Veníamos de escuchar al profesor David Bankier en sus disertaciones sobre el desarrollo del Holocausto en las aulas de Yad Vashem, la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y los Héroes del Holocausto, situada en la Colina del Recuerdo de Jerusalén. Allí también tuvimos la ocasión de escuchar al violinista e ingeniero Jack Strumza, uno de los cerca de 46.000 judíos de Salónica que, desde marzo a agosto de 1943, fueron forzados a salir de su tierra y enviados a los campos de exterminio y trabajo alemanes en territorio polaco. (…)
El profesor Bankier nos había enseñado la misión del observador de un acontecimiento histórico. El observador es alguien que se encuentra desligado de las acciones del acontecimiento y, por consiguiente, si pretende llevar a cabo un análisis formal del mismo, la manera de menor contaminación para acercarse a su entendimiento es el uso de la metodología clásica, es decir, la búsqueda de un conocimiento material desligado de las categorías emocionales: un análisis formal de las causas y efectos desprendido de cualquier valoración afectiva. Una vez realizado este análisis, queda abierto el abanico de juicios de intención y de valor objeto de una actividad analítica humanística.
Nosotros somos observadores de un acontecimiento histórico que inicia un proceso sin precedentes en la corta –y con frecuencia idealizada– existencia de la humana civilización occidental: el Holocausto. Este acontecimiento se produce en Europa durante el desarrollo de la II Guerra Mundial hasta la capitulación alemana y se manifiesta como un proceso institucionalizado por el Estado, el organismo asistencial en cuya virtud la seguridad y los intereses de sus ciudadanos tendrían que consolidarse. Mas es un Estado que, amparándose en instancias completamente abstractas como las ideologías del progreso, la ciencia, la técnica y, finalmente, la ideal sociedad, instaura un modelo de aniquilación de una parte de su propia ciudadanía, a la cual considera completamente prescindible porque ya no tiene lugar en esa sociedad ideal. El derecho a vivir de los así escogidos queda anulado. Ya no son necesarios para los fines de esa institución.
Esta muestra del omnipotente placer de matar en el ejercicio de un dominio soberano, absoluto, es la que inicia la tendencia tanatopolítica en la Europa civilizada. Y así el Holocausto se presenta como el modelo más desarrollado de la capacidad destructiva del hombre sobre el hombre. Es un producto monstruoso, sí, que culmina la historia de civilización occidental; pero no es una anomalía humana. El Holocausto es un acto humano. Demasiado humano.
El Estado nacional-socialista alemán fue el que concibió este modelo tanatopolítico; pero los países europeos colaboradores con el régimen nazi, que estuvieron bajo su dominio o influencia, reprodujeron ese modelo, siendo por ello, también, partícipes y agentes del Holocausto. (…)
La representación imposible
Habíamos visionado las imágenes de los campos de exterminio que Claude Lanzmann filmó para su monumental Shoah: su gran homenaje y estudio sobre el pueblo judío asesinado durante el Holocausto. Y también conocimos el porqué de su realización en el discurso pronunciado con motivo de la inauguración del Monumento a la Shoah en París en 2007. En un momento del mismo, Lanzmann dice del Holocausto judío:
Cada vez que confrontaba su realidad, me inspiraba un pavor tal que lo rechazaba y lo colocaba fuera del tiempo humano: eso no había pasado, no había podido pasar en mi época. El pavor alcanzaba su máximo cuando pensaba en la soledad, en el abandono absoluto en que niños, mujeres y hombres, jóvenes y viejos de nuestro pueblo habían muerto. Shoah se construyó contra ese abandono, no es sólo un acto de nominación, sino de resurrección de los muertos, no para hacerlos revivir, sino para hablar de su muerte, para describir todos los momentos con la más extrema precisión, para acompañarlos hasta el final, para conocer todo lo que se pueda, para en cierto sentido morir con ellos, imposible reparación de la radical y desgarradora soledad de su muerte real.
Y, en efecto, "conocer todo lo que se pueda" del Holocausto incluye llegar hasta el final del recorrido. Sin embargo, ese final, la muerte como acontecimiento que consuma el Holocausto en los campos de exterminio, nos está vedado. Ha habido personas que vivieron todo el proceso, excepto el acto final, y de ello dieron testimonio. Pudieron contar su experiencia de perseverancia vital tras años de una lenta destrucción llevada a cabo delante de sus conciudadanos: persecución por no ajustarse al modelo estatal, terror, hambre, hacinamiento y aislamiento en guetos y campos de tránsito hasta concluir su trayecto en las rampas de cualquier campo de exterminio. Pero nadie de los que culminaron el itinerario completo entrando en las cámaras de gas salió de las mismas con vida: no lo pudieron contar. La representación es imposible. Ni siquiera es posible la aproximación a una identificación con su sufrimiento; únicamente el intento de "describir todos los momentos con la más extrema precisión" sin profanar el último acto, absoluto, que convirtió en nada a los allí aniquilados.
Son diez años ya los que ahora se cumplen desde nuestra incursión a través de los campos de exterminio nazi en la Polonia ocupada y dos menos desde la de los campos del complejo de Jasenovac. Sentíamos la necesidad de acudir a la llamada de lo que nuestro entendimiento había ya incorporado, y decidimos compensar en lo que pudiéramos esa carencia: estar, pisar, vagar y situar la dimensión, allí, a la mano, de esos lugares en los que los aspirantes a dioses borraron la esperanza y el miedo de los que allí perecieron; la mayoría de ellos componentes de un pueblo sin lugar en el mundo en esos momentos.
Pero ¿qué queda de esos lugares? (…)
Durante el tiempo que ha transcurrido desde que visitamos por primera vez Yad Vashem se han ido extinguiendo las vidas de David Bankier, Jack Strumza, Claude Lanzmann o Raul Hilberg entre todos aquellos que, mediante su legado imperecedero, nos han hecho entender algo del Holocausto, sus causas y efectos. Y por ello seguimos percibiendo su eco, pues el Holocausto no es un acontecimiento pasado sin incidencia en el presente del que haya que hacer desaparecer sus huellas. El Holocausto es el aviso de un presente que persevera en su amenaza. Y es tiempo de aportar nuestra palada de tierra, en forma de testimonio, sobre los espacios que ocuparon los cuerpos de los aniquilados en esos lugares, para acompañar a las sombras errantes de estos muertos en su tránsito por la laguna Estigia y hacer presente intemporalmente su ausencia dando voz al silencio.
"Todos esos que tienes a la vista son turba desvalida a la que se ha negado sepultura. El barquero es Caronte; los que va llevando por las ondas han sido sepultados. No les es dado pasarlos de esta ribera horrenda ni atravesar las olas de su ronca corriente sin que encuentren primero sus huesos el descanso del sepulcro" (Virgilio, Eneida, VI, 324-329).
NOTA: Este texto está tomado de Los lugares del Holocausto, firmado por José Sánchez Tortosa, Fernando Palmero, Raúl Fernández Vítores y Alberto Mira Almodóvar y recién publicado por la editorial Confluencias.