El cadáver
Ashdod, 25 de julio de 2060
Hacía más de diez minutos que esperaban al inspector Konigsberg en la escena del crimen.
Una patrulla de Policía formada por dos agentes jóvenes, los primeros en acudir a la llamada y en comunicar un posible homicidio, le aguardaba fuera de la escuela talmúdica Or Hatorá.
Konigsberg llegó en su vehículo monoplaza, se apeó y dio la orden de aparcar a medida que se alejaba. Eran las nueve de la mañana y el calor en toda la ciudad era húmedo y sofocante.
Los agentes saludaron a Konigsberg. Junto a ellos estaba el director de la escuela, el rabino Moshé Benhamú.
–¿Dónde está el cuerpo? –Konigsberg solía ir al grano.
–Dentro, pero tienen que venir primero los…
Konigsberg no esperó a que el agente terminara la advertencia y se dispuso a entrar en el edificio bajo la recelosa mirada de Benhamú. El rabino decidió seguirle para impedir que viera el cadáver antes de que llegaran los funcionarios religiosos que debían encargarse de ello.
–Inspector, no me gustaría tener un problema. Ya sabe que no puede comenzar sus pesquisas si no lo permite primero la hebrá kadishá –alertó el rabino Benhamú mientras perseguía a Konigsberg.
El inspector frenó en seco en el recibidor de la escuela y se volvió hacia Benhamú. Fijó su mirada en los ojos del rabino y luego, con desdén, en su interminable y poblada barba.
–Rabino, de los asuntos de procedimiento ya me encargo yo.
Acompáñeme si así se queda más tranquilo.
El rabino Benhamú aceptó la oferta y siguió al inspector. A Benhamú le costaba moverse con la rapidez con la que lo hacía Konigsberg.
El edificio estaba vacío. Profesores y estudiantes habían sido enviados de vuelta a sus casas. Avanzaron por el pasillo que albergaba las aulas de la escuela. Retazos de luz solar se escapaban por las puertas entreabiertas. Desde la última estancia emanaba un destello intermitente, una luz que tintineaba como hacían esos antiguos tubos de neón cuando solían fallar los cebadores.
–Es ahí, ¿verdad? –señaló Konigsberg con el dedo mientras caminaba perseguido por Benhamú.
–Sí, inspector, en la clase número 26, en donde la luz no funciona bien.
El inspector se detuvo delante de la puerta. Se acercó de perfil, como el que quiere escuchar una conversación en una habitación contigua, y entró empujando levemente la puerta con la punta de su zapato. El aula estaba salpicada de pupitres individuales; las paredes, cubiertas por estanterías repletas de libros impresos y, al fondo, la sala estaba coronada por una pantalla táctil blanca y grande, del tamaño de una pizarra, llena de frases escritas en distintos colores.
El cadáver yacía en el suelo, bocarriba, a los pies de la pantalla, al lado de lo que debía de ser su mesa de trabajo. Parecía haberse desplomado sin que hubiera mediado violencia. Pero una perspectiva más próxima revelaría lo contrario.
Efectivamente, Konigsberg se acercó y pudo apreciar que la camisa de la víctima estaba rota y varios botones estaban esparcidos por el lugar. El cadáver estaba despeinado y había mechones de pelo arrancados en el suelo. La nariz estaba rota, pero no se apreciaba inflamación.
Konigsberg no tocó el cuerpo, pero sacó unas fotos tridimensionales de la escena del supuesto crimen con su saucer. El aparato lo captó todo: huellas dactilares, cabellos, fluidos y cualquier residuo biológico que se hallara en el lugar. El saucer cotejó la información adquirida con la base de datos de la Policía científica y elaboró un informe detallado sobre cuáles podrían haber sido las causas de la muerte, quién había estado en el lugar, quiénes eran los posibles sospechosos en caso de posible homicidio y cómo era la mejor forma de proceder con la investigación. El proceso de refinamiento de datos y su posterior evaluación no superaba los tres minutos.
Transcurrido ese tiempo, una notificación en forma de holograma rectangular, brillante, nítido y opaco emanó del saucer de Konigsberg confirmándole que la víctima era el rabino Yojanan Kaplan, nacido el día 6 de octubre de 1973, de 87 años, residente en Ashdod; que murió hacía 11 horas y 54 minutos, a las 22:05, debido a un paro cardíaco, y que las huellas biológicas en el lugar del homicidio pertenecían a alumnos y personal de la escuela, pero databan de una franja horaria más allá de las doce horas, a excepción de las pertenecientes al rabino Benhamú, que descubrió el cuerpo y dio el aviso a la Policía.
La información obtenida se había cruzado con los robots de servicio, con las cámaras de seguridad instaladas dentro y fuera del edificio, con todas las conversaciones de voz y con todos los movimientos de la víctima y del personal de la escuela durante los últimos días.
El informe recomendó al inspector investigar todas las variantes económicas implicadas, ya que los datos evaluados apuntaban a un posible robo con violencia.
No había ningún sospechoso potencial. Un 1,83 % de probabilidades de haber cometido el supuesto homicidio se asignaron al rabino Benhamú, pero sólo porque había sido el primero en encontrar a Kaplan sin vida. Era un porcentaje que estaba muy lejos de ser concluyente para los inspectores que analizaban la información. Además, el perfil psicológico y social del rabino Benhamú que elaboró el saucer no contempló instintos e intenciones homicidas hacia el rabino Yojanan Kaplan.
Konigsberg no estaba satisfecho con los resultados.
–Dígame, rabino. ¿Encendieron las cámaras de seguridad durante el Shabbat? –Konigsberg sabía la respuesta.
–Inspector, aunque por razones de seguridad no está prohibido tenerlas encendidas, nosotros solemos apagarlas porque no creemos que la amenaza sea lo suficientemente grande para transgredir el descanso sagrado. Las cámaras no se encendieron hasta esta mañana.
–¿Cuándo encontró el cuerpo?
–Lo encontré así esta mañana. Permanecí un rato rezando junto al cadáver y luego les llamé. Parece que vino aquí ayer por la noche para estudiar… –dijo Benhamú mirando al suelo, como un niño tímido.
– ¿Solo? ¿No había nadie más? Los movimientos de la víctima en las horas previas muestran que vino desde su domicilio hacia aquí directamente. Quizás lo hizo acompañado…
–Esta es sólo una yeshivá en la que se estudia de día, inspector. No tenemos residentes. En Shabbat venimos también a estudiar, pero al caer la noche todos vuelven a sus casas. El rabino Kaplan no fue visto en toda la jornada y, además, me dijo que pasaría el descanso sagrado en casa. Esta era el aula en donde daba clases y trabajaba; por ello he supuesto que estaba aquí estudiando.
–Es increíble —musitó Konigsberg mientras peinaba su pelo encanecido con los dedos de su mano derecha.
–¿El qué, inspector?
–No hay registro de ningún arma u objeto que pueda utilizarse como tal que haya pasado por aquí en el momento de la muerte. Tampoco tenemos huellas de un ser humano o de un robot en su cuerpo. Y es evidente que medió violencia física. Aquí ha intervenido alguien o algo provisto de herramientas sofisticadas… Ni siquiera el primer homicidio de la historia fue a pelo. –Konigsberg pensaba en alto, una actividad un tanto perniciosa en Israel.
–Caín mató a Abel con…
–Rabino, no hablaba de ese homicidio… si es que tuvo lugar –cortó Konigsberg, levantando la mirada del cuerpo y dirigiéndola a Benhamú–. ¿Han comprobado si falta algo? Es decir, si el motivo del crimen pudo ser un robo.
–Todo está en orden. Cada una de nuestras posesiones está en su sitio. Nada ha salido de este lugar desde el viernes al mediodía.
A Konigsberg seguían sin encajarle las piezas. Volvió a observar el cadáver y preguntó:
–¿Quién era el sujeto?
Benhamú abrió los ojos sorprendido; contestó con el asombro de alguien que responde a una obviedad:
–¡El rabino Yojanan Kaplan!
–Eso ya lo sé. Me refiero a qué hacía o qué hizo con su vida –aclaró Konigsberg.
–Me sorprende que no le conozca, inspector. Fue el líder del comité que adaptó todas las leyes seculares a nuestra sagrada Torá después de la guerra. De hecho, se llamó Comité Kaplan. Se puede decir que es el creador del sistema legal que hoy regula nuestras vidas. Muchas calles y plazas también llevan su nombre.
–Ahora que lo dice, sí, me suena… ¿Y trabajaba en una yeshivá como esta? –preguntó Konigsberg mientras volvía a posar su mirada sobre Benhamú.
–Inspector, el rabino Kaplan no era ambicioso, sólo quería dedicarse al estudio de la Torá y a hacer el bien por el pueblo judío.
Konigsberg arqueó las cejas y apretó los labios. Entre dientes, dijo:
–Un piadoso.
A Benhamú no le sentó bien el comentario.
–Además de haberse saltado el protocolo de inspección de un cadáver, podría reportar ese comentario irónico que ha hecho sobre esta persona justa, que Dios tenga en su gloria. No querrá que sus palabras le acarreen problemas en su trabajo, ¿verdad, inspector? –La expresión de Benhamú adquirió un tono severo, como el de un profesor imponiendo un castigo, envalentonado por el hecho de saber que todo el peso de la ley estaba de su lado, aunque tuviera delante a un policía.
–Ojalá, rabino. Así tendría una excusa para no llevar todo el día la kipá ni el tzitzit katán, que es más incómodo aún… Sobre todo, con este calor que lo empapa todo. –Konigsberg no se amilanó y habló como si pudiera quedar impune de sus infracciones.
–Inspector, sinceramente, siento pena por usted. Es un judío que se odia a sí mismo. ¿Es que no le gusta lo que somos ahora? –El tono de Benhamú recuperó la serenidad.
–No emigré a este país para vivir en un califato kosher.
Benhamú se quedó callado, observando la estancia con una mirada huidiza mientras acariciaba las puntas de su barba con las yemas de los dedos, como si quisiera cambiar de tema. Konigsberg prosiguió con su trabajo. Volvió a repasar el informe que elaboró el saucer.
–Veo que enviudó hace seis años y que sus dos hermanos mayores han fallecido. ¿Algo inusual sobre sus parientes?
–Sus tres hijas viven Estados Unidos. Si lo cree conveniente, yo les puedo comunicar la noticia. –Konigsberg asintió–. Sus cuñadas y sus sobrinos viven en Jerusalén. No los conozco, y el rabino Kaplan no solía hablar mucho de ellos.
–Y, dígame: ¿algún alumno o miembro del personal docente que le odiara?
–Inspector, no hay odio bajo estos techos.
–Siendo tan importante, tendría algún detractor o enemigo…
–Creo que eso es improbable. Quizás habrá sido algún árabe intentando robar su código bancario.
–Rabino, a la espera de que me confirmen si ha habido movimientos en su cuenta bancaria, algo que ya nos habrían comunicado si así fuera, o que habría sido revelado si el cadáver tuviera amputados o quemados los pulgares por la actuación de una máquina de réplica de huellas dactilares, cara y poco accesible, y menos aún para el nivel económico de los árabes de por aquí, no hay grabaciones de seguridad, ni arma homicida localizable ni sospechoso. No recurra, por favor, al comodín de siempre –Konigsberg contuvo el tono de su voz y continuó–: ¿Le importaría venir a comisaría mientras los de la hebrá kadishá se encargan del cadáver, si a este paso no se petrifica antes, para poder hablar más tranquilamente? Usted tiene tratamiento de autoridad y me parece poco decoroso tomarle declaración aquí. Se merece, rabino, un trato más personal.
–En todo lo que sea ayudar a esclarecer el caso, inspector, estoy disponible. Estamos consternados. Pero desconozco qué puedo aportar yo para arrojar luz sobre este terrible asunto.
–Muchas gracias, rabino… Disculpe mi insistencia, pero ¿no ha pensado en que podría haber tenido alguna discusión subida de todo con alguien de por aquí? –Konigsberg insistía en poner en duda la fraternidad de la escuela talmúdica.
–¡Le he dicho que este es un sitio de paz! –Benhamú contestó airado, casi furioso. Era un hombre afable y su físico así lo confirmaba. Su cuerpo tenía forma de peonza y hacía tiempo que nadie veía lo que pasaba detrás de su barba color ceniza.
Konigsberg, en cambio, era alto y afilado. Aunque solía andar ligeramente encorvado, infundía respeto. Una delgada cicatriz, fruto de una herida de guerra, formaba una fina línea vertical que surcaba su entrecejo. Siempre un poco desaliñado, su aparente apatía por los demás le otorgaba cierta distancia que pocos se atrevían a acortar. Ni siquiera el ofendido rabino Benhamú.
–Tranquilícese, rabino —dijo Konigsberg moviendo repetidamente la palma de la mano arriba y abajo–. Mi trabajo es averiguar qué ha pasado y detener al responsable. Y para eso tengo que poner en cuestión a cualquiera. Hablaremos más cómodos en comisaría. Eso sí, prométame que de paso no presentará denuncia contra mí –dijo Konigsberg guiñando el ojo.
–Dios será el que le juzgue, inspector.
"No sé a qué espera", pensó Konigsberg.
Benhamú giró sobre sí mismo con la intención de abandonar el aula; sin embargo, Konigsberg no había concluido sus indagaciones.
–Rabino, antes de irnos, ¿le importaría que eche un vistazo en la mesa del rabino Kaplan? Sin tocar nada, por supuesto. Sólo quiero tomar algunas capturas con el saucer.
En otros tiempos, la pregunta de Konigsberg sobraría, pero ahora, las notas y pertenencias de un rabino reconocido tenían cierta inviolabilidad.
–Como ya le he dicho, si es por el bien de la investigación... por supuesto. –Benhamú volvió a su tono habitual, mostrando toda la colaboración posible.
La mesa de Kaplan, después del supuesto forcejeo ocurrido unas horas antes, era un caos. Sin orden ni jerarquía aparente, libros, hojas sueltas con anotaciones, libretas, marcadores de páginas, plumas estilográficas, pinzas, reglas, compases… estaban mezclados, esparcidos por el escritorio y por el suelo. Una simple vista certificaba que el rabino Kaplan era un hombre dedicado a sus libros y, sobre todo, un nostálgico que daba poco uso a las tecnologías actuales.
Konigsberg fotografió todo con la pantalla proyectada por el saucer que llevaba atado a su muñeca izquierda.
Uno de los blocs de notas del rabino Kaplan estaba en el filo de la mesa, a punto de caerse, como si un movimiento brusco lo hubiera colocado allí. La libreta estaba abierta y mostraba una doble página llena de tachones y garabatos, ideas sueltas en distintos colores. Se detuvo a leer las inscripciones. Había una que resaltaba, escrita en rojo y repasada varias veces, con aparente intención de énfasis:
"El Libro ya no nos cuida". Konigsberg la leyó con atención y la retuvo en su cabeza.
Cuando hubo tomado instantáneas de todo lo que le interesaba, él y Benhamú emprendieron la marcha hacia la comisaría.
Salieron del edificio del mismo modo en que entraron. Konigsberg delante y Benhamú detrás, siguiéndole. Fuera les esperaban los dos agentes que, debido al calor, se habían refugiado en el coche patrulla. Antes de que pudieran salir a atender las demandas de Konigsberg, el inspector y el rabino accedieron al asiento de atrás, cada uno por una puerta. Ambos policías se voltearon extrañados, demandando respuestas con su expresión facial.
–Bueno, muchachos, a la comisaría. El rabino Benhamú tiene que prestar declaración –ordenó Konigsberg mientras se acomodaba en el asiento trasero y se remangaba la camisa.
–Señor, usted sabe que según el procedimiento…
–No seáis tan pulcros, agentes. Las formas son un invento humano –dijo Konigsberg, impasible, mientras jugueteaba con su saucer y ordenaba a su vehículo monoplaza que se dirigiera a comisaría.
Ambos agentes se miraron a la cara y se encogieron de hombros al mismo tiempo. El rabino Benhamú, callado, alzó su mirada y suspiró, lo que parecía ser un ruego por la salvación del inspector.
Sin dejar de trastear información en el saucer, Konigsberg se dirigió a Benhamú.
–No se preocupe, rabino. Nadie le confundirá con un delincuente; los cristales están tintados.
–Inspector, lo que más me preocupa es la muerte del rabino Kaplan.
–Estamos en ello, rabino –contestó Konigsberg sin levantar la mirada de las pantallas que emergían de su dispositivo.
Veinte minutos después, mientras el rabino Benhamú prestaba declaración ante el funcionario de turno –es decir, ante una cámara que registraba la presión sanguínea, la frecuencia cardiaca, la sudoración, los gestos faciales y corporales, y la actitud del declarante–, Konigsberg aguantaba una reprimenda, otra más, de su superior, el comisario del distrito sur, Yossi Pinto. Un hombre metódico, obediente, con una paciencia artesanal para casi todo y con una debilidad: el inspector Abraham Abi Konigsberg.
Konigsberg ya tenía una rutina establecida para estos casos: fingir que escuchaba a Pinto, asentir al final de cada frase con la cabeza y, al terminar, pedir perdón y largarse. Pero Pinto ya conocía la estrategia.
–Abi, ¡escúchame, joder! Si no fueras hijo de quien eres, ya estarías en la calle pidiendo limosna–. Pinto se movía por su despacho mientras abroncaba a Konigsberg; éste permanecía de pie, frente al escritorio.
–¿Perdón? –La afirmación sacó a Konigsberg de su estado de indiferencia habitual.
Pinto se acercó y, en un gesto amistoso, posó la mano derecha sobre el hombro de Konigsberg.
–Abi, de verdad, lo siento. Sé que estás aquí por méritos propios. Eres un buen policía. Pero sabes que tu apellido te ayuda a que corramos un tupido velo sobre tus salidas de tono, tus violaciones del procedimiento y, lo peor, tu falta de respeto a la ley y al régimen vigente, lo que podría acarrearte suspensión y hasta cárcel. Lo sabes muy bien.
Konigsberg movió hacia atrás su hombro izquierdo para desprenderse de la mano de Pinto e inspiró aire. Ambos se quedaron observándose.
–Yossi, este caso va un poco más allá de los procedimientos establecidos. Ha muerto de forma violenta un rabino que es historia viva, según me ha dicho Benhamú.
–Rabino Benhamú –le corrigió Pinto.
–Todo lo que rodea al caso es muy extraño. Las cuentas de Kaplan están intactas y no robaron nada en la yeshivá. Es evidente que hubo un forcejeo y que, debido a su edad, murió durante el mismo. Pero no hay rastros de la persona o robot que hizo tal cosa. De camino comprobé que el hombre tampoco era millonario, lo que a priori descarta una posible implicación de sus herederos.
Pinto apoyó el trasero en el borde del escritorio y se sujetó el rostro en la mano derecha, intrigado por lo que Konigsberg decía.
–¿Qué estás insinuando, Abi? A mí, el único móvil que se me ocurre, dada la información que tenemos, es económico.
–Lo descarto. Insisto, no hay huellas biológicas o cibernéticas detectables en el cadáver. Además, a pesar de que el rabino Kaplan dijo que pasaría el Shabbat en casa, sus movimientos revelan que acudió por la noche a la yeshivá. Aun así, nadie le vio entrar y las cámaras de seguridad estaban apagadas. La patrulla me ha informado de que en su casa no ha entrado nadie desde que hemos descubierto el cadáver. Pienso dirigirme para allá en cuanto me dejes. Y también necesitamos una autopsia. Aquí hay algo más.
Pinto se cruzó de brazos.
–Lo que dices tiene sentido, Abi. Yo tengo que llamar al rabino principal de la ciudad para contárselo, si no lo sabe ya. La noticia corre por ahí, pero sin detalles. El comisario jefe también me ha pedido que no emitamos ninguna declaración oficial hasta que no sepamos qué ha pasado. Me llamarán la atención si alarmamos a la población con teorías alternativas como la tuya. La víctima, como bien te han contado, era una institución. Desde arriba querrán que el asunto se resuelva cuanto antes. La hebrá kadishá ha delegado en nosotros la certificación de la muerte. –Pinto hizo una pequeña pausa y continuó–. Su casa ahora mismo está acordonada. Dame un margen de tiempo para que podamos ir allí a investigar tranquilamente. Por ahora, lo siento, tendré que posponer la solicitud de autopsia. Sabes que eso sólo puede concederlo el rabinato si le ofrecemos razones suficientes de que es totalmente necesario.
Konigsberg asintió y procedió a abandonar la estancia, pero Pinto le interrumpió.
–Abi, espero que no presenten quejas por cómo te has saltado esta mañana el procedimiento de inspección de un cadáver.
Konigsberg fue hacia la puerta y, sujetando el pomo con la mano, de espaldas a Pinto, volteó su cabeza y dijo:
–Me limitaré a hacer mi trabajo, Yossi.
NOTA: este texto es el capítulo 1 de Sueños de nación, la primera novela de Elías Cohen, que acaba de ponerse a la venta.