Cuando en París estalla la revuelta estudiantil de Mayo del 68, el gran filósofo francés Raymond Aron tenía 63 años. Era el primer curso, desde 1955, que no daba clases en la Sorbona. Nada le obligaba, pues, a involucrarse en aquella crisis que se había desatado en la Universidad y que amenazaba con convertirse en una revolución, y sin embargo, como editorialista de Le Figaro, consideró que debía contribuir lo mejor que pudiera a apagar aquel incendio.
Durante la primera semana de los disturbios, el profesor y periodista francés contempló con estupor y en silencio la escalada de la violencia en las manifestaciones. Siempre se había mostrado muy crítico con el sistema francés de enseñanza superior, pero el espectáculo de los estudiantes levantando barricadas en las calles, acompañados y jaleados por una buena parte de sus profesores, le parecía, no solo que nada tenía que ver con la reforma universitaria que exigían, sino que, además, podía resultar terriblemente peligroso para las instituciones democráticas.
Entre el 15 y el 23 de mayo, Aron tuvo que ausentarse de París debido a un compromiso adquirido para dar una serie de conferencias en algunas universidades norteamericanas. Antes de salir para Estados Unidos dejó escritos dos artículos que se publicaron los días 15 y 16 del mismo mes en Le Figaro, con el título de "Reflexiones de un universitario".
El día 23 regresa de Estados Unidos y se encuentra con el país paralizado por una huelga general y, aparentemente, sin Gobierno alguno: “El 23 de mayo el Gobierno parecía estar desaparecido y toda Francia se hallaba paralizada por una huelga general. En esa situación, cómo iba yo a escribir sobre una crisis universitaria que ya no interesaba al gran público, obsesionado, y con razón, con la amenaza de autodestrucción que se percibía en la sociedad”, escribió en su conocido libro de combate La révolution introuvable, publicado tres meses después.
Aron confiesa también en ese libro que, en aquellos días de mayo, le había resultado muy difícil escribir claramente lo que pensaba sobre el movimiento revolucionario debido a que la mayor parte de los periódicos, entre los que también estaba Le Figaro, sufría un tremendo acoso por parte, no solo de los trabajadores en huelga, sino de aquellos que habían llegado a tomarse la libertad de censurar los artículos críticos con la revuelta. La situación le resultaba tan incómoda que pensó que fuera Alexis de Tocqueville quien juzgara los acontecimientos por él. Con la esperanza de que, por medio de esas citas, el lector comprendiera cuál era su estado de ánimo y su juicio sobre aquel caos que ya se llamaba revolución, Aron decidió que, para su primer artículo en Le Figaro después de su viaje a Estados Unidos, copiaría literalmente fragmentos del libro Souvenirs, en el que Tocqueville narra sus recuerdos de la revolución de 1848.
Sumergida en la obra de Tocqueville durante los meses de confinamiento, y sintiéndome cada vez más confusa ante la deriva que ha ido tomando nuestra democracia en manos de un Gobierno social-comunista sin escrúpulos, he pensado imitar a Raymond Aron y copiar textualmente algunos fragmentos de la obra más conocida de Tocqueville, La democracia en América. Pienso que estos fragmentos pueden ayudarnos a comprender lo que está pasando en España y cómo es posible que, ante la pasividad de una gran parte de nuestros compatriotas, nuestra democracia esté a punto de ser destruida.
En el tomo segundo de La democracia en América, Alexis de Tocqueville reflexiona, con gran profundidad y una admirable honestidad intelectual, sobre los peligros que acechan a las sociedades democráticas. Esos peligros que señalaba Tocqueville hace 180 años podrían explicar cómo fue posible que, en el país más culto de Europa, un personaje como Hitler llegara democráticamente al poder, o cómo el pueblo venezolano se dejó engañar por el déspota Hugo Chávez hasta el punto de creerle su salvador, o cómo unos personajes tan mentirosos y antidemocráticos como Pedro Sánchez y Pablo Iglesias pueden ir imponiendo, paso a paso y con una celeridad sorprendente, su proyecto de destruir nuestro régimen constitucional.
Y es que Tocqueville, que admiraba la democracia norteamericana, ya entonces se dio cuenta de que un régimen despótico podría imponerse en una sociedad democrática sin que sus ciudadanos apenas lo percibieran.
Los fragmentos que he escogido de La democracia en América son algunos de los muchos en los que el pensador francés alertaba sobre la pasión desmedida por la igualdad que se puede despertar en un pueblo democrático.
Tocqueville alertaba de que esa obsesión por la igualdad llegara a ser tan grande, en una sociedad democrática, que los individuos se olvidaran de preservar su propia libertad; y que, por molicie y por deseo de mantener su propio bienestar, los ciudadanos se desentendieran del interés general y dejaran la organización de sus vidas en manos de un Estado que, a la larga, asumiría el poder de conformar su forma no solo de obrar, también de pensar.
Sobre esa ceguera que provoca en los pueblos democráticos la pasión por la libertad, decía Tocqueville:
– Los pueblos democráticos aprecian en todo tiempo la igualdad, pero hay ciertas épocas en que llevan al delirio la pasión que experimentan por ella. (…) No os molestéis en decir a los hombres que, al entregarse tan ciegamente a una pasión exclusiva, comprometen sus más preciados intereses: no os escucharán. No tratéis de hacerles ver que la libertad se les escapa mientras atienden a otras cosas; están ciegos, y no perciben en todo el universo más que un solo bien digno de ser enviado.
– Diríase que, en las naciones democráticas europeas, cada paso que se da hacia la igualdad las aproxima al despotismo.
– Cabe concebir un pueblo en cuyo seno no haya castas, ni jerarquías ni clases; donde la ley no reconozca ningún privilegio y reparta por igual las herencias, y que, al mismo tiempo esté privado de luces y libertad. No se trata de una hipótesis vana; un déspota puede tener interés en igualar a sus súbditos y dejarlos en la ignorancia, a fin de mantenerlos más fácilmente en la esclavitud.
– En las sociedades democráticas la masa ejerce un gran poder sobre el individuo. La opinión general tiene un gran peso sobre el individuo. La razón es la de la mayoría y la verdad es la que esta dicta.
En cuanto a cómo el amor a la tranquilidad y al orden puede llevar al individuo a renunciar al libre albedrío, Tocqueville escribe:
– El gusto por la tranquilidad pública se convierte en una pasión ciega, y los ciudadanos pueden dejarse dominar por un desordenado amor al orden.
– La educación se ha convertido en la mayoría de los pueblos en un problema nacional. El Estado toma al niño de brazos de la madre para confiarlo a sus agentes; es él quien inspira a cada generación sus sentimientos e ideas. En los estudios, como en todo, reina la uniformidad; la diversidad, como la libertad, va desapareciendo continuamente.
– Los ciudadanos, sin darse cuenta, se ven obligados a ceder todos los días porciones de su independencia individual (…) y se pliegan sin la menor resistencia a los menores deseos de un funcionario.
Pero cuando Tocqueville se muestra más clarividente es cuando nos avisa acerca de cómo sería el despotismo que se estableciera en una sociedad democrática:
– Si imagino con qué nuevos rasgos podría el despotismo implantarse en el mundo, veo una inmensa multitud de hombres parecidos y sin privilegios que los distingan girando incesantemente en busca de pequeños y vulgares placeres con los que contentan su alma. Cada uno de ellos apartado de los demás, ajeno al destino de los otros; sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana; por lo que respecta a sus conciudadanos, están a su lado y no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él mismo; y si bien le queda aún la familia, se puede decir que ya no tiene patria.
– Por encima se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera como objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia; este poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen más que en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerles felices, pero en esa tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo. ¿No podría librarles por entero de la molestia de pensar y del trabajo de vivir?”
– De este modo cada día se hace menos útil y más raro el uso del libre albedrío. La igualdad ha preparado a los hombres para todas estas cosas: para sufrirlas y con frecuencia hasta para mirarlas como un beneficio.
Y concluye:
– Creo que es más fácil establecer un Gobierno absoluto y despótico en un pueblo donde las condiciones sociales son iguales que en otro cualquiera, y opino que si semejante Gobierno llegara a implantarse en tal pueblo, no sólo oprimiría a los hombres, sino que a la larga los despojaría de los principales atributos de la humanidad. El despotismo me parece, por tanto, el mayor peligro que amenaza los tiempos democráticos.
– Creo que en cualquier época habría amado la libertad, pero en los tiempos que corremos me inclino a adorarla.
– Es sobre todo en los tiempos democráticos cuando los verdaderos amigos de la libertad y de la grandeza humana deben mantenerse constantemente firmes y dispuestos a impedir que el poder social sacrifique a la ligera los derechos particulares de unos individuos para la ejecución general de sus designios.