Descubrí a Gabriel Andreescu en noviembre del año pasado. Un periodista y un par de historiadores habían tachado de chusma fascista que disfrutaba matándose a los prisioneros del Experimento Pitesti, uno de los episodios más salvajes de la historia de la represión comunista en el Este de Europa.
Con claridad, inteligencia y sentido de la justicia, Andreescu dejó clara la absurda inmoralidad de aquella tesis infamante (puesta en circulación setenta años antes por la misma Securitate que torturaba a sus víctimas). Enseguida busqué su nombre en Google y quise conocerle.
Aprovechando una conferencia sobre la revolución anticomunista rumana en la que participaba, me presenté y le pedí el teléfono para entrevistarle algún día. Semanas después nos vimos en otro acto en el norte amplio y fresco de Bucarest.
Caminando hacia casa bajo los árboles sin hoja del Bulevar de los Aviadores, contestó a mis preguntas para un artículo sobre la revolución rumana. Después me dio una traducción al español de sus memorias que me dejé olvidada en el taxi que me llevó al aeropuerto para pasar la Navidad en España.
Al volver a Rumanía en enero le conté lo que había pasado con el libro. Quedamos a tomar un café y me trajo otro ejemplar que he acabado de leer en estos días de reclusión y recomendé a los oyentes de LD Libros en la serie de ideas de lectura para la cuarentena que el programa ha empezado en Facebook. Como en el vídeo me pasé tres veces del límite de tiempo, Mario Noya me hizo prometer que enviaría la reseña que ahora empiezo.
He odiado a Ceausescu, como se titulan en español las memorias de Gabriel Andreescu, comienza en la ciudad de Buzau del sureste de Rumanía. Allí, en el seno de una familia de inclinaciones anticomunistas contenidas, nació el autor en 1952, y también allí protagonizó las primeras rebeliones contra la zafia arbitrariedad del poder que no dejaría de sublevarle durante toda su vida adulta.
La primera etapa de Andreescu en Buzau (donde volvería a finales de los ochenta, vigilado noche y día por la Securitate) está marcada por el calor familiar y las aventuras de niño por las calles sin asfaltar que llevan al barrio de los gitanos.
De aquellos años es también en entusiasmo juvenil con que abraza el sentimiento general antirruso de la Rumanía de posguerra, una fobia que abandonaría años después separando al pueblo ruso de los déspotas que lo han gobernado y leyendo a Dostoievski, Solzhenitsyn y Bukovski.
Leer el Archipiélago Gulag le reveló antes de sufrirlos de lleno los horrores del comunismo, pese a que el influyente manifiesto de Marx y Engels le entusiasmara al principio como posibilidad de encauzar su sed de dignidad para todos y justicia. Bukovski, por su parte, le empujó a la revuelta moral pero también activa contra un sistema de mediocridad obligada que solo puede sobrevivir condenando al vuelo gallináceo a todos sus súbditos.
Tras graduarse en la Facultad de Física, Andreescu fue profesor de esta asignatura en un instituto de secundaria de Bucarest. Después entró en el Instituto de Meteorología e Hidrología de la capital rumana.
Los relatos de la década que pasó en el instituto (1980-1989) son un documento especialmente valioso para entender los mecanismos de control relativamente complejos, sutiles y muy eficaces que permitieron a Ceausescu sofocar por completo cualquier manifestación colectiva y organizada de oposición pública.
A diferencia de la represión bruta estalinista en la URSS o en la Rumanía comunista de los años cincuenta, Ceausescu vivía obsesionado con dar una imagen de demócrata en Occidente. Para ello escondía toda represalia detrás de procesos comunes o con medidas administrativas aparentemente benignas, como podía ser un cambio de residencia por motivos de trabajo.
Salvo excepciones más trágicas, que las hubo, el destino más común era la marginación: un asesinato civil que el régimen revestía de muerte natural, atribuible a la ambición desbocada o la naturaleza crispadora del muerto.
Esta forma de castigar al disidente e imponer el control social se parece por tanto bastante a la que practican Gobiernos democráticos que no pueden permitirse perseguir abiertamente a sus críticos, y el lector encontrará paralelismos con hechos recientes que le afectan directamente.
He odiado a Ceausescu da asimismo testimonio de la vital importancia del apoyo exterior para quienes luchan desde dentro contra el totalitarismo. Sin opinión pública a la que conmover o escandalizar con protestas o denuncias, la única opción del disidente en un régimen mentiroso como el de Ceausescu era llevar su mensaje de verdad al extranjero y solazarse en que el mundo supiera.
Al igual que otros disidentes aislados por la vigilancia de una Securitate que escuchaba con micrófonos instalados dentro de las casas a todos los que eran sospechosos, Andreescu hacía llegar su voz al exterior a través de manuscritos y cartas que periodistas y diplomáticos extranjeros entregaban a los medios occidentales.
El receptor y difusor por excelencia de aquellos mensajes que salían de la prisión a cielo abierto que era Rumanía fue Radio Europa Libre. El servicio en rumano de esta emisora financiada por Estados Unidos que emitía desde Múnich para romper la férrea censura en los países del bloque del Este fue durante los años de Ceausescu una referencia ineludible de verdad y conexión con el mundo para todo rumano con un mínimo interés en la libertad y en su propio destino.
Una vez sus palabras llegaban a los kioskos de las capitales occidentales, o cuando Radio Europa Libre amplificaba desde la Alemania Federal aquellas voces que Ceausescu ahogaba en casa, los resistentes celebraban el éxito por dentro y con los pocos amigos que les quedaban. Y al mismo tiempo se preparaban, si no les había sorprendido antes, para la visita obligada de la Securitate, una más que probable detención y una inevitable temporada de interrogatorios con vigilancia reforzada, despidos laborales y más seguimientos a gente cercana.
Aunque a veces puedan parecer brindis al sol sin importancia, las expresiones de solidaridad de otras partes del mundo son uno de los nutrientes que alimentan la fidelidad a la propia conciencia de los que mantienen la dignidad dentro. Natan Sharansky ha hablado de la alegría y la inyección de moral que supuso para él y sus compañeros de cárcel saber que Reagan había designado a la URSS como "el Imperio del Mal". La ocurrencia de Reagan tuvo un efecto eufórico parecido sobre Andreescu.
Por eso, si le dan a firmar o puede darle al retuit a alguna campaña de apoyo a algún preso político en Cuba, la antigua Guinea española o Venezuela, hágalo, porque, aunque parezca inútil, importa.
Además de tener elementos de tratado político, He odiado a Ceausescu es un libro intensamente personal, íntimo. En un ejercicio de sinceridad nada fácil para el escritor que no escribe solo para sí mismo, Andreescu revela con el rigor y la paciencia que definen todos sus trabajos aspectos de su propia personalidad fundamentales para entender quién es y por qué hizo lo que hizo. Pulsiones, observaciones, sentimientos y sensaciones que la mayoría no osa verbalizar ni para sus parejas y mejores amigos.
Igual que no esconde ni minimiza a posteriori la exaltación que le hizo sentir el Manifiesto comunista, Andreescu recuerda con emoción, cierto disfrute divertido y total respeto la etapa en que, caminando por las calles con nombre de voievod (caudillos medievales rumanos), empezó a asomarse con cariño a lo que llama "el espíritu rumano", una construcción místico-patriótica que nunca le convenció en lo racional.
La de anticomunista que da título a esta reseña es solo una de las muchas facetas de Andreescu, hombre inmensamente curioso y de múltiples talentos que se ha entregado con igual atención a disciplinas tan diversas como la física, la filosofía, la literatura, el deporte o el yoga.
He odiado a Ceausescu es también un canto a la amistad. A una amistad vigorosa y pujante que tiene mucho de camaradería y crece bajo el peso opresivo de un Estado embrutecido que dedica todos sus esfuerzos a apagar el fulgor del que brilla.
Los amigos de Andreescu son los grandes personajes del libro. Está la figura de la sindicalista Carmen Popescu, cuyos principios de acero nunca pudo doblegar el régimen ni con un pasaporte a Occidente. La Securitate se vengó a base de hacerle radiografías mientras estuvo detenida en sus celdas. Tanta radiación recibió que el médico que la examinó años después en Estados Unidos le preguntó al detectarle un cáncer: "¿Puede ser que te hayas tragado una cuchara?". En la galería destaca también Elmano Costiner, un médico judío de la Bucovina que sobrevivió al Holocausto y al que todos conocían como Malcic. Malcic atendió a Andreescu durante sus huelgas de hambre contra el régimen, y le ayudó a sacar del país uno de sus manuscritos de denuncia que se leían después en las capitales libres o países con más espacio para la disidencia como Polonia. Lo hizo a través de una amiga que aceptó correr el riesgo y pasar la frontera con el mensaje del disidente, escrito "con letras de un milímetro", metido dentro de un cigarrillo.
En He odiado a Ceausescu hay pasajes de una fuerza cinematográfica. Uno de ellos es el relato que hace el autor de cómo vivió en Buzau observado veinticuatro horas por la Securitate el inicio de la revolución anticomunista rumana de 1989.
La narración continúa con el viaje a Bucarest en plena revuelta popular contra el dictador en un coche de la policía política. Sin mediar palabra y con sus habituales malos modos, los agentes que le vigilaban le sacaron de la cama a mitad de la noche para llevarle a toda prisa a la capital mientras a Ceausescu se le escapaba el poder de las manos en las calles de Timisoara y otras grandes ciudades.
Andreescu sabía lo que estaba pasando por Radio Europa Libre. Antes de entrar a Bucarest vio por la ventanilla un amanecer precioso de tonos rojo y naranja. Lo miró intensamente, como queriendo grabarlo en su retina, pensando que podía ser el último.
No lo fue y horas después, tras pasar por la celda de la Securitate que ya conocía, Andreescu volvía a andar libre por las calles y se unía gritando a una columna de gente que festejaba su libertad ondeando banderas tricolores rumanas con el escudo comunista arrancado.
Por último, está uno de sus reencuentros con su amigo Dodo (Teodor Vulcan) en Estados Unidos, a donde el anfitrión de Andreescu había logrado escapar en 1987. Habían pasado diez años de la caída de Ceausescu y Dodo le esperó en el aeropuerto de Jacksonville. Una tormenta les recibió al salir de la terminal. Bajo aquella lluvia tropical, bajo "las palmeras gigantes" y en "la atmósfera magnífica del clima limpio, cálido y húmedo de Florida", corrieron hacia el párking.
Al llegar al coche se quitaron la ropa empapada. Se dejaron caer en los asientos y estallaron en un risa pletórica:
Me sentía vivo, en el Paraíso. Y por un instante, interrumpiendo aquella felicidad, se me apareció la imagen del día que Dodo se fue en tren de la Estación del Norte de Bucarest, en el verano de 1987.