de la indiferencia de Adolfo, este comprende su nueva situación:
Era libre, en efecto, ya no me amaba nadie: para todo el mundo era extranjero.
Adolfo proseguirá una vida desgraciada, sin seguir ninguna ruta fija, sin hacer carrera útil, habiendo consumido "sus facultades sin más dirección que el capricho, sin más fuerza que la irritación". Es el precio que el joven paga por su libertad, habiéndose librado al fin de una mujer a la que nunca quiso. (Bien es verdad que el famoso capítulo IV arranca con una larga y maravillosa frase que evoca, a cargo del mismo protagonista, el encanto del amor: "… quien te ha conocido no sabría describirte".)
La libertad tiene, efectivamente, este inconveniente: que puede llevar a una situación tal que el amor propio haya creído que se basta a sí mismo y que puede sustituir el afecto ajeno, que obligadamente comporta compromisos y, llegado el caso, obligaciones. Adolfo no es capaz de amar porque no quiere que le amen, aunque sólo el abismo al que se enfrenta cuando esa posibilidad desaparece de verdad le lleva a darse cuenta de cuál es su posición de desarraigo.
Adolfo se inspira en parte en el amor que unió a Constant y a Mme de Staël, largos años, hasta que él se enamoró de una joven con la que acabaría casándose. La novela puede ser considerada, de hecho, como una forma de distanciarse y al cabo romper con su amante. En un texto más explícitamente autobiográfico, el Cuaderno rojo, que cuenta su niñez y parte de su primera juventud, Constant introdujo algunos elementos de reflexión.
Un día decidió fugarse a Inglaterra, y el recuerdo de aquel viaje sin objeto le lleva a evocar las singularidades de la sociedad inglesa –también la escocesa–, tan respetuosa de los derechos y seducida por la extravagancia de aquel joven aristócrata, sin un duro, que se dedicaba a recorrer la isla montado en su pequeño, y viejo, caballo blanco.
El afecto por las peculiaridades de los ingleses no le impide recordar que antes de la Revolución se podía cruzar el Canal de la Mancha y entrar en Inglaterra, o en Francia, sin pasaporte. Y es que desde entonces los franceses, al intentar ser libres, han establecido la esclavitud en su casa y en la de los demás. Cuando vuelve de aquella excursión, que no acaba bien del todo aunque Constant se lo pasara en grande, hace un trecho del viaje con otro joven, esta vez de Berna, ante quien se dedica a criticar el régimen aristocrático que, según él, regía la ciudad suiza y el cantón de Vaud (cuyo lema es Liberté et Patrie). Lo que le asombra, otra vez con la Revolución Francesa de por medio, es el respeto con el que eran acogidas palabras tan críticas –y tan ácidas, adivinamos nosotros–:
La escasa importancia que se daba entonces al enunciado de cualquier opinión, y la tolerancia que distinguía aquella época. Si hoy en día alguien dijese la cuarta parte de algo parecido, no estaría seguro ni una sola hora.
Se han publicado recientemente algunos textos de Constant –entre ellos la célebre Libertad de los modernos y otro sobre la monarquía, a cargo del profesor Ángel Rivero–. No viene mal, a la hora de entender el pensamiento de Constant, echar una ojeada a su obra literaria.