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Santiago Navajas

Arendt y Heidegger

'Arendt y Heidegger. El destino de lo político' es de sumo interés para los profesionales de la filosofía, el público interesado en la política con mayúscula y, muy en especial, los liberales.

Paidós

Arendt y Heidegger. El destino de lo político, de Dana Villa, profesor en la Universidad de Notre Dame (Indiana), es de sumo interés para los profesionales de la filosofía, el público interesado en la política con mayúscula y, muy en especial, los liberales. Sus protagonistas son tres, ninguno especialmente liberal: Hannah Arendt es el centro gravitatorio alrededor del cual Villa analiza también a Aristóteles y a Heidegger. Pero conceptualmente lo más relevante es cómo a través de Arendt se trata de reivindicar la dimensión política de la praxis, el reino de la pluralidad y la espontaneidad, frente al intento de ser dominada por la tecnocracia, el ámbito de la planificación y el autoritarismo. En palabras de Arendt, hay que distinguir el actuar –lo específico de lo político y de su correlato: la libertad– del hacer –la marca de la técnica y su resultado: la producción orientada a fines–.

Esta distinción entre actuar y hacer es crucial para el liberalismo porque esta corriente política se sale de la norma hegemónica en la tradición occidental, desde Platón y Aristóteles, consistente en establecer un marco teórico que anula la política propiamente dicha para imponer un modelo hiperracionalista orientado a metas que no admiten disensión. Es decir, el paradigma platónico-aristotélico de la planificación técnica y el autoritarismo jerárquico que han sido los tradicionales adversarios de liberalismo.

En la primera parte, La teoría de la acción política de Arendt, Villa se sumerge en las principales influencias de Arendt, Aristóteles y Kant, aunque a ambos filósofos la filósofa alemana les imprime un sello muy personal, impugnado lo que en ellos rechaza la heteronomía, la otredad y la diferencia en el ámbito político. En la segunda parte, Arendt y Heidegger, Villa se introduce en la relación personal y filosófica más peligrosa y fascinante del siglo XX, la que desarrollaron el filósofo nazi y su alumna, más tarde discípula, luego amante y finalmente amiga (la única que se mantuvo a su lado tras la derrota del nazismo y la negativa de Heidegger a reconsiderar su adhesión a Hitler). Por último, en la tercera parte, La crítica de la política filosófica de Heidegger, se plantea el enfrentamiento filosófico entre ambos gigantes del pensamiento y se plantea que, en realidad, Arendt fue más allá de Heidegger, ¡y Nietzsche!, en la deconstrucción de la metafísica occidental, aunque con resultados mucho menos traumáticos y desesperanzadores.

Arendt no es liberal en el sentido que establece Villa (p. 28):

La teoría de Arendt no identifica la libertad con la elección del estilo de vida por parte de un individuo, sino con la "actuación conjunta" en aras de la comunidad.

Sin embargo, también es cierto que, de las corrientes políticas actuales (p. 134),

el liberalismo, con su afirmación del pluralismo y sus recelos hacia el sentimiento grupal, está más enraizado en el suelo de la política que algunos de sus competidores contemporáneos.

Por su énfasis en la pluralidad, la espontaneidad y el disenso como las piedras de toque de la política sin servidumbre a la metafísica o la estética, Arendt es muy relevante para los liberales. Veámoslo.

La distinción entre el actuar arendtiano y el hacer platónico-aristotélico es lo que distingue al Estado liberal del Estado socialista, por una parte, y también al primero respecto al no-Estado de los anarcocapitalistas. La reivindicación de la praxis y la política en Arendt coincide con la defensa de los liberales, de Locke y Kant a Rawls y Hayek, de un espacio para la política no sólo independiente de la economía sino por encima de esta.

Por esa razón, el liberalismo aparece como el enemigo tanto para conservadores como para progresistas. Cuando Hayek dedicaba Camino de servidumbre a "los socialistas de todos los partidos" se estaba refiriendo a lo que Arendt denomina paradigma teleocrático, en el que se tratan de establecer unos fines vinculados a una concepción del bien que se ha de imponer a todos. Un paradigma que domina toda la política tradicional transversalmente al eje derecha-izquierda.

Usualmente se suele decir que el liberalismo no es de izquierda ni de derecha. Lo que es cierto si se entiende que el liberalismo es revolucionario y subversivo, en el sentido filosófico, porque se opone a la antipolítica que introdujeron Platón y Aristóteles. Por tanto, el liberalismo supone resucitar a la verdadera política. Cuando Keynes le decía a Hayek que estaba por completo de acuerdo con él respecto al contenido moral de Camino de servidumbre, le planteaba que el problema residía en dónde trazar la línea de la intervención del Estado. Pero la cuestión real, tal y como la plantea Arendt, no reside tanto en dónde trazar la línea sino en cómo trazarla. Keynes precisamente fue un liberal que cayó en el modelo consistente en forjar un pueblo conforme a un único ideal. Hayek, por el contrario, plantea un modelo que reivindica la praxis política consistente en oponerse a la concepción tradicional de la filosofía que, desde un exilio epistemológico, pretende garantizar un conocimiento absoluto para implantar una dictadura de los sabios que realicen un hacer, una planificación social y económica, que anule cualquier tipo de acción, es decir, de libertad individual y espontaneidad social.

La clave hermenéutica que discutían Hayek y Keynes no tenía que ver con el Estado en sí sino con el tipo de filosofía política que se mantuviera. Keynes cayó en la concepción platónico-aristotélica que elimina la acción humana, caracterizada por la libertad individual y la espontaneidad social, para implantar un hacer productivo desde una razón que establece unos fines que se han de cumplir colectivamente y una voluntad que los impone de manera coactiva.

Aristóteles fue fundamental a la hora de apuntalar el modelo platónico desde el momento en que subordina la praxis a la poiesis, de modo que reconfigura la acción transformándola en hacer a través de la producción. De este modo, se elimina la pluralidad, la expresión política de la finitud humana y de su creatividad infinita. Heidegger, en el otro extremo, es clave a la hora de deconstruir todo el entramado platónico-aristotélico. El problema de Heidegger es que, como los anarcocapitalistas, al rechazar el modelo político hegemónico en Occidente cae en un apoliticismo que le hace sumergirse en el nihilismo contemplativo o el infantilismo del laissez faire, sin rastro de acción política propiamente dicha.

Arendt y el liberalismo, por el contrario, se convierten en modelos políticos que luchan contra la antipolítica de Platón. En lugar de fijar un ideal según el cual hay forjar un Estado y una comunidad, como si el gobernante fuese una especie de artista (y a la vez este un simulacro de Dios), el liberal arendtiano lo es en cuanto no establece una meta que obligue a seguir unos principios cerrados, sino que orienta la acción política según el modelo del debate, la discusión, el disenso y lo agonístico. De dicho disenso, de dicha agonía política, de dichas discusiones surgen la pluralidad, la diferencia y la alienación. Precisamente es la alienación, la capacidad de convertirse en otro, lo que lejos de ser un defecto y una negatividad constituye la esencia mutable del ser humano. El hecho de que podamos cambiar de estructura mental y de contenido en los afectos es lo que nos hace ser una especie en la que la existencia y la esencia están en permanente tensión creativa. El problema no es tanto la alienación como que dicha extrañeza respecto de sí mismo se realice no motu proprio sino obligado por un poder autoritario más allá de las legítimas influencias, los mecanismos del deseo y la necesidad, desencadenados por la publicidad y la retórica, la seducción del erotismo y la dinámica política.

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