Uno de los rasgos más característicos del revival totalitario que padecemos es la politización de todo. Uno puede declararse asqueado de la batalla cultural, sentarse a un costado y pretender que no va con él. Pero esa misma tarde al ir a una librería, o por la noche al entrar en Netflix, verá que su neutralidad no le libra de la avalancha.
La fiebre evangelizadora woke llega a todas partes, y la realidad es que ya hay que buscar mucho para encontrar un producto cultural o de entretenimiento que no traiga una idealización de las mujeres o los negros, un escarnio a toda religión que no sea la musulmana o una enmienda al más inocente de nuestros hábitos y la más arraigada de nuestras costumbres.
Por eso son tan de apreciar libros como Nadia y la Securitate, del historiador rumano Stejarel Olaru. Esta admirable investigación histórica vio la luz el mes de marzo en Rumanía, y espero que alguna gran editorial lo traduzca enseguida en España, porque lo tiene todo para triunfar.
Sumergiéndose en los kilómetros de papeles que constituyen los archivos hoy desclasificados de la policía política de la Rumanía comunista, Olaru nos cuenta la cara B de los años de gloria de Nadia, y lo hace sin el sensacionalismo ideológico que ya parece inevitable en toda nueva producción mainstream.
El libro comienza reconstruyendo la noche del 27 de noviembre de 1989, cuando un grupo de policías de frontera húngaros descubren estupefactos que Nadia, la misma Nadia que había admirado al mundo con sus siete dieces en las Olimpiadas del 76 en Montreal, está entre el grupo de fugitivos rumanos que ha llegado con la última hornada de desperados.
En la escena que sigue al paso clandestino de la frontera surge el primer motivo para admirar a Nadia. La gimnasta, que entonces tiene 28 años, recibe garantías de que no será devuelta al infierno neoestalinista de Ceausecu. Pero varios integrantes de su grupo, que horas antes ha cruzado a pie a Hungría bajo la guía de un pastor experto, serán entregados a la policía rumana. Y ahí Nadia dice que no. O nos quedamos todos o también me devuelven a mí. Conscientes del escándalo que supondría echar a la diosa de Montreal a los perros, los húngaros recapacitan, y los compañeros de Nadia pueden continuar su camino a Occidente.
Después de este primer capítulo, el libro de Olaru vuelve la vista atrás, y recrea, a través de las notas informativas que elaboraban los espías, el clima de opresión y privaciones que llevó a la mejor gimnasta de todos los tiempos a huir como una víctima del comunismo cualquiera.
Desde que a los trece años empezara a destacar, y especialmente tras su histórica participación en Montreal con solo 14, el régimen de Ceausescu controló literalmente todas sus conversaciones y todos sus movimientos. Entrenadores, periodistas deportivos, directivos de la federación y hasta el coreógrafo del equipo de gimnasia fueron reclutados por la Securitate para informar de lo que comía, hacía, decía y pensaba esta niña convertida en el arma propagandística más potente de la República Socialista Rumana.
Por un lado, la Securitate pretendía evitar que se quedara en Occidente durante alguna gira. Por otro lado, buscaba evitar que se relajara en sus hábitos y mantener bajo control la explosiva relación de Comaneci con su entrenador, el implacable Bela Karolyi.
Como era costumbre en el bloque soviético, Karolyi golpeaba regularmente a las gimnastas, las insultaba y las humillaba cuando fallaban. Les prohibía comer durante días y las obligaba a competir lesionadas. Y Nadia, que siempre tuvo carácter, se rebelaba. Se escapaba y amenazaba con retirarse, hasta que, a través de su maquinaria coercitiva, el dictador y su esposa la obligaban a volver a la sala: Rumanía necesitaba sus medallas.
El libro está plagado de informaciones –procedentes de las notas de los espías pero cruzadas con otras fuentes– de estos malos tratos. Nadia es mujer, era muy joven cuando pasó por ello y el responsable fue un varón blanco en lo que en la neolengua llamarían una posición de poder. Olaru, por tanto, podría muy fácilmente haberse marcado un Millás, y crucificar en el libro a Karolyi como nuestro escritor crucificó a aquel Ismael Álvarez que fue novio de una Nevenka.
Y, sin embargo, no lo hace. Para que luego digan que todos los hombres son iguales. Olaru no cae en ningún momento en la tentación melodramática de esta época de juicios políticos sumarísimos y lamentos. Su crónica de los hechos es rigurosa y ponderada, a la vez que justa con sus protagonistas sin dejar de ser humana. Por poner un ejemplo: a Karolyi no se le niega su mérito en el éxito de Nadia, porque es muy probable que sin el bruto de Karolyi no estuviéramos hablando hoy de Nadia.
Aún más destacable es la actitud de ella. Nadia Comaneci vive en el Estados Unidos del me too, y tiene sobrados motivos para reprocharle cosas a Karolyi, que además ha sido acusado de encubrir abusos sexuales y sería una víctima perfecta para la turba con perspectiva género. Y, pese a ello, Nadia Comaneci nunca ha atacado en público al entrenador que la llevó a la gloria. Ni siquiera ha renegado de él.
Días antes de escribir este artículo hablé con Stejarel Olaru en Bucarest. Me dijo que había hablado con Nadia para el libro. Nadia le dijo que no quería hacer comentarios, que lo que había ocurrido era parte de su vida y era un capítulo cerrado. Nadia no solo ha rechazado erigirse en fiscal víctima. También ayudó a Olaru a determinar qué era verdad y qué era mentira en las notas que firmaron sus espías para que Karolyi, y otros que la espiaron, tuviera un juicio justo en el libro.
Por todas estas cosas, Stejarel Olaru y Nadia Comaneci merecen todo mi respeto.