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Regino García-Badell

Puig Antich: otro ejemplo de la impostura de Podemos y un documento olvidado

Recuperamos por su interés este artículo publicado en 2017 que recoge la realidad sobre Salvador Puig Antich, reciente mito de la izquierda española.

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Este jueves, 2 de marzo, se han cumplido 43 años de la ejecución en Barcelona con garrote vil de Salvador Puig Antich, un joven anarquista que unos meses antes, en un forcejeo cuando iban a detenerle, había matado a un policía, que también era joven.

Durante muchos años esta fecha pasaba desapercibida por muchas razones, la principal era que Puig y lo que representaba no tenían cabida en los idearios ni en los proyectos de ningún partido político español, ni de izquierdas ni de derechas.

Pero todo cambió el año pasado, porque el 2 de marzo de 2016 coincidió con el debate –fallido– de investidura de Pedro Sánchez, ese debate que habría terminado con Sánchez en La Moncloa, si Pablo Iglesias se hubiera abstenido. Pues bien, ese día, Iglesias lo primero que dijo desde la tribuna del Congreso fue que, en un día como ese 2 de marzo, quería recordar a Salvador Puig Antich en el aniversario de su ejecución por el franquismo. Poquísimos de los diputados presentes en el Congreso, y aún menos ciudadanos, sabrían quién era Puig Antich y qué pasó para que lo ejecutaran.

Por mucho que ahora personajes como este Iglesias quieran falsificar la historia haciendo a Puig un luchador por la libertad, lo que no es cierto en absoluto, y proclamando que los antifranquistas se movilizaron para salvarle de la pena de muerte, lo que también es rigurosamente falso.

La intervención del podemita podría haberse considerado un alegato contra la pena de muerte, felizmente abolida en España desde la Constitución de 1978. Los alegatos contra la pena de muerte siempre serán pocos. En ese sentido, si Iglesias quería citar algunos casos de ejecutados, podría haber mencionado también a Heinz Chez, el incógnito alemán, que, condenado por matar a un guardia civil en un camping de Tarragona, fue agarrotado el mismo día que Puig. O a algunos de los guillotinados en Francia todavía en 1976 y 1977, con Giscard d´Estaing como Presidente de la República. O a los millones que sus correligionarios comunistas han ejecutado –y siguen ejecutando- allá donde han tomado el poder o lo siguen detentando.

Pero donde las medias verdades se convierten en un monumento a la impostura es en la referencia al franquismo y a las circunstancias que rodearon todo ese caso. Claro que el franquismo era dictatorial, tan claro como que la oposición a ese régimen liberticida era muy escasa en número y muy pobre en influencia real en la sociedad. Aparte de que está por ver el carácter democrático de la mayoría de los pocos grupos que activamente se opusieron al franquismo.

Pero la mención de Iglesias sirvió para que los pocos que en 1974 teníamos conciencia política, los pocos que manteníamos una actitud de oposición al régimen y los todavía menos que aún estamos vivos recordáramos aquel episodio, que, como toda ejecución de una pena de muerte, estuvo lleno de dramatismo. Algunos, como Arcadi Espada o Pepe García Domínguez, ya escribieron el año pasado sobre el asunto recordando cómo vivieron ellos mismos los momentos que rodearon aquella ejecución.

Yo también puedo hacerlo porque, además de mis recuerdos de lo que intenté hacer para evitar aquella ejecución, guardo un documento de primera mano, que, por cierto, nunca he visto reproducido en los bastantes libros que se han editado sobre el caso: una fotocopia con las firmas de los únicos que hicieron algo, no porque comulgaran con las ideas del ejecutado, sino porque estaban, sin reservas, contra la pena de muerte.

La historia de Salvador Puig Antich podría ser la historia de algunos de esos pocos que, en tiempos de Franco, tomaban conciencia de la falta de libertad y buscaban, con ansia y hasta con desesperación, la forma de hacer caer su régimen. Dentro de esos pocos, aún eran menos los que optaban por abrazar la ideología anarquista y que, por tanto, ocupaban su precaria actividad antifranquista en la defensa de posiciones libertarias, antiautoritarias, antiestatalistas y antipolíticas. Y, dentro de éstos, aún fueron muchísimos menos (¡gracias a Dios!) los que dieron el paso de imitar a los de ETA y empezaron a dar atracos y a planear acciones terroristas. Unos de esos pocos fueron los que, en Cataluña, crearon el MIL (Movimiento Ibérico de Liberación), en el que se enroló el joven Puig Antich.

Lo que vino después ya se sabe bastante bien: esos del MIL consiguieron algunas armas con las que llevaron a cabo algunos atracos a bancos, en uno de los cuales se comportaron con especial violencia, usando las armas e hiriendo al cajero de la sucursal, al que dejaron ciego. Este atraco hizo que la policía considerara a los del MIL un objetivo prioritario, y el 24 de septiembre de 1973, enterada de que había una cita para Puig, montara un dispositivo para detenerle. Le sorprendieron y en el transcurso del forcejeo de su detención, sacó una pistola, la disparó y mató a un policía de 23 años.

Los antifranquistas, sobre todo los que no militábamos en ningún partido, nos dimos cuenta de que aquél era un asunto que tenía muy mala pinta porque intuimos que nadie iba a movilizarse para evitar lo peor, y lo peor podía ser la ejecución del anarquista.

Conviene tener en cuenta que, hasta aquellas fechas, septiembre de 1973, ETA sólo había asesinado a dos miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (el guardia civil Pardines en junio de 1968 y el comisario de policía Melitón Manzanas en agosto de ese mismo 1968).

Como también hay que saber que, en las ilegales manifestaciones del 1 de mayo de ese 1973, en Madrid, cerca de lo que hoy es el Reina Sofía, un grupo de militantes del PC M-L (Partido Comunista Marxista Leninista, escisión del PCE de Carrillo, de orientación maoísta), constituidos en un grupúsculo que se autodenominaba FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico), tendieron una emboscada a unos policías y, con un punzón, apuñalaron a uno de ellos hasta darle muerte, sin que, por cierto, la policía identificara a los culpables, que han quedado impunes hasta hoy.

Sabíamos que, por esos antecedentes, la policía quería que hubiera castigos ejemplares para los que atentaran contra cualquiera de sus miembros, y Puig había matado a un joven inspector. Así que inmediatamente comprendimos que el caso del anarquista catalán iba a ser una prueba para un régimen que mantenía la jurisdicción militar para los delitos contra las fuerzas armadas y las del orden.

Pronto fuimos conscientes de que Puig Antich iba a tener que enfrentarse a un consejo de guerra, en el que no sería raro que le pidieran pena de muerte, sin el menor apoyo de nadie. Y nos dimos cuenta de esto porque el establishment del antifranquismo (siempre hay establishments en todas partes, incluso en la clandestinidad) decidió que Salvador Puig era un alocado anarquista que había puesto en cuestión la voluntad de la oposición antifranquista de manifestarse en todo momento como pacífica y ajena a pretensiones revolucionarias o insurreccionales. Lo que no estaba lejos de la verdad.

Puede que tuvieran razón los comunistas (los del PCE y también los prochinos del PCML y el FRAP), los escasos socialistas que había entonces y, también, los democristianos, cuando se negaron a, siquiera, firmar alguna carta o manifiesto de petición de clemencia para Puig, que sabíamos que muy pronto tendría que comparecer ante un consejo de guerra. Pero la realidad, la realidad que tienen que conocer todos los que escucharon al neocomunista Iglesias en el Congreso, es que nadie de la oposición al franquismo movió un dedo para salvar la vida de Puig Antich. Por mucho que ahora personajes como este Iglesias quieran falsificar la historia haciendo a Puig un luchador por la libertad, lo que no es cierto en absoluto, y proclamando que los antifranquistas se movilizaron para salvarle de la pena de muerte, lo que también es rigurosamente falso.

Es verdad que, si las cosas estaban difíciles para salvarle en octubre, peor se pusieron cuando, el 20 de diciembre de ese año de 1973, ETA asesinó al presidente del Gobierno, Carrero Blanco, a su conductor y al policía de su escolta. Porque el consejo de guerra para juzgar a Puig estaba convocado para el 8 de enero siguiente, 19 días después del magnicidio.

Pero los que no nos dábamos por rendidos en nuestra pretensión de salvarle de la última pena, recordábamos entonces cómo, tres años antes, en diciembre de 1970, Franco había conmutado seis penas de muerte impuestas a otros tantos etarras, que habían asesinado a Manzanas, esperándole en su domicilio. Y aunque los etarras estaban convictos de ese asesinato, la presión internacional y nacional había forzado a Franco a indultarles. Con cierta ingenuidad pensábamos que Puig había matado a un policía, sí, pero no había ido a matarlo, había sido en un forcejeo, y no había habido ni premeditación ni alevosía. En cierto modo, había sido un accidente fortuito y no un acto de terrorismo premeditado. Y por ahí, pensábamos, se podría encontrar una fórmula para evitar su condena capital o, en todo caso, un posterior indulto.

Pero este razonamiento, que en Madrid algunos hicimos a miembros de la oposición clandestina al franquismo para intentar que se movilizaran, fue en vano. Nadie quiso ayudar a Puig. El PCE dio orden expresa a sus miembros de no mezclarse en este asunto, y esa orden la transmitió también al PCF, que utilizó su enorme influencia entre los intelectuales franceses para impedir que los habituales firmantes de manifiestos antifranquistas se movilizaran, y ni los Sartre ni las Simone de Beauvoir ni ningún intelectual de la esfera progre francesa se tomaron la molestia de levantar su voz para impedir aquella ejecución. Los pocos socialistas que existían en España ni siquiera tuvieron que dar esa orden porque no tenían la menor duda de que aquel anarquista era un elemento perturbador del cambio de régimen que ya se olía en el ambiente y en el que ellos querían tener un papel predominante. Y los democristianos, a lo más que llegaron fue a algunas buenas palabras. Ésa fue mi experiencia directa. No voy a citar nombres de los que no quisieron hacer nada, pero sí el del único que conmigo se mostró dispuesto a hacer algo, Carlos García Valdés, el que luego sería director general de Prisiones con UCD y ahora es ya veterano catedrático de Derecho Penal.

Los exiliados españoles de ideas más o menos ácratas que estaban en París, con Agustín García Calvo a la cabeza, se esforzaron por conseguir algunos firmantes para enviar un escrito al Capitán General de la IV Región Militar (entonces la de Barcelona, de quien dependía el consejo de guerra convocado), y lograron que algunas personalidades firmaran. Un escrito que conservo y al que me refería al principio. Y aquí está la lista de los firmantes. Merece la pena leerla con atención: algunos sacerdotes católicos y pastores protestantes, algunos sabios independientes, algunos liberales británicos, algunas buenas personas, incluso dos princesas carlistas, pero ni uno solo del mundo del comunismo, que obedecieron las órdenes de sus jefes y mentores:

Esta carta que mandaron en diciembre de 1973, antes del asesinato de Carrero, valió para bien poco. A Puig lo condenaron a muerte en enero, y el 2 de marzo lo ejecutaron. Quizás para disimular, el mismo día ejecutaron al ya citado Heinz Chez, y esa ejecución fue la que inspiró a Boadella su obra "La torna", por la que él, a su vez, fue procesado y encarcelado, pero ya con Franco muerto y en los albores de la Constitución.

Recordar a Puig Antich debería haber obligado a Iglesias a recordar cómo sus correligionarios comunistas han tratado siempre a los anarquistas (nadie ha escrito más y más duro contra ellos que Lenin por no mencionar lo que hizo con cualquier vestigio de anarquismo) y cómo trataron al propio Salvador Puig. Por el más elemental sentido de la dignidad, Iglesias, como comunista, nunca debió citar a Puig Antich. Pero ya que lo citó conviene que se sepa cómo lo trataron de verdad los que a veces utilizan su nombre para seguir alanceando el moro muerto del franquismo.

Recordar a Puig hoy debería ir unido, en primer lugar, a recordar al pobre policía al que mató de un disparo, y, por supuesto, a un repudio de la pena de muerte, pero también, y sin reservas, a un repudio de lo que hizo y lo que intentaba hacer desde aquel grupo ya armado. Y de ninguna manera, el hecho de haber sido víctima de la pena de muerte –algo que rechaza la mayoría de los ciudadanos en las democracias–, le hace merecedor de ningún homenaje, sino sólo de la compasión.

Y siempre, en todo momento, reivindicar la verdad como la mejor garantía de la libertad y reconocer siempre en la mentira y la impostura, como la de Iglesias hablando de Puig, la primera muestra del totalitarismo.

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