Una resistencia (carlista) olvidada
Dentro de un proceso que Ibáñez califica de "limpieza étnica", numerosos linajes históricamente vascos vieron caer a muchos de sus miembros, mientras otros se veían forzados a abandonar sus tierras.
El subtítulo del libro firmado por Víctor Javier Ibáñez, Tradicionalistas mártires del terrorismo, distingue una especie, la carlista tradicionalista, dentro del siniestro género de las víctimas del terrorismo hispanófobo. En efecto, desde hace décadas, las sucesivas capas eticistas que se han proyectado sobre el largo listado de asesinados por bandas terroristas, singularmente la etarra, han llegado a desdibujar los perfiles más definidos de aquellos que perdieron su vida a manos quienes han buscado el mayor de los crímenes políticos: la destrucción de la nación. Este es, a nuestro juicio, el principal interés de la bien documentada obra de Ibáñez, consagrada a la reconstrucción del colectivo de aquellos que, bajo la terna "Dios, Patria y Rey", se convirtieron, en buena y carlista lógica, en mártires.
En las primeras páginas de Una resistencia olvidada se insiste en la necesidad de ahondar en la ideología que marcó a aquellos que cayeron bajo las diversas manifestaciones del terror en la España de los dos últimos siglos. Ibáñez afirma rotundamente que "ha sido el tradicionalismo la doctrina política que más muertos tiene por el terrorismo etarra". Pese a ello, la lista de mártires se habría abierto mucho antes de que la banda del hacha y la serpiente comenzase a abatir españoles. En 1895, a punto de terminar el convulso siglo en el que arrancó la causa carlista, el que Ibáñez llama rey Carlos VII ya escribió una carta al Marqués de Cerralbo en la que pedía el establecimiento de
una fiesta nacional en honor de los mártires que, desde principio del siglo XIX, han perecido a la sombra de la bandera de Dios, Patria y Rey, en los campos de batalla, en el destierro, en los calabozos y en los hospitales.
Aunque el martirologio tradicionalista tiene tan hondas raíces, la obra se centra en aquellos que accedieron a tal condición durante el siglo XX por culpa de la acción de la banda etnicista y terrorista ETA que, nacida a mediados de la década de los 50, abrió su actividad asesina antitradicionalista el 18 de julio de 1961 con el atentado sobre el tren que llevaba a Vizcaya a quinientos voluntarios vascos de la Cruzada que venían de celebrar el XXV aniversario del Alzamiento Nacional en San Sebastián. Aquel sabotaje, coincidente con el traslado de los restos del teniente general Sanjurjo y de los voluntarios del Requeté de las diferentes merindades del Reino de Navarra al Monumento de Navarra a los muertos de la Cruzada, muestra a las claras hasta qué punto la actividad etarra ha sido y es, más allá de pátinas marxistoides, netamente antiespañola, pues, al cabo, las primeras familias carlistas no pretendían el desmembramiento de la Nación española, sino una particular estructuración de la misma. Este es, a nuestro juicio, el mayor interés de Una resistencia olvidada: la demostración de hasta qué punto ETA ha tratado de erradicar el sustrato tradicionalista de las provincias vascongadas y de Navarra, tierras que, unidas a otros retazos franceses en los que la banda no se ha atrevido, ni se le ha consentido, operar sangrientamente, constituirían su anhelada Euskal Herria soberana, euskaldún y, por supuesto, europea.
Aquel proceso, que buscó el exterminio de la familia tradicionalista vasca, especialmente después del desembarco de cientos de militantes de las juventudes del PNV, encontró opositores como Mikel Lejarza Eguía, vascohablante de tradición familiar carlista. Fue precisamente el célebre Lobo el que asestó, a un precio personal muy alto, el mayor golpe sufrido por los terroristas, hecho que demuestra a las claras hasta qué punto la pretendida representatividad que se ha arrogado el mundo abertzale no es más que una maniobra propagandística que, al igual que ocurre en Cataluña, toma la parte –el colectivo secesionista– por el todo, es decir, por el llamado "pueblo vasco".
Dentro de un proceso que Ibáñez califica de "limpieza étnica", numerosos linajes históricamente vascos vieron caer a muchos de sus miembros, mientras otros se veían forzados a abandonar sus tierras. A esta sangría ha de añadirse la destrucción del mundo simbólico tradicionalista, tarea a la que nuestro autor dedica el segundo capítulo de su libro, en el cual ofrece numerosos ejemplos de ataques a los monumentos, muchos de ellos ligados a la participación en la guerra civil de 1936-39, erigidos por este colectivo. Tumbas y monumentos, todos ellos con cruces incorporadas, han recibido ataques por parte del entorno etarra. La ofensiva, que también alcanzó a casas solariegas como la de los Baleztena, no se circunscribió al terreno de lo simbólico, sino que se extendió a los órganos de comunicación del tradicionalismo. Medios como El Pensamiento Navarro fueron atacados hasta lograr su cierre, a primeros de 1981.
Es en el capítulo tercero –"Cruz de San Andrés, bandera de martirio"– donde Ibáñez desgrana una larga lista de mártires abierta por el conductor de autobús Carlos Arguimberri Elorriaga, que debía su nombre a la ideología profesada por su familia. El cierre de esta relación corresponde a Ignacio Toca Echeverría, a cuyo hermano Alberto la banda había asesinado el 8 de octubre de 1982. Ignacio, que hubo de dejar su tierra tras las amenazas de los terroristas, murió de un ataque al corazón en Alicante, lugar al que marcharon muchos de los que, como él, engrosaron las filas de un colectivo difícil de cuantificar. El capítulo siguiente, "El carlismo en relación con otros atentados mortales", lleva el proceso criminal antitradicionalista hasta 2008, año en el que fue asesinado Ignacio Uría Mendizábal, bisnieto del teniente coronel Isidro Uría Galin, muerto durante el sitio de Bilbao. A este segundo colectivo suma Ibáñez a los que llama "militares simpatizantes de la Santa Causa".
El tramo final del libro aborda las coaliciones católicas y foralistas que operaron durante la Transición, truncadas, a decir de Ibáñez, por la deriva hacia el izquierdismo de Carlos Hugo, cuyas veleidades ocasionaron la desmovilización de la grey carlista.
Por todo lo dicho, y por aquello que el lector puede hallar en sus páginas, Una resistencia olvidada (Ediciones Auzolan, 2017) constituye una lectura recomendable en unos tiempos en los que el partido hegemónico del tiempo que siguió a la ensangrentada Transición ha abierto las puertas de Navarra a la facción heredera de la acción criminal etarra, aquella que, después de llamar "perro" a Arguimberri, le descerrajó 5 tiros el 5 de julio de 1975.
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