1917. Revolución contra democracia
La Monarquía constitucional era un régimen perfectamente homologable con cualquiera de los establecidos en el resto de los países europeos.
Hay cosas muy difíciles de entender en la vida política española. Por ejemplo, que la izquierda esté empeñada en un proyecto de desmantelamiento de su propio país y prefiera coaligarse con los separatistas que quieren acabar con España antes que pactar un gran consenso nacional con los partidos de la oposición. O bien que esa misma izquierda considere que su adversario carece de legitimidad para gobernar el país y de nuevo se alíe con partidos que quieren importar a Europa el populismo marxista latinoamericano, como si esta fuera la mejor fórmula para el progreso y la prosperidad.
Aún más extraordinario es que realidades tan excepcionales como estas sean aceptadas como si fueran naturales. Y lo es todavía más, si cabe, que quienes han descrito y denunciado esta situación que ahora empieza a saltar a la vista hayan sido descalificados sistemáticamente como extremistas empeñados en destruir el sistema…
Una distorsión tan gigantesca de la realidad ha de tener causas complicadas y profundas. Una de ellas es la distorsión de la Historia que se ha realizado desde hace más de un siglo, es decir, cuando la izquierda decidió que su objetivo era acabar con el régimen constitucional liberal porque esa era la única manera de modernizar el país. Es lo que desde entonces se ha llamado “europeizar España”, tal como lo formularon los dos grandes teorizadores de aquella estrategia, que fueron Costa y Ortega.
Desmontar el tinglado de esta farsa ya más que centenaria no está siendo tarea fácil. Por eso hay que celebrar la aparición de un libro como el de Roberto Villa García (conocido por su excelente biografía de Lerroux y por sus estudios electorales, en particular el dedicado, con Manuel Álvarez Tardío, al fraude y la violencia que caracterizaron las elecciones de febrero de 1936): 1917. El Estado catalán y el soviet español. Se trata de un estudio a fondo, definitivo, sobre la “revolución de agosto de 1917”, unos hechos cuya interpretación ha oscilado desde entonces entre la leyenda, la confusión y la pura y simple manipulación.
Eso era lo que estaba en juego. O bien democratizar el liberalismo desde dentro, apelando a una participación cada vez mayor del electorado y aprovechando las posibilidades de un régimen constitucional con libertad de opinión, de asociación y de participación. O bien destruirlo para… lo que cada uno de los agentes implicados quisiera.
Entonces confluyeron en una misma acción cuatro movimientos políticos (o tres y medio). Primero las juntas militares, que defendían intereses corporativos de algunos sectores de las Fuerzas Armadas. Venían luego la CNT y la UGT junto el PSOE, su brazo político, ambas movidas por un objetivo revolucionario y por la atmósfera de cambio violento que estaba propiciando la Gran Guerra. Se sumaron los nacionalistas catalanes, con Cambó a la cabeza, que vieron la ocasión de implantar una suerte de Estado federal con Cataluña, la Prusia del sur de Europa, a la cabeza. Finalmente, está el medio actor que quedaba, el Partido Reformista, heredero del progresismo del siglo XIX, entreverado de institucionistas antiliberales, que vio en el impulso revolucionario una forma de acabar con lo que no lo gustaba: una monarquía constitucional con dos partidos nacionales y elecciones cada vez más competitivas que permitían la alternancia.
Porque eso era lo que estaba en juego. O bien democratizar el liberalismo desde dentro, apelando a una participación cada vez mayor del electorado y aprovechando las posibilidades de un régimen constitucional con libertad de opinión, de asociación y de participación. O bien destruirlo para… lo que cada uno de los agentes implicados quisiera, porque si los medios coincidían, por lo menos en parte, no coincidían en absoluto los fines. (Y de ahí la dificultad de comprender lo ocurrido en aquellas jornadas). Pues bien, ese ensayo de enfrentamiento, que provocó una oleada de violencia brutal, como no se conocería otra hasta 1934, es lo que la historiografía hasta hoy vigente nos ha descrito como un intento de modernización y democratización.
Roberto Villa argumenta lo contrario. Que la Monarquía constitucional era un régimen perfectamente homologable con cualquiera de los establecidos en el resto de los países europeos. Que estaba en trance de democratización –una evolución siempre delicada y compleja– gracias precisamente a los equilibrios institucionales y a la existencia de dos grandes partidos nacionales. Y que los supuestos modernizadores y democratizadores fueron los que más y mejor contribuyeron a hacer imposible esa evolución. En contra de lo esperado por muchos, las elecciones posteriores a las jornadas revolucionarias fueron –como en toda Europa ese mismo año– un respaldo a los partidos conservadores. El mal ya estaba hecho, sin embargo, y el régimen liberal, colapsado. Con aquello se había acabado la posibilidad de la democracia, porque esta, como era evidente ya entonces, no puede subsistir sin las instituciones y los contrapesos políticos liberales, entre los que la Corona desempeñaba un papel central.
En resumen, conviene desconfiar de buena parte de la historiografía vigente hasta la fecha sobre estos sucesos, muy difíciles de entender hasta ahora y que el nuevo libro de Roberto Villa ilumina como nunca antes.
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