Roosevelt, entre Chávez y Fujimori
Si la parte económica de Roosevelt llevó a Estados Unidos a una segunda depresión, su activismo judicial lo llevó al borde del colapso democrático.
En un reciente artículo en Abc, titulado "El fantasma de la Gran Depresión", Pedro Schwartz recordaba como los new dealers de Franklin Delano Roosevelt era fan de Mussolini. Alguien podría pensar que había algo de exageración en la comparación del presidente norteamericano más valorado de la historia, junto a Washington y Lincoln, con el líder fascista italiano. Sin embargo, en su libro Por qué fracasan los países los economistas Acemoglu y Robinson comparaban el caso del asalto del presidente norteamericano al Tribunal Supremo (TS) con el que llevaron a cabo Chávez en Venezuela y Fujimori en Perú contra la independencia del Poder Judicial. Vale la pena estudiar –en estos tiempos en los que el PSOE y el PP se reparten los cargos en el Consejo General del Poder Judicial, con la complicidad de las principales asociaciones de jueces, y en que la fiscal general del Estado es una marioneta de Pedro Sánchez– cómo Roosevelt trató de subvertir el equilibrio de poderes en los Estados Unidos para autocoronarse como presidente populista en lugar de constitucional.
Además del libro mencionado de Acemoglu y Robinson es conveniente consultar Entre el miedo y la libertad. Los EEUU, de la Gran Depresión al fin de la Segunda Guerra Mundial, de David M. Kennedy, alguien por otra parte simpatizante de Roosevelt pero con la suficiente objetividad para relatar su reverso tenebroso.
Hayek en Camino de servidumbre explicaba que existe una planificación autoritaria y otra liberal. Ya el presidente republicano Hoover había certificado en los años 20 que el laissez-faire, la política open space del siglo XIX que había permitido una gran expansión de los mercados, había quedado obsoleta, por lo que tocaba consolidar lo alcanzado. El Coloquio Lippmann de París (1938), en el que se reunieron los teóricos liberales más importantes del mundo, llegó al misma conclusión, y debatieron el mejor modo de llevar a cabo una planificación liberal de la sociedad y de los mercados desde las instituciones estatales. Entre Hoover y el Coloquio Lippmann, Franklin D. Roosevelt había declarado en un discurso de campaña en 1932:
Ha llegado el día de una administración consciente (...) Desde mi punto de vista, la tarea del Gobierno en su relación con las empresas es ayudar al desarrollo de (...) un orden económico constitucional.
Roosevelt nos va a servir de guía a través de un zigzagueo por la línea de demarcación entre una planificación liberal y una socialista. El objetivo de Roosevelt era al mismo tiempo ambicioso e impreciso. Su marco general de actuación no era tanto la recuperación económica post crisis financiera del 29 sino una reforma estructural de la economía y la sociedad estadounidenses. Como explica Kennedy,
su objetivo cardinal no era destruir el capitalismo, sino quitarle su volatilidad y al mismo tiempo distribuir sus beneficios de una manera más ecuánime.
Entre las reformas que hizo Roosevelt que cabe considerar entran dentro de una planificación que no sólo no destruye los mecanismos de mercado sino que los mejora, mediante un ajuste más eficiente de la competencia, se encuentra la SEC, la Comisión de Intercambio de Valores (Securities Exchange Commission), un organismo de regulación que venía a resolver un problema de información asimétrica y privilegiada en el mercado de valores. Gracias a la SEC, las empresas fueron obligadas a revelar información detallada y fidedigna de manera pública. También fue importante la SEC porque exigía que dicha información fuese verificada por parte de auditores independientes. Esta planificación regulatoria no sólo no interviene en el mecanismo de mercado sino que lo refina y hace más efectivo, reduciendo la posibilidad de su manipulación por parte de agentes espuriamente poderosos.
Esta historia sobre Roosevelt, un presidente elevado a los altares progresistas, nos muestra que no hay que confiar en nadie, por muy carismático, popular y bienintencionado que sea.
Sin embargo, su política de vivienda no sólo resultó intervencionista y manipuladora de los mercados, sino que va poner las semillas estructurales de lo que será la crisis financiera de 2008. Roosevelt se enfrentaba a una situación bancaria que llevaba a que la mayor parte de los norteamericanos fuesen inquilinos, no propietarios. Keynes le propuso planes a la europea de construcción de viviendas públicas, pero Roosevelt prefirió seguir el modelo de Hoover de estimular la construcción y la propiedad privada de viviendas. Dicha promoción de la vivienda particular no la realizó a través de la liberalización del suelo y un abaratamiento del precio del dinero que permitiese que hubiese más oferta de viviendas y de préstamos hipotecarios. Lo que intentó fue una tercera vía entre viviendas públicas y viviendas privadas financiadas por instituciones privadas: su solución sería viviendas privadas a través de un mecanismo de financiación público-privado, con una gran cantidad de instituciones estatales (de la HOLC a la FHA pasando por Fannie Mae, teniendo esta última un papel clave en la crisis de 2008 al implosionar).
Por último, el New Deal de Roosevelt llevó a cabo actuaciones que fueron evidentemente anticompetitivas, tratando de limitar la competencia en precios como un intento de combatir la sobreproducción de la época del laissez-faire.
Un mecanismo psicológico de Roosevelt iba a ser clave en la siguientes presidencias norteamericanas: la necesidad de dejar un legado. De esta manera, en lugar de resolver problemas concretos del aquí y ahora, se trataba de hacer unas reformas estructurales en el largo plazo, que cumplieran históricamente el papel de templos de reconocimiento público al estilo de las pirámides de los faraones. Roosevelt tenía el convencimiento de que la capacidad de crecimiento de la economía estaba en gran medida agotada, por lo que el Estado debía asumir la labor que antes habían ejercido prometeicamente los mercados. Ello le llevó a sobrevalorar la capacidad del Estado para sustituir al sector privado, lo que sería un elemento clave en lo que Hayek denunció como fatal arrogancia estatalista, por presumir que tenía la capacidad de tener el conocimiento suficiente y los incentivos necesarios para llevar a cabo la función que de manera descentralizada y espontáneamente realizaban los mercados respecto a las preferencias de los ciudadanos y sus necesidades.
Si la parte económica de Roosevelt llevó a Estados Unidos a una segunda depresión, su activismo judicial lo llevó al borde del colapso democrático. En 1937, tras su segunda victoria, Roosevelt se sentía henchido de poder y pensaba que podría imponer su New Deal intervencionista sin cortapisas. Pero el Tribunal Supremo dictaminó que algunas medidas del mismo eran inconstitucionales. Con el Poder Judicial había topado. Roosevelt tenía dos opciones: rehacer el New Deal o dinamitar el Supremo. Populista como era, eligió atacar a los jueces acusándolos de ser unos viejos incompetentes. Curiosamente, el más viejo, Brandeis, era progresista pata negra. Pero era capaz de poner su profesionalidad por encima de su ideología.
El plan de Roosevelt era ampliar el número de jueces, tanto en el Supremo como en el circuito federal, para colar afines y convertir el Poder Judicial en una marioneta. El Supremo había decidido por unanimidad que su Ley de Recuperación Industrial era inconstitucional. Por un lado, teníamos un Poder Judicial independiente. Por otro, el New Deal desarbolado. Roosevelt –como luego Fujimori o Chávez y, entre nosotros, Zapatero y Puidgdemont– eligió subordinar los jueces a su mandato democrático en las urnas. Pero EEUU no era Perú ni Venezuela (en España está por ver): había una tradición de respeto al orden constitucional que hizo que no solo el Partido Republicano y la sociedad civil sino el propio Partido Demócrata parasen los pies al presidente, al que David M. Kennedy acusa de "deshonesto" y Acemoglu y Robinson de "tendencioso".
Esta historia sobre Roosevelt, un presidente elevado a los altares progresistas, nos muestra que no hay que confiar en nadie, por muy carismático, popular y bienintencionado que sea. También nos ilustra sobre la importancia de tener burócratas independientes, como los jueces progresistas del TS que votaron contra las medidas de Roosevelt, anteponiendo la profesionalidad a la ideología, y los políticos del Partido Demócrata que ‘traicionaron’ a Roosevelt. Paradójicamente, ese 1937 el Tribunal Supremo dictaminó a favor de algunas medidas del New Deal que no iban contra el mercado, lo que abrió la puerta a una regulación liberal más allá del decimonónico laissez-faire. Ese nuevo liberalismo lo había empezado otro Roosevelt, Teddy. Ese cambio en el liberalismo, desde el laissez-faire a una regulación pro mercado, lo llevó Walter Lippmann a París en 1938, al Coloquio que lleva su nombre y que reunió a lo más granado del liberalismo europeo, de Hayek a Röpke y Robbins.
La presidencia de Roosevelt, como la filosofía política y económica de Keynes, nos muestra un caso que podríamos considerar el canto de la moneda entre un capitalismo liberal y otro iliberal, dado que aumentó el poder del Estado y la propia Presidencia a través de medidas que redujeron el equilibrio de poderes a costa del Tribunal Supremo. Queriendo reducir el poder espurio de las grandes empresas, así como el mal diseño del sistema financiero, incrementó el poder asimismo espurio y además ineficiente de los burócratas gubernamentales. Si finalmente no se transformó en un Chávez de América del Norte no fue porque no tuviera la tentación sino porque las instituciones norteamericanas fueron los suficientemente fuertes para soportar el embate de su carisma arrollador. Los venezolanos no tuvieron tanta suerte.
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