Crónica de un atentado de ETA
En estas páginas el terrorismo etarra se muestra con toda su crudeza y sin el menor asomo de justificación.
Mejor no contarlo, el libro que acaba de publicar María Luisa García-Franco (Larrad Ediciones, Madrid, 2022), es la crónica de un atentado de ETA. Un atentado ficticio –el asesinato de la juez Isabel Robledo, el 7 de noviembre de 2001– que, sin embargo, se presenta como trasunto del que, en esa misma fecha, segó la vida de José María Lidón, magistrado de la Audiencia Provincial de Vizcaya. Porque todo en este libro se inspira en unos acontecimientos reales –bien expresivos del terrorismo etarra– a los que se alude a lo largo de una trama en la que se combinan la descripción del angustioso proceso que experimenta la protagonista desde el momento que se sabe amenazada por la organización terrorista con la de la trayectoria de quien, formado en el terrorismo callejero, acabará siendo su asesino, así como la de los compañeros de éste que operan en suelo francés –entre los que se camufla un topo de la Guardia Civil–.
No desmenuzaré aquí una narración fascinante, pues tiene que ser el lector quien la descubra, pero sí destacaré las que me parecen sus principales virtudes. La primera es que María Luisa García-Franco se aparta radicalmente de esa línea literaria tan exitosa como falaz que explota el sentimentalismo con relación a las víctimas de ETA –y a sus asesinos– para alimentar un discurso melindroso que pone en el centro el perdón gratuito a los terroristas como vía para zanjar definitivamente su trayectoria violenta –no otra cosa es el conflicto vasco–, dejando incólume su expresión política –que, así, puede presentarse como legítimamente democrática–. Me refiero, naturalmente, a libros como el de Aramburu (Patria) o películas como la de Bollaín (Maixabel).
No, el de García-Franco es un libro que se inscribe en otra corriente literaria en la que, con diferentes estilos y técnicas narrativas, el terrorismo etarra se muestra con toda su crudeza y sin el menor asomo de justificación, de manera que los lectores pueden entender y valorar el extraordinario acontecimiento de que, como en un momento determinado reflexiona la protagonista de esta novela, "en el siglo XXI, una banda terrorista amenazara a jueces, a empresarios, a políticos, a profesores, a periodistas y a cualquiera que levantara la voz para criticarlos (…) [y] mucha gente lo aceptaba como algo normal". Una corriente en la que, afortunadamente, se van acumulando títulos, como los de Adolfo García Ortega (Una tumba en el aire, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019), Lorenzo Silva (El mal de Corcira, Destino, Barcelona, 2020), Fernando Benzo (Nunca fuimos héroes, Planeta, 2020) u Óscar Beltrán de Otálora (Tierra de furtivos, Destino, Barcelona, 2022).
García-Franco se aparta radicalmente de esa línea literaria tan exitosa como falaz que explota el sentimentalismo con relación a las víctimas de ETA –y a sus asesinos– para alimentar un discurso melindroso que pone en el centro el perdón gratuito a los terroristas.
Otra virtud de Mejor no contarlo es su estilo narrativo. La de María Luisa García-Franco es la crónica periodística de un acontecimiento en la que se indagan sus orígenes, su contexto y su desarrollo a lo largo de ocho semanas. En ella, las referencias a acciones reales de ETA se desgranan a lo largo de la primera mitad del texto para dejar claro que la angustia de la juez protagonista tiene un fundamento dramático. Son alusiones tras las que un lector que haya seguido la trayectoria última del terrorismo nacionalista adivina inmediatamente a quienes desempeñaron el papel de víctimas. Enumerémoslas: "recordó (…) que los etarras entraron en un edificio donde vivía una periodista para colocar una bomba que estallara en el descansillo" (Carmen Gurruchaga); "se acordó de la polémica que se desató (…) cuando mataron a un parlamentario vasco" (Fernando Buesa); "ETA había matado hacía un año a un juez en Madrid y a una fiscal en Granada" (José Querol y Luis Portero); "la indefensión que sin duda había sentido una víctima de ETA, acorralada entre dos coches por sus asesinos" (José Ramón Recalde); "en el atentado de Vic habían muerto diez personas, cinco de ellas niños" (Juan Salas Píriz, Maudilia Duque Durán, Juan Chincoa Alés, Nuria Ribó Parera, Rosa María Rosas Muñoz, Francisco Cipriano Díaz Sánchez, Vanesa Ruiz Lara, Ana Cristina Porras López, María Pilar Quesada Araque y Ramón Mayo García); "el político (…) había investigado la infiltración de ETA en la Policía Municipal de San Sebastián" (Gregorio Ordóñez); y "estudiemos un plan para asesinar a Laurence Le Vert". Por cierto que, aunque menos, también hay referencias a los etarras: "Reconoció sin ninguna duda la larga melena rizada de la chica que esperaba al hombre que se había acercado a su coche" (igual que Idoia López Riaño); o "cuando vinieron a buscarlo, se derrumbó [y] no pudo controlar las lágrimas" (como pasó con Henri Parot, según me contó a mí el juez Carlos Dívar).
Otro aspecto meritorio en este libro es la recuperación, incluso la reivindicación, del mundo judicial en cuanto sector no sólo amenazado, también victimizado, por ETA. Los jueces en el País Vasco ejercieron su trabajo en un ambiente de deslegitimación al que contribuyó el terrorismo, así como el propio Gobierno vasco, especialmente después del Pacto de Lizarra. Juan Luis Ibarra –que presidió el TSJ del País Vasco– lo explicó magistralmente en una conferencia que pronunció, en el verano de 2001, en un curso de El Escorial que yo dirigí; y ahora se extiende sobre el tema en el epílogo que escribe para el libro de García-Franco. Y las referencias a esto –y a la incuria de la Ertzaintza por lo que concierne a la protección de los jueces– también jalonan el relato: "En la Audiencia, sus compañeros hablaban del tema, pero se volvía tabú en cuanto salían de los edificios judiciales»; «habría desbandada de jueces del País Vasco» (como de hecho ocurrió: "El año pasado hubo cincuenta y seis abandonos"); "saben que me siguen y no parece que estén haciendo nada"; "queremos informarle de que su nombre y la matrícula de un vehículo de su propiedad estaban en la documentación incautada a ETA (…) tiene que tenerlo en cuenta, pero tampoco parece que haya un peligro inminente".
En fin, está claro que María Luisa García-Franco escribe su novela sobre un fundamento documental muy amplio, a lo que sin duda ha contribuido su amplia experiencia como corresponsal primero de Ya y después de ABC en el País Vasco. Creo que su libro es de obligada lectura para quienes busquen un relato fidedigno –aunque sea ficticio– del sufrimiento al que ETA sometió a la sociedad vasca en el curso de su campaña terrorista, acotado, en este caso, a la última etapa de su existencia y al colectivo judicial.
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