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Eduardo Goligorsky

Lección de humildad

Tengo la impresión de que el covid-19 ha abierto las compuertas de una catarsis masiva entre los formadores de opinión.

Tengo la impresión de que el covid-19 ha abierto las compuertas de una catarsis masiva entre los formadores de opinión.
Una librería de Madrid | C.Jordá

Tengo la impresión de que el covid-19 ha abierto las compuertas de una catarsis masiva entre los formadores de opinión. Cada uno de ellos ha aprovechado la oportunidad para desarrollar su propia tesis sobre las alternativas terapéuticas, los fenómenos naturales, las relaciones humanas, las salidas económicas, los cambios sociales, las propuestas políticas y el porvenir de las naciones. Todo ello, envuelto en un pandemónium de contradicciones. ¿Y si están todos equivocados? ¿Y si el próximo virus mutante no tiene cura? ¿Y si ha llegado la hora de que desaparezca el género humano, como desaparecieron las bestias del Jurásico?

Hablan los escépticos

Detrás de tantas discrepancias de los opinadores se esconde un pecado de soberbia compartida que me empuja a refugiarme en mis viejos maestros: los escépticos y los autores de ciencia-ficción. La lección de humildad que me dieron en mis años de adolescencia y juventud sigue vigente e intento rescatarla. Perdonen el atrevimiento.

Escribió el cáustico ensayista y periodista iconoclasta Henry Louis Mencken, allá por el año 1918 ("La vida del hombre", en Prontuario de la estupidez humana, Ediciones Martínez Roca, 1992):

La vieja idea antropocéntrica de que la vida de todo el universo gira en torno de la vida del hombre, de que la existencia humana es la suprema expresión del proceso cósmico, parece encaminarse felizmente hacia el infierno donde moran los delirios desbaratados. El hecho es que cuanto más se estudia la vida del hombre a la luz de la biología general, más desprovista parece de trascendencia. La raza humana, que otrora pasaba por ser la preocupación capital y la obra maestra de los dioses, empieza ahora a asumir el aspecto de un subproducto de sus gigantescas, inescrutables y probablemente absurdas actividades. El herrero que forja una herradura genera algo casi igualmente luminoso y enigmático: la lluvia de chispas. Pero como sabemos, su mirada y su pensamiento no están fijos en las chispas sino en la herradura. Las chispas son, en verdad, una especie de enfermedad de la herradura. Existen merced a una pérdida de su materia. De igual modo el hombre es quizás una enfermedad local del cosmos, una especie de eczema o de uretritis pestífera. Hay, claro está, distintos grados de eczema, y así también hay distintos grados de hombres. Sin duda un cosmos afligido por una simple infección de beethovenes no consideraría necesario llamar al médico. Pero un cosmos plagado de socialistas, escoceses y corredores de Bolsa debe de sufrir espantosamente.

Pensamiento ilustrado

Prácticamente todos los autores de ciencia-ficción han abordado, en novelas o cuentos, el tema de la extinción, total o parcial, del género humano, desaparecido de la Tierra devastada por un holocausto nuclear, una guerra química o bacteriológica, una pandemia natural o una invasión de zombis, animales mutantes, robots o extraterrestres.

Es entonces cuando los representantes más sobresalientes del género, educados en el pensamiento ilustrado y humanista, nos dan una lección de humildad. El mundo puede existir sin nosotros. Deshabitado o gobernado por otros seres. Pierre Boulle opta por los simios (El planeta de los simios), Clifford Siodmak por los perros (Ciudad), Karel Capek por las salamandras (La guerra de las salamandras), Theodore Sturgeon por la nutria de mar ("Cosas de niños", revista Minotauro nº 7 ), James Ransom por la rata de laboratorio ("Fred Uno", Minotauro, nº 2).

Mundos mejores

También pueden existir otros mundos mejores que el nuestro. El portentoso Ray Bradbury elige Marte y los marcianos como modelo exquisito para avergonzarnos de nuestra vulgaridad. Su narración de la vida en ese otro planeta destila poesía y ternura.

Pero su versatilidad le permite entonar un réquiem conmovedor por el último vestigio de nuestra civilización prematuramente difunta ("Vendrán lluvias suaves", en Crónicas marcianas). Imagina una casa maravillosa, poblada por voces e imágenes electrónicas que cantan y recitan, por aparatos familiares que funcionan automáticamente a las horas señaladas, por todo el amable contexto de una feliz existencia doméstica. Pero nadie escucha las voces, ni disfruta de los aparatos, ni se integra en ese mundo dichoso. La casa está definitivamente vacía porque ya no hay vida en el mundo. Un accidente provoca un incendio y la casa también muere, mientras que

dentro de la pared una última voz repetía y repetía, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes: "Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…".

Instinto de supervivencia

¿Debemos resignarnos, entonces, a la idea de que nos aguarda la pandemia definitiva? Tampoco. Es nuevamente Bradbury quien rinde un homenaje a las cualidades positivas que venera en el ser humano. Este sentimiento se refleja nítidamente en uno de los pasajes finales de su novela Farenheit 451. Después de la destrucción de Chicago por una bomba atómica, dice uno de los protagonistas:

Había un tonto y condenado pájaro antes de Cristo llamado Fénix. Cada tantos centenares de años construía una pira y se arrojaba a las llamas. Debió de haber sido primo hermano del hombre. Pero cada vez que se quemaba a sí mismo, emergía intacto de las cenizas, volvía a nacer. Y parece ahora como si estuviéramos haciendo lo mismo, una y otra vez, pero sabemos algo que el Fénix nunca supo. Sabemos qué tontería hemos hecho. Conocemos todas las tonterías que hemos hecho en estos últimos mil años, y mientras no lo olvidemos, mientras lo tengamos ante nosotros, es posible que un día dejemos de preparar la pira funeraria y de saltar a ella.

Humildes pero no estúpidos. Conscientes de que el escepticismo de Mencken y las utopías y distopías de los narradores auguran un final incierto, escarmentados por la lección de humildad que nos ha impartido el virus, nos quedan los recursos de la ciencia y la racionalidad para responder a los imperativos de nuestro instinto de supervivencia.

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