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Mario Silar

La barbarie de los atentados, la barbarie de algunas ideas y las sociedades libres

Parece estar incoándose una vocación de descomposición autodestructiva que puede disparar los odios más viscerales.

Barcelona | EFE

"En la edad en la que uno florece fueron tierra labrada
para que germinara cualquier fruto.
Y eligieron la peor semilla" (GC).

Llevo largo tiempo viviendo en Navarra, España. Aprendí a amar esta tierra y sus habitantes. Uno de mis hijos se llama Santiago. Se puede intuir por qué. El pasado jueves 17 de agosto, hacia las cinco de la tarde, un terrorista de origen marroquí condujo una camioneta que se introdujo en una zona peatonal muy turística, el paseo de Las Ramblas (Barcelona), atropellando masivamente a las personas que paseaban por allí, en un recorrido de casi 600 metros, antes de detenerse por un fallo en el sistema eléctrico del vehículo. Horas después de este ataque se produjo otro atentado en la localidad costera catalana de Cambrils, a unos 120 kilómetros de la Ciudad Condal. La célula terrorista estaba integrada por doce miembros. Algunos de ellos encontraron su muerte enfrentándose a las fuerzas policiales al grito "Alahu akbar!" ("¡Alá es el más grande!").

Causa gran dolor el sufrimiento de las víctimas inocentes, hasta la fecha son 16 fallecidos y 129 heridos, de 35 nacionalidades distintas y de todas las edades. Hay víctimas del norte y del sur del planeta, de oriente y de occidente. Pienso en las familias y amigos de todos ellos. ¡Cuánto sufrimiento! Y todo ello fruto de la barbarie irracional de la violencia terrorista.

Pasados poco más de diez días, las noticias no dejan de causar perplejidad. A los presuntos errores de advertencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad, principalmente de Catalunya –a cargo de los operativos y de la investigación– y también del estado español, se suma la casi certeza de que el atentado perpetrado fue simplemente un plan b. En efecto, los terroristas se vieron obligados a ejecutar un cambio de planes luego de que la casa ocupada, en la que llevaban acumulando y preparando materiales explosivos durante meses, estallara por los aires, quitando la vida a tres de los terroristas, uno de ellos el imán instigador de todo el macabro plan. Las investigaciones realizadas revelan que los planes originales contemplaban el ataque a puntos sensibles y emblemáticos de Barcelona, se estima que la Sagrada Familia era uno de los objetivos inicialmente previstos.

Dolor y perplejidad

Las reacciones y algunas de las manifestaciones de la opinión pública han despertado algo de esa congoja que Unamuno condensó en su "me duele España". Aunque en la actualidad probablemente el viejo profesor bilbaíno (salmantino por adopción) sería censurado por haber utilizado un término tan desafortunado; como dijera un presidente de gobierno hace más de diez años –en una sentencia que se hizo célebre–, "la nación [española] es un concepto discutido y discutible". Al mismo tiempo, no dejo de tener cierta sensación de extrañeza ante lo que me rodea, como si fuera una especie de observador no del todo participante, una especie de Tocqueville con residencia permanente. Sin embargo, más que centrarme en la crónica de este terrible suceso, lo que deseo ofrecer son algunas consideraciones a la luz de esas reacciones expresadas por diversos actores políticos, medios de prensa, redes sociales y parte de la opinión pública. En efecto, a medida que se va conociendo mejor el perfil sociológico de los integrantes de la célula terrorista que perpetró los dos atentados, la perplejidad y el desconcierto siguen aumentando.

Dicho en pocas palabras: el perfil sociocultural de los jóvenes que cometieron estos atentados rompe con todos los esquemas que el pensamiento único quiere imponer sobre el origen que permite explicar (¿incluso justificar para algunos?) el bestial sinsentido que constituye la violencia terrorista. La información disponible indica que se trata de jóvenes –algunos menores de edad, incluso– que estaban sólidamente integrados en su contexto social; tenían estudios completos y un buen desempeño académico. Todos tenían trabajo –a uno de ellos le esperaba un empleo con contrato indefinido en septiembre, y otro tenía un salario de unos 2.000 euros al mes y vivía en una vivienda de protección oficial–; y, a tenor de lo que se pudo ver en sus redes sociales, solían viajar, disfrutaban del deporte, y de los pasatiempos propios de la adolescencia. Algunos tenían vehículo propio –uno incluso tuvo tres coches, un BMW entre ellos–. Todo esto coincide con los estudios recientes que revelan que en España casi el 50% de los terroristas islamistas es de origen autóctono, ciudadanos españoles –nacidos principalmente en Ceuta y Melilla– integrados en su entorno. El porcentaje restante está compuesto principalmente por ciudadanos de origen marroquí que llevan largo tiempo viviendo en España. La síntesis de todo esto se encuentra en las palabras de Raquel Rull, una educadora social de Ripoll –la ciudad donde vivían los terroristas– que tuvo mucho contacto con estas personas durante su niñez y adolescencia: "Estos chicos eran niños como todos. Como mis hijos, eran niños de Ripoll". Se trata de personas que en su niñez no sufrieron la violencia de la guerra, no vieron las bombas caer sobre sus cabezas, no tuvieron que huir de un barrio arrasado por causa de los conflictos bélicos ni padecieron el flagelo de la pobreza, el drama del hambre o el desarraigo.

Otros testimonios de amigos, vecinos y conocidos no solo confirman las palabras de la educadora social, sino que causan incluso mayor perplejidad, si cabe. Se sabe que los terroristas tenían hermanas trabajando en pizzerías y restaurantes, padres con trabajo y una red social bastante funcional. Otros testimonios dan cuenta de que uno de ellos había vendido su bicicleta pocos días antes del atentado, y que otro había decidido regalar sus botines de fútbol. Algunas entrevistas a compañeros de los terroristas fueron hechas en tiendas de kebab; al hilo de las preguntas, los entrevistados bebían cerveza y se liaban algún que otro porro. Unos amigos recordaban que uno de los terroristas había dado una paliza a otro de ellos cuando iban a la escuela secundaria.

Un vecino de Ripoll, Manel López, se había mudado recientemente –junto con su pareja y su hija de cuatro años– a un portal al lado de donde se reunían los jóvenes con el imán, quien habría sido el artífice intelectual e instigador de la masacre. De hecho, a Manel le separaba solo una pared 30 centímetros de quienes perpetraron los atentados. Podía incluso escucharles, aunque, como hablaban en árabe, no podía entender el contenido de aquellas charlas. En la entrevista afirma: "No podíamos pensar que se reunían para tramar algo. Creía que eran personas normales, que se juntaban para fumar algún porro o jugar a la Play". Nunca antes una célula terrorista yihadista había resultado tan cercana y familiar. Algunos amigos notaron algún cambio de comportamiento reciente, producido hace pocos meses; habían dejado de salir por las noches, y quienes lo hacían dejaron de beber y de fumar.

¿Qué es lo que hemos estado haciendo mal?, es la pregunta silenciosa que flota en el aire. La educadora social citada más arriba tal vez acierta en la diana cuando, algo enigmáticamente, afirma, en una especie de proclama para la convivencia pacífica: "Ni dioses, ni banderas, ni religión". La integración social parece haber sido efectiva en darles un trabajo pero no una vocación, les dio la posibilidad de acceso a bienes pero no la orientación para incardinarlos bajo un prisma vital más sustantivo. Se les proveyó de canales para la diversión pero parece que no se logró introducirlos en la alegría. Muchos sienten que quienes han cometido estos asesinatos eran de los nuestros. ¿Qué es lo que ha sucedido para que, a pesar de tanto empeño por formar una sociedad sin dioses, banderas ni religión, se terminen formando ciudadanos con trayectorias vitales que encuentran sentido en las expresiones patológicas de la divinidad, las banderas y la religión? ¿Qué les lleva a encontrar allí el punto de apoyo para intentar destruir, destruyéndose, todo lo que representa la sociedad que les dio cobijo y su temprana identidad? ¿En qué momento los comportamientos algo anómalos pasaron a resultarnos normales y los comportamientos normales, algo anómalo?

Ideas barbáricas

Toda esta perplejidad ofrece una arista positiva. En efecto, a las personas no suele gustarles la incertidumbre y algunos, tal vez por una honestidad inconsciente, se ven impelidos a llevar las convicciones a sus últimas consecuencias. El intento desesperado por reducir la incertidumbre y resolver la perplejidad les impulsa a confesar lo inconfesable. Casi sin quererlo, ponen así negro sobre blanco. En algunos casos ello implica introducirse en otro tipo de barbarie: la barbarie de las ideas que diluyen las diferencias entre la inocencia y la culpa, entre la víctima y el verdugo.

Estas sociedades libres, materialistas, que aman la buena vida y que no se preocupan por el cinturón de muerte que rodea a las sociedades opulentas son, para algunos, la causa –"indirecta", dicen, como para revestir con un barniz de mesura la crueldad de esta idea– de que existan terroristas yihadistas. Decir que los únicos culpables de los atentados son los terroristas es para ellos afirmar algo vacío, retardatario, implica en el fondo ser funcional al sistema.

Lamentablemente, a pesar del poco tiempo que ha transcurrido desde el terrible acto de violencia asesina, algunos actores políticos no han dudado en utilizar lo sucedido para avanzar su agenda ideológica, poniendo de manifiesto este otro tipo de barbarie que quiero señalar. ¿Qué es lo que se repite insistentemente, una y otra vez, en la mayoría de los medios de comunicación y es defendido más o menos explícitamente por todo el arco ideológico progresista? Se afirma que estos atentados casi nos resultan merecidos. Se trataría de "la respuesta violenta a una violencia anterior". ¿A qué violencia se refieren? Se mencionan Irak (siempre Irak, en España), los bombardeos en Siria, la violencia en la franja de Gaza…; también se señala la venta de armas de España al gobierno saudí y las buenas relaciones entre la corona española y las monarquías de la península arábiga. En última instancia, la violencia del sistema... "No se trata de justificar", dicen con gesto ampuloso, sino de "comprender" y ver el tema "en toda su amplitud". Otros aportan incluso una impostada mueca compasiva y señalan: "No se deben olvidar las otras víctimas, los muertos en el atentado X en África, o los fallecidos por causa de la inundación Y en Asia... ¿Qué pasa, acaso las muertes duelen más cuando quienes mueren son occidentales?". Pasan por alto la lista de países que han tenido víctimas en los atentados. Un auténtico elogio de la impostura...

¿Qué estamos haciendo mal, entonces? La respuesta fácil: el sistema. Estas sociedades libres, materialistas, que aman la buena vida y que no se preocupan por el cinturón de muerte que rodea a las sociedades opulentas son, para algunos, la causa –"indirecta", dicen, como para revestir con un barniz de mesura la crueldad de esta idea– de que existan terroristas yihadistas. Decir que los únicos culpables de los atentados son los terroristas es para ellos afirmar algo vacío, retardatario, implica en el fondo ser funcional al sistema; propio en última instancia de fascistas. Todo esto puede sonar incluso bonito como explicación, para algunos…; si hasta parece que nos permite resolver la perplejidad dándole un aura de análisis global al asunto. Lo cierto es que es perverso. Muy perverso.

En efecto, creo que cubrir lo sucedido bajo un manto de impostada actitud comprensiva, aplicado sobre la brutalidad explícita del ataque perpetrado, diciendo de modo amable que "hay una violencia mucho más cruel, que nos rodea aunque no la queramos reconocer" es moralmente vituperable e intelectualmente execrable. Encima vienen a ser ellos, estos profetas pacíficos –del tipo que no mataría ni una mosca–, quienes están llamados a sacarnos la venda de los ojos y explicarnos los males del mundo. Y se quedan tan tranquilos, igualando a la víctima con el victimario. España, y la zona en la que vivo particularmente, tiene larga experiencia en este juego macabro de circunloquios.

"Las guerras de palabras pueden destruir civilizaciones" (Ostrom)

¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿En qué momento las ideologías políticas en democracia han adquirido formas tan siniestras como para ser capaces de generar tanta ceguera y albergar tanta sinrazón? ¿Cómo pueden personas aparentemente civilizadas, pacíficas y cultas afirmar algo tan deleznable (y potencialmente disparador de la violencia) como que la posibilidad de utilizar 150 kilos de explosivos contra civiles inocentes que se encuentran en un sitio religioso y turístico, como la Sagrada Familia, por ejemplo, puede ser la consecuencia violenta de una violencia mucho mayor y anterior, la que ejercería el sistema de economías medianamente libres y de gobiernos democráticos occidentales? ¿Cuánto odio bajo apariencia de paz y civismo pueden soportar las palabras?

Pocas cosas son peores que un mal diagnóstico a la hora de intentar la solución de un problema. Aunque, pensándolo bien, tal vez haya algo peor: ser capaces de reconocer cuál es el diagnóstico correcto y rechazarlo por no ser funcional a la agenda ideológica que se quiere hacer avanzar.

No importa que la ideología no encaje con la realidad. Algunos ahora guardan silencio. Tal vez queda algún mínimo de decoro (¿anhelo que sea decencia?) por el que callan en público lo que no tuvieron miedo de proclamar a los cuatro vientos cuando los atentados se produjeron a más kilómetros de distancia, en París, Bruselas y Niza. Ahí están las hemerotecas, donde encontramos que los alcaldes de Valencia y Zaragoza afirmaron que los atentados de Bruselas fueron fruto de "la violencia que hemos sembrado en Irak". También las declaraciones iniciales de la cuenta oficial del grupo político Podemos en el barrio madrileño de Vallecas, cuando con motivo del atentado en Niza publicó que se trataba de "un accidente de tráfico instrumentalizado como ataque terrorista para difundir miedo". Podría seguir con la lista.

En cuanto a los atentados de Barcelona y Cambrils, tal vez el acto deleznablemente más honesto lo haya llevado cabo el grupo político catalán "independentista, socialista, ecológicamente sostenible, desligado de las formas de dominación heteropatriarcal, y que aspira a sustituir el modelo socioeconómico capitalista". Me refiero a la CUP-Capgirem. El comunicado oficial del grupo municipal, el mismo día del primer ataque, afirmaba lo siguiente:

Ante la situación de terror vivida hoy en nuestras calles, desde la CUP CAPGIREM Barcelona manifestamos nuestro apoyo y solidaridad con las viandantes que han sido víctimas del atentado y nuestro rechazo frontal a todas las formas de terrorismo fascista fruto de las lógicas internacionales del capitalismo.

Rechazamos, también frontalmente, todas las interpretaciones y actuaciones racistas y clasistas que estos hechos desencadenarán con el objetivo de profundizar los procesos de represión y militarización de la sociedad. Llamamos a la unidad popular, a la solidaridad y a la reflexión colectiva en clave antifascista, anticapitalista e internacionalista.

La CUP expresa sin medias tintas lo que muchos piensan, aunque no encuentran un modo más amigable de expresarlo: el terrorismo islamista (descripción que se intenta evitar en los medios de comunicación españoles) como tal no es una entidad a tener en cuenta. Lo que existe son distintas formas de "terrorismo fascista fruto de las lógicas internacionales del capitalismo". La clave es ser capaces de ver todo esto desde una "reflexión colectiva en clave antifascista, anticapitalista e internacionalista". O sea, el actual sistema tiene lógicas tan violentas y crueles que hay personas –las famosas víctimas del sistema– que salen a matar porque no encuentran otra salida.

Más arriba decía que toda esta descripción de la situación, que no debe ser interpretada a la ligera –aunque parezca dantesca y ridícula–, es perversa. Muy perversa. Veamos por qué. En efecto, si es "el sistema" el principal ente de violencia, disparador de toda otra violencia, que siempre será meramente reactiva; en la medida en que un ciudadano no se comprometa con sangre, sudor y lágrimas con la destrucción de este sistema, ¿en qué medida podrá sentirse inocente de los episodios de violencia criminal que pueda llegar a padecer? Dicho de modo más directo: si tú nunca has hecho nada concreto por acabar con el sistema, con las "lógicas internacionales del capitalismo", no puedes en rigor ni siquiera arrogarte el derecho moral a sentirte víctima o enfadarte por el sufrimiento que generan estos ataques –ya sea que los sufras en primera persona, o que lo sufra un amigo o familiar–. Y el ciudadano que ha visto esta tragedia desde las gradas no tendría ni siquiera derecho a mostrar compasión o dolor genuino, si en conciencia no siente que haya luchado con uñas y dientes contra el sistema. Desde esta perspectiva, toda compasión y dolor, en el fondo, no son más que residuos afectivos atávicos y egoístas. No es más que el simple miedo cobarde a pensar que esto le pueda ocurrir a uno. Es el deleznable miedo burgués del que quiere seguir viviendo en la opulencia que le ofrece el sistema, mientras mira hacia otro lado respecto de la violencia que su nivel de vida causa en otras partes del globo.

La injusticias del sistema serían un grito que clama al cielo de la utopía y que golpea a la puerta en forma de seres humanos que se inmolan o que utilizan lo que encuentran a mano para ajusticiar a verdugos anónimos, ciudadanos del mundo. El miedo o la compasión que puede sentir el ciudadano medio no es más que la expresión del aferramiento miserable e individualista a la buena vida consumista y materialista, que anida en él.

Pero la perversión de este planteo puede implicar un paso más. En efecto, si uno realmente coincide con este perverso diagnóstico, se encontraría probablemente con que se siente moralmente obligado a contemplar incluso el uso de la violencia (que no será interpretada como violencia inicial sino legítima defensa) para defenderse de la violencia del sistema económico capitalista-explotador imperante. El colmo de la impostura lo encontramos cuando estas personas se describen a sí mismas como gentes de paz y pacifistas... porque "están en contra de la violencia global del capitalismo". He escuchado esta frase demasiadas veces ya.

Decía que me duele España o, a falta de un término menos conflictivo, los ciudadanos que habitan la península ibérica... Parece estar incoándose una vocación de descomposición autodestructiva que puede disparar los odios más viscerales. Se trata de una vivencia que corroe la vida social, la esmerila y diseca... y todo ello aunque no exploten vehículos en los aparcamientos de los supermercados, ni se dispare por la espalda a quien le toque en la víspera. Me duele tanta falta de entendimiento... Algunos creen que se nos mata porque no hay suficiente lucha anticapitalista en el mundo; otros –más moderados–, porque defendemos sociedades plurales y tolerantes (con la debida carga de laicismo y anticlericalismo en la interpretación que hacen de estos términos), y no importa que los mismos perpetradores se empeñen en proclamar que nos asesinan por el simple hecho de que no somos musulmanes (y si caen musulmanes, son apóstatas, por vivir a gusto en Occidente). Nos matan por algo que nadie dice muy alto, porque pareciera que coinciden en no valorarlo. Nos matan porque, a pesar de todos los controles político-gubernamentales, todavía vivimos en sociedades medianamente libres. Demasiado libres a ojos de los yihadistas.... y de los anticapitalistas.

En última instancia, la defensa de las libertades civiles, y la libertad económica entre ellas, no es un asunto baladí, como si fuera algo propio de burgueses biempensantes... Se trata casi del último reducto de sensatez vital e institucional desde el que mostrar que puede haber una salida que asegure –siempre de modo falible, y sin utopías– una convivencia genuinamente pacífica y medianamente justa, frente a todo este drama y sinsentido que se está incoando a nuestro alrededor.

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