Campo del Gas
El libro es mucho más que la acumulación de las imágenes y las vivencias atesoradas por Garci durante su adolescencia.
Cuatro mil personas dábamos forma a una caldera que olía a jabón Lagarto, a sebo, a Farias, a tortilla, a melones y sandías de los puestos cercanos y a un extraño aroma mezcla de pintura y metal –hélices de aviones, llaves de portal, manillares de bicicleta, somieres…– que aún daba las últimas vueltas por los aledaños del Rastro.
Así describe José Luis Garci el ambiente en el que el futuro director de cine conoció a Fernando Vadillo, allá por los años 50, cuando el mes de agosto discurría bajo un calor "solidificado". Sobre el ring, los púgiles bailaban y lanzaban ganchos y directos, antes de sentarse en las esquinas en las que aleteaban toallas y se escuchaban las instrucciones de los preparadores, de los segundos. El hijo único que esperaba el final de la semana para contemplar a sus héroes, desvela en las primeras páginas de Campo del Gas (Notorious Ediciones, Madrid, 2016) las aficiones que han alimentado una vida que imaginamos amenizada por el teclear de una Underwood o el suave fluir de la cinta de celuloide. La asistencia a aquellas veladas llenas de humo y de amargor de ginebra, preludiaban las crónicas que Vadillo y Manolo Alcántara, publicaban al día siguiente. Tal es la fascinación de Garci por las crónicas, que no por el postmoderno relato, que lo visto entre el cordaje del cuadrilátero debía ser revisitado en las líneas y fotos que Daniel Manzano publicaba en un Marca constituido en una suerte de sucedáneo castizo del New York Times.
Campo del Gas es mucho más que la acumulación de las imágenes y las vivencias atesoradas por Garci durante su adolescencia. Y lo es porque en aquel territorio arrabalero que rodeaba al cuadrilátero, se arremolinaba un gentío que dejaba atrás muchas cosas. Principalmente una guerra civil, pero también un éxodo rural que mostró lado más sórdido en películas como Surcos. Alrededor de los cuerpos sudorosos que se movían bajo las lámparas, bullía la actividad de los bares y la picaresca de los buscavidas barojianos mientras, con la sutileza de una finta, aterrizaba en la España salida de la llamada autarquía, el modo de vida americano. Americanos eran los cigarrillos rubios, los nombres de las cafeterías de la Gran Vía, las películas que han cimentado la obra de un Garci que ganó en su día un Óscar.
Landa, Alcántara y Di Stéfano es trinidad que aunaba las grandes pasiones de Garci.
Aunque comúnmente se asocia el Campo del Gas con el boxeo, por el Campo del Gas de Garci desfilan otros hombres, los que daban vida a la lucha libre, en los cuales coincidían ecos vagamente clásicos con elementos extravagantes. Al catch están dedicadas un buen número de páginas en las que la explanada del gasómetro se une al Circo Price, Las Ventas y el Metropolitano, escenarios donde se celebraban unas veladas en la cuales la teatralidad desplegada por sus protagonistas se alejaba de la crureza boxística, apenas fisurada por la sombra del tongo. Como el propio Garci reconoce, los exóticos Stan Karolyi, Gilbert Leduc o Félix Lambán, jugaron un papel nada desdeñable en la implantación de una cultura popular que se nutrió de las imágenes precedidas por la penetrante voz del speaker Paco Torres que, vestido de smoking, presentaba a los héroes que iban a protagonizar una representación en la que el Bien y el Mal pugnaban por la victoria ante un público enardecido, despreocupado por la veracidad de las "tijeras" y "Dobles Nelsons". Sobre el ring del Price, los problemas cotidianos se desvanecían entre las evoluciones de unos hombres que, como se nos recuerda, eran más modernos por sus melenas, tintes, antifaces, capas y tatuajes. Elevados sobre el suelo, los luchadores se presentaban ante el veleidoso público portando una existencia exótica y atractiva, alejada de la rutina confinada entre los vidrios esmerilados de las oficinas o de los talleres.
Junto a los recuerdos boxísticos del cabal aficionado que es José Luis Garci, Campo del Gas, cerrado por un particular Hall of fame en el cual se pueden detectar los gustos pugilísticos del cineasta madrileño, rescata aquel otro mundo al que, no sin agudeza, nuestro autor se refiere de este modo: "El catch se alinearía con el pop-art de los cincuenta –a su misma altura–, con no menor importancia que los carteles de publicidad, las revistas escandalosas (L.A. Confidential), los coches de lujo, los Super Constellations, los electrodomésticos, la moda, los tebeos, las películas de sultanes y princesas de la Universal, los melodramas de Douglas Sirk o los Peplums sobre Hércules filmados en Europa". Es en esta rapsodia, a la que acompañaron la penumbra horadada por la luz de un proyector y la rítmica respiración de los boxeadores haciendo sombras, donde se fraguó el Garci que saboreó como nadie las tertulias con sus hoy añorados Landa, Alcántara y Di Stéfano, trinidad que aunaba sus grandes pasiones.
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