¿Tiene usted un miedo irracional al islam o a lo que el islam representa? ¿Ha manifestado en alguna ocasión alguna crítica que podría ser ofensiva para los musulmanes? Para responder a esta pregunta, remontémonos un poco en el tiempo.
En mayo de 2007, un grupo de investigadores descubrió, enterrado en los sótanos de la Biblioteca del Congreso de EEUU, un importante documento fechado el 5 de septiembre de 1942. El documento contenía un llamamiento al presidente de los Estados Unidos y al primer Ministro de Gran Bretaña redactado por 789 periodistas y decenas de catedráticos de todo el mundo adscritos al movimiento Paz y Concordia:
Excelentísimos Presidente de los EEUU y Primer Ministro de Gran Bretaña:
Los abajo firmantes, periodistas, catedráticos y destacados pacifistas de varias profesiones, les instamos a usar su poder e influencia para poner fin a la plaga que está destruyendo el tejido moral de nuestras sociedades y debilitando nuestro compromiso con la paz. Nos referimos a la forma de intolerancia conocida como nazifobia. Durante demasiado tiempo, los ciudadanos estadounidenses y británicos hemos permanecido pasivos mientras ciertos medios de comunicación vilipendiaban e insultaban a los alemanes, se burlaban de sus sagrados símbolos y creencias y menospreciaban a sus líderes ideológicos y al Gobierno nazi, democráticamente elegido por ellos.
Estas manifestaciones de intolerancia han avivado las llamas del actual conflicto internacional y han llevado a una prolongación innecesaria de las hostilidades. Los imprudentes periódicos de habla inglesa han llegado incluso a referirse a los alemanes en términos ofensivos, con un lenguaje que aliena a los pueblos de estos países y ofende sus sensibilidades.
Exigimos una acción inmediata para acabar con la nazifobia y fomentar un ambiente de reconciliación. Exigimos que las escuelas americanas y británicas expongan a sus hijos a los principios de la ideología nazi para poner fin a su demonización y para permitirles comprender al Otro. Exigimos el fin de las críticas xenófobas a los nazis en los medios de comunicación. También insistimos en que se retiren las leyes discriminatorias contra los alemanes y que se eliminen las cuotas que impiden la inmigración de ciudadanos del Tercer Reich y del Imperio Japonés a nuestros países.
Es hora de entender al Otro, no de demonizarlo. Demostremos nuestra dignidad moral prohibiendo la publicación de propaganda intolerante. Criminalicemos la quema pública del Mein Kampf y los retratos del Führer. Castiguemos a los que, difundiendo odio, no hacen más que perpetuar un conflicto que está minando las bases de nuestra civilización.
Antes de que se escandalice –con razón–, debo prevenirle de que este documento no existe sino como fantasía de Steven Plaut, economista y profesor en la Universidad de Haifa. Non è vero, ma è ben trovato, porque, hasta la Operación Barbarroja, partidos socialistas y comunistas de todo el mundo se opusieron a que Francia y Gran Bretaña declararan la guerra a la Alemania nazi como respuesta al expansionismo de Hitler.
Bien, dejemos atrás el ejercicio de ciencia ficción histórica de Plaut y demos un salto a nuestros días, en que el Gobierno multicultural del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, contempla la posibilidad de penalizar la islamofobia; en que decenas de observatorios americanos y europeos financiados con dinero público controlan y denuncian la menor forma de transgresión de esta doctrina; en que los medios de comunicación se niegan a llamar "atentado terrorista islamista" a un atentado terrorista islamista por temor a ofender a los musulmanes y en que, de hecho, hasta los propios individuos se censuran al hablar de este tema en sus círculos sociales.
Objetivamente, el islam no puede imponerse a Occidente: ni los países que lo exportan son grandes potencias militares, económicas –sin petróleo, no son más que Tercer Mundo-- o culturales, ni la doctrina aguanta un escrutinio medianamente serio, por no hablar de que no resulta especialmente atractiva ni particularmente compatible con los valores que atesora nuestra civilización.
Así las cosas, teniendo en cuenta que una guerra abierta entre ambos bloques terminaría casi antes de empezar, solo queda un modo de socavar las cimientos de Occidente: un virus que debilite su sistema inmunológico, haciendo que no reconozca al enemigo como tal por más evidente que se muestre y, por supuesto, que no lo ataque y le permita hacerse fuerte dentro de nuestros muros.
Y es aquí donde la progresía acude en su ayuda con la panoplia de fobias que ha introducido en nuestro idioma para que nos avergoncemos de nuestro elemental y reflejo instinto de supervivencia. Un insulto no hubiera funcionado, pero fobia sugiere una condición médica, una forma benigna pero real de trastorno psicológico, como era dudar en la Rusia soviética de las bondades del Partido.
Así, el tipo que ve lo que todos tenemos delante de nuestros ojos y reacciona activando los naturales mecanismos de defensa –crítica, rechazo, prevención– se siente enseguida avergonzado de ellos, convencido de que lo que le parece obvio es producto, en realidad, de su fobia.
El islam no es una imagen, una idea, una entelequia. Mucho menos lo que los infieles deseemos que sea. El islam tiene un libro sagrado que cualquiera puede consultar y, aún más importante, una historia (a la que, por cierto, España no es ajena).
Los peores insultos contra el islam, los que nos valdrían la fama de peligrosos islamófobos y harían que hasta nuestros íntimos nos retirasen el saludo, no son los que inventa la islamofobia, sino las mismas cosas que predican orgullosamente los imanes. No nos atreveríamos a difamar al fundador del islam inventando que se casó en la cincuentena con una niña de seis, y que la desvirgó con nueve. No nos hemos inventado que al apóstata hay que matarle, ni que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre, ni que la hembra debe recibir la mitad de herencia que el varón. No nos hemos inventado que Mahoma, personalmente, cortó en una ocasión las cabezas de unos prisioneros judíos hasta que se le agotó el brazo. Ni nos inventamos las lapidaciones de adúlteras, el ahorcamiento de homosexuales o la pedofilia, tan extendida en la cultura musulmana a imagen y semejanza de la vida del Profeta, que para el islam es el hombre ejemplar.
Incluso el islam más benigno, el que no pone bombas ni degüella infieles, defiende la no diferenciación de política y religión, la inferioridad de la mujer, la poligamia, la mutilación como castigo, la muerte para el apóstata, la penalización de la homosexualidad y otras tantas doctrinas que no solo nos horrorizan legítimamente, sino que deberían ser especialmente odiosas para quienes más alto claman contra la intolerancia.
Tachar a alguien de islamófobo por criticar estas cosas es como llamar abismófobo a quien se niega a saltar de una séptima planta o venenófobo a quien se resiste a ingerir cicuta. No hace falta señalar que la acusación de islamofobia es una coartada perfecta para cometer crímenes sin tener que pagar por ellos. Ningún colectivo en Occidente goza de semejante grado de indulgencia. Lo admitamos o no, islamofobia no es más que un nombre moderno para un antiguo instinto: el de supervivencia.