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José María Marco

Nacionalismo y populismo. El independentismo no nacionalista de Podemos

Podemos hereda la aversión a la forma política de la nación española, una aversión que ha pasado a formar parte de una cierta psicología española.

Podemos hereda la aversión a la forma política de la nación española, una aversión que ha pasado a formar parte de una cierta psicología española.
EFE

Entre los componentes menos citados del populismo está el nacionalismo. En nuestro país se empezó a comprender hace tiempo el nacionalismo como una variante del populismo. (Se tardó demasiado porque el nacionalismo en nuestro país siempre tiene buena prensa). En cambio, no se ha intentado aclarar con la debida precisión cómo y por qué el nacionalismo es uno de los elementos más relevantes del populismo, hasta el punto de que resulta difícil entender este sin la presencia de aquel.

En contra de lo que se suele escuchar en ambientes académicos y políticos, el nacionalismo no es una forma exasperada de patriotismo, como una lealtad hacia el propio país particularmente intensa que suscitaría problemas e inconvenientes de los que una versión más suave de ese mismo nacionalismo quedaría exenta. La realidad es distinta. Es cierto que el patriotismo, es decir la lealtad hacia el propio país y el amor hacia este, se prestan a ser manipulados por el nacionalismo, pero el nacionalismo tiene su objetivo propio y específico, que es la construcción de una comunidad política caracterizada por que todos sus componentes comparten rasgos culturales (antes llamados étnicos o raciales), morales (el antiguo carácter) y virtudes o valores propios, ajenos a cualquier humanismo o universalidad, que el régimen político debe reflejar si no quiere distorsionar o falsificar el pueblo sobre el que se sustenta y que es, en cierto modo, el alma al que ese régimen da cuerpo.

Es la existencia de esta comunidad profunda, mucho más allá de lo meramente político, lo que explica la fácil comunicación entre el líder, el Führer o el caudillo y el pueblo, al que presta su voz y su imagen, es decir su cuerpo. Él es la encarnación, la quintaesencia de esas virtudes en las que todos los miembros de la comunidad nacional nacionalista se ven reflejados sin necesidad de más mediaciones. Ni instituciones, ni cuerpos intermedios ni agentes degenerados y degeneradores (en nuestro caso, lo español): el caudillo es la quintaesencia del pueblo y como tal intuye de forma inmediata sus necesidades, que él expresa como anhelos ideales en metáforas cargadas de poesía y emociones, también de emociones eróticas.

En el revés de esta pulsión épica hay otra no menos exaltada, que es la necesidad de acabar con la nación no nacionalista, la nación política levantada por el liberalismo a partir de las naciones históricas. Algunas de ellas presentan sus propias pulsiones nacionalistas, como lo son las más recientes o aquellas que han sido creadas a partir de la voluntad política (Francia, Alemania e Italia, por ejemplo); otras, como España, son ajenas a esas pulsiones. Sea lo que sea, la nación nacionalista se pone como obligación primera demoler la nación liberal (e histórica). La nación nacionalista es incompatible con el obligado pluralismo político (o diversidad, en términos culturales), que forma parte de esta, sin remedio. La nación liberal es, de hecho, una traición a la auténtica nación nacionalista eterna, intrahistórica, única, aquella en la el pueblo, que es lo único auténtico, se ha emancipado de ese peso muerto que son las convenciones, las instituciones, los cuerpos intermedios, siempre corruptos. La verdad es clara y evidente por sí misma, el pueblo la engendra, el caudillo la saca a la luz y la enuncia.

Esa es la patria de los nacionalistas, aquella que evocan compulsivamente, la que legitima su crítica a los sistemas de representación política ("No nos representan", como es bien sabido) y la que hace posible o evidente –mejor dicho– la aspiración a una fórmula que anule la distancia entre el pueblo y la decisión política: plebiscitos, referéndums, consultas… eso es lo que le gusta al caudillo populista, porque ahí es donde el pueblo se expresa en toda su pureza mítica.

Y esa misma es la patria que aspira a construir el populismo, la patria que, en nuestro país, han invocado los podemitas sin que nadie sepa muy bien a qué atenerse al respecto. Al hablar de "patria", estos populistas –neocomunistas, por otra parte– expresan su nostalgia de ese territorio utópico, ese espacio mítico y poético donde se realizará por fin la comunidad política con la que sueñan. Se expresa así un problema específicamente español y propio de los populismos españoles, que se enfrentan a un asunto al que otros populismos, aunque sean de la misma índole neocomunista que ellos, no conocen.

Efectivamente, el nacionalismo español al que naturalmente acuden los populistas españoles de Podemos y afines es heredero del regeneracionismo de hace un siglo, que ese es el nombre del nacionalismo en nuestro país. Este nacionalismo no tuvo éxito, al menos en los primeros treinta años del siglo pasado, a la hora de construir un régimen político a la medida de ese ideal pueblo español soñado por los regeneracionistas, claro está, pero también, y con mucha mayor elocuencia –el nacionalismo es antes que nada un asunto literario–, los noventayochistas, los institucionistas y, en general, toda la tropa de nacionalistas que entonces, como en casi todos los países occidentales, consiguieron auparse a la primera fila ideológica, cultural y estética. Este fracaso no impidió el éxito en otro aspecto, que fue la demolición sistemática de la nación liberal española. Desde entonces, de hecho, la nación liberal no ha levantado la cabeza. Incluso el proyecto democrático liberal español, la Monarquía parlamentaria consagrada por la Constitución de 1978, la deja de lado (y estuvo a punto de ser olvidada en el texto constitucional).

Así que Podemos hereda la aversión a la forma política de la nación española, una aversión que ha pasado a formar parte de una cierta psicología española. Hay una alergia invencible, algo que impide la expresión de la lealtad hacia lo español entendido en su formulación política, también cultural y sobre todo estética, y que está mucho más allá de cualquier racionalización. La aversión encuentra su justificación en la manipulación a la que un régimen nacionalista como lo fue la dictadura de Franco en sus primeros veinte años de existencia sometió los símbolos y la idea de nación. Se suele poner el acento en este hecho, pero la verdad es que el régimen de Franco se acabó hace cuarenta años, y el nacionalismo franquista hace 60, y la aversión hacia la nación liberal española continúa, cultivada como lo ha sido a lo largo de todos estos años. Viene de más lejos.

Se explica así el doble movimiento que llevan a cabo los podemitas en este terreno. Por un lado, heredan y continúan el legado nacionalista o regeneracionista de aversión a la nación liberal española. Esto contribuye a explicar su éxito: los podemitas conectan fácilmente con una opinión pública educada en esa misma aversión, intensificada por la crisis económica, cuando volvieron los motivos regeneracionistas. También explica su fracaso, porque no se puede construir un populismo verdaderamente mayoritario sin pueblo, en este caso el pueblo español. El populismo sin nacionalismo siempre se quedará a medias, y el nacionalismo español sólo se puede expresar en su forma reprimida.

Por otro lado, la nostalgia de la patria reprimida se expresa en simpatía irremediable hacia los diversos nacionalismos no españoles. Porque ellos sí que pueden exaltar el pueblo, aunque sea el pueblo vasco, o el catalán o el gallego, y expresan por tanto abiertamente ideas, actitudes y predisposiciones sentimentales que los podemitas no pueden formular pero con las que se sienten íntimamente identificados. También porque, como el nacionalismo español, estos nacionalismos tienen por objetivo primero acabar con la nación española. Los nacionalismos latinoamericanos, que funden el proyecto revolucionario y a veces (neo)comunista, como es el caso del chavismo, con el recelo hacia España, son un auténtico modelo, admirado hasta la adoración y las lágrimas, como antes se adoraba esa nueva patria que era la Unión Soviética.

Se entiende así ese fenómeno tan propiamente español, y tan difícil de entender (todo lo es en este asunto), como es esa simpatía hacia el independentismo… sin una explícita formulación nacionalista. Los podemitas, afines y seguidores no comulgan con el nacionalismo vasco, ni con el catalán ni con el gallego, pero se identifican con ellos porque, desde unas posiciones heredadas del nacionalismo español, buscan lo mismo. Se simpatiza y, llegado el caso, se abraza el nacionalismo para alcanzar una nueva formulación de España que acabe por fin con un régimen constitucional que no hace más que falsificar, pervertir y traicionar la naturaleza auténtica de lo español, que ahora consiste en su "diversidad" y en su "plurinacionalidad" o, dicho en términos más precisos, su "plurinacionalismo". Es lógico, en realidad. Vamos a ser una nación de naciones nacionalistas, siendo la nación aquello que une a todos… en negativo.

Cuando se oye hablar de "nacionalistas españoles", conviene tener claro de qué y de quiénes se está hablando.

José María Marco es autor de Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles, 1898-2015. Planeta, 2015.

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