Mear sangre se publicó en 1976. Convertida en pieza de culto, aquella primera edición alcanza hoy precios desorbitados. Cuarenta y cinco años después, la editorial Autsaider ha devuelto al mercado, de un modo accesible, la cruda narración que Dum Dum Pacheco hizo de su turbulenta vida cuando todavía se hallaba en activo como boxeador. Mear sangre transita por muchos de los ambientes marginales del franquismo, los de la periferia de las ciudades, a las que llegó un aluvión de gentes que dejaban atrás el campo para buscar fortuna en núcleos industrializados. A las chabolas construidas en una noche llegaba el fulgor de las luces que iluminaban sonoros nombres evocadores de aquel mundo al que se accedía en los cines de sesión continua. En aquellos arrabales creció y se curtió José Luis Pacheco, orgulloso aprendiz de mil oficios –fotograbador, churrero, tornero, albañil…–, que acudía a bailar a La Pajarita los fines de semana. Allí fue donde el adolescente, deslumbrado por las motos y la ropa que vestían otros chicos, comenzó su carrera delictiva como tironero. Un corto periodo de tiempo que le condujo a la prisión de Carabanchel a la edad de dieciséis años. Pacheco narra de este modo sus primeras impresiones en la cárcel:
Al principio no hubo problemas, pero me di cuenta de que había mucho afeminado, y también algo así como matrimonios. La última planta de la quinta galería está dedicada a los maricones, que eran perfectas mujeres puteando con el que se ponía delante. Cuando pasaba por el túnel al ir a por la cena veía a muchos enganchados en los rincones. Había verdaderos amores entre ellos. Me río yo de los que hay en la calle entre un hombre y una mujer comparados con estos. Sin darme cuenta llegaron las primeras dificultades. Andaba paseando en el cuarto piso de la tercera galería y uno de los presos más conocidos me dio un manotazo en el culo al mismo tiempo que me decía: "¡Cómo estás de hermoso, chaval!". Sin pensarlo me lancé por él y de un golpe lo metí en la celda.
En esas circunstancias, el boxeo, que Pacheco había practicado antes de su reclusión, apareció como vía de escape, incluso como camino de redención dentro de un mundo de celdas de castigo, chivatos, lecturas del catecismo y cartas familiares. Del ambiente claustrofóbico de Carabanchel, el joven pasó a la cargada atmósfera de los gimnasios y al acotado territorio de las doce cuerdas. Su segundo combate, como si de un guiño a Aldecoa se tratara, lo disputó contra Young Martín. Comenzaba así una carrera meteórica, no exenta de discutibles puntuaciones, interrumpida por un kafkiano regreso a prisión, de la cual salió para volver años después como figura pugilística.
Tosco y fiero dentro del ring, Dum Dum, a quien los recuerdos carcelarios siguieron hurtándole el sueño, conoció tímidamente el sexo en las barras americanas y en la oscuridad de los cines madrileños, antes de tirar la toalla y mear sangre tras un combate en Barcelona al que se presentó después de pasar una noche de desenfreno con Geli, o de obtenerlo a cambio de diez dólares en Bangkok junto a otro mito del boxeo español: Perico Fernández.
Junto al boxeo, el otro pilar vital de Pacheco fue su pertenencia a la Legión, su servicio, así lo confiesa orgulloso Dum Dum en su libro, a la patria. La suma entre disciplina y acción que ofrecía la Legión era el freno ideal a su impulsivo carácter; el chapiri, que tantas veces lució antes de subirse al cuadrilátero, un símbolo de su pertenencia a una gran familia donde no se hacen preguntas sobre el pasado.
Casi medio siglo después de que Mear sangre viera la luz, su lectura, repleta de imágenes carcelarias, nos conduce a la antesala de la cinematográfica delincuencia, cargada de heroína, que llegó para sustituir al Huesos, al Guiri o al chota Carrión, con los que malvivió un Pacheco que, aferrado a su particular trinidad –Franco, Hernán Cortés y Elvis Presley–, se abrió camino a golpes.