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Mikel Buesa

Rosell, los empresarios y la independencia

Para muchos, lo esencial es no significarse, pasar inadvertidos o, en su caso, mostrarse equidistantes.

Para muchos, lo esencial es no significarse, pasar inadvertidos o, en su caso, mostrarse equidistantes.
Juan Rosell | Europa Press

En esta vorágine de acontecimientos que se ha desatado en la fase final de la independencia de Cataluña, la actitud de Juan Rosell, más allá de un microescándalo inicial, ha quedado enterrada bajo las montañas de información que todos los días nos abruman. Y sin embargo, sus declaraciones a la cadena SER constituyen el ejemplo paradigmático de ese nadar y guardar la ropa –por decirlo suavemente y no aludir a una radical cobardía– que caracteriza a la mayor parte de los empresarios y de sus organizaciones cuando, inevitablemente, han de enfrentarse al hecho nacionalista y a la radicalidad independentista de quienes practican tal doctrina en las regiones españolas. Porque al final lo que está en juego con el separatismo no es otra cosa que un drástico cambio institucional que modifica las reglas de los negocios y que amenaza con llevar a la ruina a quienes no sepan o no puedan sacar tajada de la secesión.

Los que acumulamos trienios en estas materias hemos observado desde hace ya mucho tiempo que, entre los actores sociales relevantes, son precisamente los empresarios los más reticentes a pronunciarse sobre el fenómeno secesionista, no sólo porque comparten la pusilanimidad de buena parte de la sociedad civil –acobardada, hay que decirlo, por el empuje nacionalista y su totalizante ocupación de la vida común–, también porque, de una u otra manera, esperan poder seguir con sus negocios, e incluso beneficiarse de la nueva situación, como si nada hubiera pasado. Y para ello es esencial no significarse, pasar inadvertidos o, en su caso, mostrarse equidistantes entre los actores del juego político. Así lo constatamos en el caso vasco cuando Ibarretxe iba con su plan por las tierras forales preguntando "qué hay de malo en ello" –o sea, en la independencia de Euskadi– y así lo volvemos a ver ahora, en la emergencia de la República Catalana.

Se me dirá que en estos días hemos asistido al pronunciamiento de varias organizaciones empresariales en sentido contrario, y que desde hace tiempo unos cuantos empresarios han venido proclamando su rechazo a la independencia de Cataluña. Pero observemos que en la mayor parte de los casos no se trata de entidades catalanas, sino españolas –como hace nada el Círculo de Empresarios–; y que cuando son individuos los que se pronuncian estamos ante un cogollito de grandes empresarios –meritorios, eso sí, pero aislados de la clase empresarial–. También pasó lo mismo hace tres lustros con lo del País Vasco.

La actitud más frecuente entre los empresarios que no se pronuncian directamente a favor de la independencia –que también son una minoría– es la que Rosell ha expresado con nitidez: la de dar la razón a todos y a nadie; la que algunos llaman tercerista –como si existiera un espacio inexplorado en el que los independentistas pudieran sentirse satisfechos sin ver culminada su aspiración a una patria liberadora y feliz en su misma esencia–; la que al final lo único que persigue es que a ellos no les toquen el negocio ni las rentas que éste les procura.

Veamos, pues, al presidente de la CEOE en plena faena: tras haber pretendido sin éxito que la organización patronal que dirige sacara "una notita" de poca monta sobre el asunto de marras, se descolgó en la SER para decir que "lo que hay en Cataluña es una desafección muy importante", que la mayoría de los catalanes "opina que no les gusta la situación actual" –refiriéndose al estatus autonómico de su región– y que "hay muchas vías intermedias entre la independencia y el acatamiento porque sí y una sumisión total". Con mayor claridad no podía haberse expresado este tecnócrata de empresa, colocado en esa derechona que quiere sacarle tajada al regionalismo en beneficio propio –como la que hay en el País Vasco, Navarra, la Comunidad Valenciana o las Islas Canarias– y que en buena medida, salvo en el caso insular, se coló hace muchos años, de la mano de Fraga, en el PP. Son peores que los nacionalistas, principalmente porque, mientras cuentan sus beneficios, se hacen pasar por los más patriotas de los españoles. Es esta tropa deleznable la que, llegada la hora, propugna el pacto con los secesionistas soltando el dinero de los demás, el que recauda la hacienda del Estado, para ver si pueden llevarse algo a su coleto empresarial y personal. Y lo malo es que van extendiendo su tóxica doctrina hacia el empresariado extranjero instalado en nuestro país. Ahí están para demostrarlo las declaraciones de Albert Peters, el presidente Círculo de Directivos de Habla Alemana, hace una semana, en las que pide "diálogo", señala que "no queremos otro 9-N, no queremos que el Tribunal Constitucional tenga que actuar, ni queremos juicios a políticos" y acaba dejando claro que "entendemos que Puigdemont defienda los intereses de los catalanes que piden un referéndum", a la vez que reclama que Rajoy "escuche a ese millón de personas que sale a la calle". Toda una lección de tercerismo la de estos germánicos que, si estuvieran en otro tiempo y lugar, no dudarían en extender el brazo derecho y taconear, de manera simultánea, en pro de su negocio. Son, como Rosell, chusma de la peor especie, solo chusma.

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