Durante el régimen franquista, Cataluña, junto con Madrid y las provincias vascas, estuvo a la cabeza de España en renta per cápita, con más del doble que numerosas provincias andaluzas, extremeñas, castellanas o gallegas. Y recibió generosas inversiones del Estado nunca llegadas a otras regiones, que quedaron al margen del desarrollo. De ahí que, sobre todo a partir de la sustitución del sistema autárquico por la liberalización que representó el Plan de Estabilización de 1959, millones de habitantes de la España agrícola meridional huyeran de las escandalosas condiciones sociales de unas provincias en buena parte todavía encadenadas a los latifundistas. Y emigraron a Madrid, País Vasco, Cataluña y otros países de Europa en busca del trabajo que sus desindustrializadas regiones no podían facilitarles. Cataluña no se despobló, y eso a pesar de que Barcelona, la provincia de mayor nivel de vida de España, era al mismo tiempo la que tenía menor índice de natalidad. Castilla, Andalucía y Aragón, por el contrario, sí se despoblaron, y ni siquiera pudo remediarlo el hecho de que aquellos años fueran precisamente los del llamado baby boom, con la tasa de crecimiento demográfico más alta de la España contemporánea.
Pero hasta esto ha sido utilizado por los separatistas como argumento contra España, pues el tradicional rechazo a los charnegos –especialmente los andaluces, murcianos y otros españoles meridionales– adoptará una nueva forma, esta vez como maquiavélica operación de los Gobiernos franquistas contra la existencia del pueblo catalán. Pues uno de los más glosados preceptos del Evangelio separatista es el perverso plan que habría pergeñado el régimen para diluir el sentimiento nacional de los catalanes mediante la emigración. Una especie de genocidio limpio, sin muertes, para lograr el cual las autoridades franquistas habrían llegado incluso a pagar los gastos de viaje a los emigrantes.
Sólo el fanatismo puede impedir comprender la sencilla explicación de este fenómeno, general en una Europa contemporánea caracterizada por la industrialización acelerada y, por lo tanto, por el vaciamiento del campo y el crecimiento de las ciudades. También salieron millones de emigrantes de la Europa meridional (Italia, Grecia, Portugal) hacia las fábricas septentrionales.
En la depauperada y aislada España de la postguerra la gente de las provincias menos industrializadas acudía a trabajar allí donde se pudiera encontrar trabajo, fuese donde fuese. Y era más fácil encontrar trabajo en Madrid, en la industria vizcaína o barcelonesa –donde desde siempre se ha sufrido de escasez de mano de obra local–, y en menor medida en Valencia, Mallorca y Alicante, que en el campo extremeño, las aldeas andaluzas o las montañas gallegas. O en las comarcas interiores de Cataluña, donde sucedió exactamente lo mismo, pues decenas de miles de recién llegados a Barcelona y su cinturón industrial salieron de las comarcas agrícolas catalanas (Pallars Sobirá, el Priorato, la Segarra, la Garrotxa) con el mismo objetivo que los emigrantes del resto de España: prosperar trabajando en la industria y en la gran ciudad. La provincia de Lérida, por ejemplo, perdió población en los prolíficos sesenta por este motivo. Finalmente, quedaría sin explicación la emigración a otras fuentes de trabajo como Madrid –que recibió tantos emigrantes como Barcelona–, Francia, Suiza o Alemania. ¿Tuvo Franco también la intención de diluir el sentimiento nacional madrileño, francés, suizo y alemán? ¿Y de desarraigar a los payeses para barcelonizarlos?
En 1964 Francisco Candel publicó Els altres catalans, gran clásico sobre la emigración a Cataluña. Candel era un emigrante, de ancestros aragoneses y valencianos, que llegó muy niño a Cataluña con la primera oleada emigratoria de los años veinte, cuando miles de trabajadores afluyeron a una Barcelona necesitada de brazos para las obras del metro y de la Exposición Internacional de 1929. Ferviente antifranquista, militó en el PSUC y en 1977 llegaría a senador por la coalición Entesa dels Catalans, que agrupó a los socialistas del PSOE, los comunistas del PSUC y los separatistas de izquierda de ERC.
Las páginas de Els altres catalans combinan el ensayo, la estadística y las anécdotas para pintar un interesante retrato del fenómeno emigratorio en la España de aquellas décadas, a veces trágico, a veces cómico, pero siempre lamentable. Por ejemplo, sobre la despoblación de las comarcas interiores de Cataluña y la subsiguiente desaparición de la payesía, anotó el siguiente lamento, no exento de reproche a unos industriales catalanes responsables de aquellos drásticos cambios sociales:
Por si fuera poco, los payeses, los más genuinos catalanes, fueron desapareciendo –ya casi han desaparecido todos– arrollados por la creciente y rugiente ola industrial que todo lo absorbe, no sabemos si bien o mal indemnizados. (Qué interesante estudio o disquisición sobre estos naturales y ambiciosos contrasentidos. Una ola industrial catalana barriendo una payesía también catalana y arrastrando tras sí una mano de obra forastera a la cual desprecian pero que ellos han hecho imprescindible).
Sobre el supuesto plan franquista de descatalanización de Cataluña, Candel se hizo eco de las sospechas –“en el fondo y muy oscuramente algo de eso había”– y de rumores como el de que el régimen pagaba el billete a los emigrantes para que fueran a Cataluña, aunque resumió su escepticismo con que “yo sólo puedo asegurar que ellos, los que venían, los que llegaban, nada de eso elucubraban. Venían porque les hacía falta, por nada más”. Pero de lo que sí fue testigo, por lo que se refiere a los gobernantes, fue exactamente de lo contrario: su intento de impedir un trasvase de población que provocaba chabolismo, hacinamiento, enfermedades, inmoralidad, desorden… y comunismo:
También se intentó detener a los que llegaban. Vigilaban los trenes. A todos los que tenían cara de paletos, a todos los que llevaban maleta de madera, se les detenía y se les remitía de nuevo a sus tierras. A los que deseaban regresar a sus pueblos se les pagaba medio billete.
Recogió Candel que, para poder instalarse en Cataluña, se solía requerir a los emigrantes la documentación que probase la existencia de un puesto de trabajo y una residencia:
Los curas de barrio se hartaban de hacer certificados asegurando que fulanito venía a la boda de su hermano y no a quedarse. Naturalmente, se quedaban.
En 1979, quince años después de la publicación de Els altres catalans, Candel fue entrevistado por José María Gironella y Rafael Borrás para su libro Cien españoles y Franco. A la pregunta sobre el supuesto plan franquista de eliminación del pueblo catalán, el único genocidio al que se refirió Candel fue el cultural –lengua, arte y folklore–, y el único trasvase de personas, el de funcionarios fieles al régimen:
De todos modos da la sensación de que el franquismo no tuvo tiempo de fomentar la emigración a Cataluña de grandes contingentes de castellanos, sobre todo de andaluces. Parece como que la situación se le fue de las manos. La gente no tenía trabajo en sus lugares de origen y en Cataluña lo había, y hacia allí se canalizaron.
Un compañero de emigración, el andaluz Francisco Montes Marmolejo, publicaría en 1980 sus Memorias andaluzas. He aquí su versión sobre la emigración:
Se tomaron medidas al respecto, a fin de parar aquel éxodo interminable que amenazaba con colapsar la ciudad. Se dictaron órdenes tajantes contra los que llegaban a Cataluña, principalmente a Barcelona y provincia, para que una vez en ella fueran devueltos a sus lugares de origen. Se pusieron vigilancias en los distintos apeaderos y en la terminal, y todo aquel que no llevase consigo un contrato de trabajo, o certificado de residencia, era llevado a Montjuich para devolverlo nuevamente hacia lo que habían abandonado con la esperanza de mejorar (…) Sin embargo, de nada parecía servir la vigilancia. Los inmigrantes continuaban llegando a oleadas, porque era necesario dejar Andalucía. Allí no había trabajo y en Barcelona no faltaba.
También relató Montes la maniobra que muchos hacían de bajarse del tren en Gavá y subirse allí a los autobuses que llamaban “amarillos”, carentes de vigilancia:
De esta manera no pasábamos por Montjuich, evitándonos la vuelta y con ello el fracaso de nuestros sueños.
Ya había previsto Gual Villalbí –por ejemplo, en la conferencia de 1944 arriba mencionada– la necesidad de industrializar la España agraria para evitar condenar a los campesinos a la indeseada emigración, pero el problema no se presentaría hasta una década más tarde. El encargado de poner en funcionamiento el denominado Servicio de Evacuación para devolver a los recién llegados a sus lugares de origen fue el gobernador civil de Barcelona, Felipe Acedo. En 1954, cuando todavía no había comenzado la gran oleada emigratoria de los sesenta, declaró que el pueblo catalán era “el más tradicional, el más sano, el más tranquilo, el más pacífico, el más ordenado”, realidad que el gobierno quería proteger impidiendo la emigración masiva mediante, entre otras medidas, el mencionado Servicio de Evacuación. Así recogió La Vanguardia del 27 de marzo de 1954 las declaraciones del gobernador sobre dicha cuestión:
Comenzó diciéndonos el señor Acedo que había tratado con diversas autoridades de vigorizar y dar mayor extensión al servicio de evacuación que tanta eficacia viene rindiendo, con el objeto de contener, en la mayor medida posible, la inmigración continua que existe en una parte de esta provincia con notorio daño para la ciudad de Barcelona, que ve agravados así sus problemas sin beneficio para los mismos que los promueven. Tal inmigración supone mendicidad, hacinamientos miserables e inmorales, delincuencia, contratación obrera fraudulenta y especuladora; en definitiva, traslado de masa campesina a la gran urbe en forma poco apta para su debida y humana absorción”.
Y junto al Servicio de Evacuación, por aquellos mismos años vio la luz el Servicio de Erradicación del Barraquismo para derribar las chabolas consideradas fuera de la ley –pues hasta para las chabolas existieron registros con el fin de poner algo de orden– y concentrar a los chabolistas ilegales en el Palacio de Misiones de Montjuich hasta su envío a sus lugares de origen. Para resolver estos problemas y otros derivados de la aglomeración de emigrantes en las ciudades, se crearía en 1957 el ministerio de la Vivienda.
(Nota: este texto está tomado del más reciente libro de Jesús Laínz, Negocio y traición. La burguesía catalana de Felipe V a Felipe VI, publicado por Encuentro).