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Santiago Navajas

Lerroux, la república liberal

Este de Roberto Villa es un texto fundamental de revisionismo histórico sobre la Segunda República y alrededores guerracivilistas.

Alejandro Lerroux | Cordon Press

Publicado 2019 por FAES, Lerroux, la república liberal, de Roberto Villa, es un texto fundamental de revisionismo histórico sobre la Segunda República y alrededores guerracivilistas. Siendo canónico el relato en clave marxista que sustituyó durante la Transición a la narrativa hegemónica franquista, era necesario agitar las aguas estancadas de la historiografía hispana con una visión sobre la Segunda República que aportase una óptica desde los valores de la democracia liberal. Masacrado tanto por franquistas como por socialistas, Lerroux fue, sin embargo, con sus luces y sus sombras, el político que mejor representó entre 1931 y 1936 los valores, las instituciones y las acciones de lo que entonces y ahora se podría identificar como democracia plena, siguiendo los parámetros dados en el Democracy Index de The Economist.

Lerroux pertenecía a esa Tercera España que durante la Segunda República trató de navegar entre la Escila de una izquierda al borde de un ataque de bolchevismo y la Caribdis de una derecha adicta a los pronunciamientos militares. Entre la pared de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y la espada de Vladímir Ilich Lenin, hay que reconocer que las apuestas estaban más bien en contra de una república que empezó tan desteñida como su bandera.

Lerroux, que conocía a la izquierda ya que en gran parte había contribuido a parirla, trató de llegar a un pacto del diablo con la derecha con el objetivo de centrar el rumbo de un régimen que se había despertado con la quema de iglesias, había atravesado el erial del cierre de periódicos y huelgas revolucionarias y acabaría naufragando en el remolino gigante de la guerra civil. El libro de Villa sitúa adecuadamente a Lerroux en el foco de los radicales, denominación equívoca en nuestros días porque parece dar a entender que eran unos extremistas cuando, en realidad, eran los moderados de la época. Radicales eran Alcalá Zamora, Azaña y el propio Lerroux, pero únicamente en el sentido de pretender alcanzar las raíces de la democracia parlamentaria y constitucional en la que querían se asentase la Segunda República, en lugar de la democracia popular y revolucionaria de la izquierda o la democracia orgánica y jerárquica de la derecha (dictaduras en nombre del proletariado y Dios respectivamente, para entendernos).

Mucho más que Alcalá Zamora y Azaña, tan narcisistas como pagados de sí mismos, Lerroux protagonizó el intento más serio para, a través de la generosidad política y la concordia civil, llegar a implementar un régimen inclusivo en el que no cupiesen la violencia y la intolerancia. El proyecto de Lerroux sería idéntico al de Torcuato Fernández Miranda para la Transición postfranquista, solo que Lerroux no tenía que tratar con Carrillo y Fraga sino con Largo Caballero y Calvo Sotelo, apóstoles de dictaduras justificadas en Karl Marx y Juan Donoso Cortés, respectivamente.

No era Lerroux un santo, obviamente. De origen humilde, Lerroux se labró una brillante carrera política a pesar de sus brechas de formación echando mano de su encanto personal, su impresionante competencia social y su instinto populista, que le llevaba a pactar con el diablo –en su caso, los anarquistas capaces de crímenes políticos– para, eso sí, atraérselos a sus propios posicionamientos: muchos anarquistas terminaron comulgando en sus centros republicano-obreros. Pero también era un hombre de principios. Sus paseos por las Ramblas de Barcelona en plena insurrección nacionalista, llevando un sombrero con los colores rojo y gualda, para protestar contra los ultrajes a la bandera y el himno mostraban a un hombre de valor y a un político sin complejos que defendía la unidad de España y execraba de un autonomismo que bebía del particularismo etnicista y el fermento separatista. De ahí que su partido fuese denominado Partido Republicano Radical. Insistamos, radical no por revolucionario o extremista sino por ser opuesto al tibio centrismo delicuescente que asola al liberalismo español contemporáneo.

Masacrado tanto por franquistas como por socialistas, Lerroux fue, con sus luces y sus sombras, el político que mejor representó entre 1931 y 1936 los valores, las instituciones y las acciones de lo que se podría identificar como ‘democracia plena’.

El programa de Lerroux para la Segunda República era el único que garantizaba su supervivencia, ya que estaba basado tanto en la racionalidad económica como en la concordia civil. Por ejemplo, buscaba reducir las desigualdades sociales pero sin atacar la propiedad privada ni satanizar a los propietarios, por lo que proponía créditos baratos, seguros para los asalariados, indemnizaciones justas, el fomento del cooperativismo, etc. En el orden social, su idea era secularizar el Estado y la sociedad, pero sin atacar a la Iglesia ni castigar al clero. Administrativamente, su plan para la unidad federativa de España no contemplaba en absoluto la contemporización con los nacionalistas ni, mucho menos, la conversión del país en una confederación de reinos de taifas. Con el paso del tiempo, esta propuesta, tan razonable que nos parece igualmente deseable para nuestra España contemporánea, en la que Puigdemont y Otegi encuentran tanta comprensión y admiración entre la izquierda, fue alejándose de un Azaña cada vez más radicalizado, en esta ocasión en el peor sentido de la expresión.

A medida que el radicalismo de Azaña se fue convirtiendo en socialismo, el radicalismo de Lerroux fue transformándose en liberalismo. Como señala Roberto Villa (p. 114),

los principios liberales fueron atemperando su republicanismo (...) El programa republicano era para aplicarlos de forma gradual (...) filtrado por un liberalismo conciliador.

También resulta rabiosamente contemporáneo el espíritu pactista de Lerroux, alejado de los maximalismos revolucionarios de Largo Caballero, los comunistas y los anarquistas. Un pactismo que le hacía amparar a los partidos monárquico-constitucionales para integrarlos en el centro-derecha republicano, y lo hacía enemigo de los que pretendían subordinar "las libertades civiles y el gobierno representativo a la instrumentalización del Estado para servir políticas laicas y colectivistas". En su debe cabe considerar cierta cobardía a la hora de enfrentar algunas polémicas –como la persecución de las órdenes religiosas o el voto femenino, cuando abandonó a su suerte a su correligionaria Clara Campoamor– y superficialidad en cuanto a la interpretación del poder, lo que hizo que no pudiese prever la tormenta perfecta de autoritarismo y violencia que se cernía sobre España, además de dejarse enredar en un asunto menor de corrupción. Aunque, en realidad, pocos tuvieron la lucidez y la profundidad necesarias.

Junto a Melquiades Álvarez, asesinado por la turba socialista en agosto de 1936, y José Castillejo, muerto en el exilio de Londres, vituperado por la izquierda y perseguido por la derecha, Lerroux formó parte del constitucionalismo liberal que vio derrumbarse el proyecto republicano tanto por el enemigo externo reaccionario como el enemigo interno revolucionario. En este sentido, el libro de Roberto Villa resulta crucial para echar una mirada desde el presente a un pasado que todavía nos envenena debido, por un lado, a la memoria histórica enfermiza y los complejos psiquiátrico-paranoicos que afectan a la izquierda, mientras que por el otro lado los fantasmas de la dictadura atenazan a una derecha secretamente nostálgica del orden y seguridad del que disfrutaba. Una mirada la de este historiador respecto a Lerroux que permite resucitar, en clave monárquica, lo que un día fue la extinción de la República liberal.

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