Una teoría sueca del amor (o cuando las campanas doblan por ti, pero solo tú las oyes)
La mitad de los suecos viven solos. La cosa, como casi todas, tiene una explicación política.
Como tantos empresarios de éxito, Ole Schou una vez tuvo un sueño. Solo que a diferencia de esos jóvenes emprendedores de Silicon Valley, él no pidió prestado a sus padres el garaje de casa, sino el frigorífico de la cocina, del cual hizo uso hasta que en su interior no cupieron más recipientes con un líquido viscoso y blanquecino: su propio esperma.
Contra lo que facilonamente pueda pensarse, incluso escribirse, el sueño de Ole Schou no fue un sueño húmedo, tal como él mismo confiesa, solo el diablo sabe si en serio o en un arranque de salero escandinavo, si es que la suma de uno y otro término no forma en sí una contradicción. Sirva, en cualquier caso, la referencia a Escandinaviapara situar en el mapa a Cryos Bank, el banco de semen más grande del mundo, con unos depósitos de 170 litros, y del que es presidente Ole Schou.
Si bien la historia de Cryos es una historia de éxito, la de su fundador y propietario no es la biografía de un pionero, en el sentido de que, cuando Ole Schou despertó de su sueño, el negocio de la inseminación artificial ya estaba allí, boyante. Su gran aportación, sin embargo, lo que le ha hecho rico, ha sido aprovechar las infinitas posibilidades que ofrecía internet, aplicándolas a su negocio. Así, cualquier mujer puede hoy entrar en la página de Cryos, seleccionar el perfil de un donante y proceder a la compra de una dosisde su esperma con solo facilitar los datos bancarios; recibirá el pedido a domicilio al día siguiente.
El proceso anterior al completo, desde la agitada soledad del donante en una cabina de Cryos hasta la autoinseminación de la mujer tumbada boca arriba en su cama veinticuatro horas después, puede verse con todo detalle en Teoría sueca del amor, documental de 2015 del que es director Erik Gandini. Bueno, con todo detalle, lo que se dice con todo detalle, tampoco.
De poder verse con todo detalle, habría que inscribir la cinta en el género porno, y no en el documental. De ahí que el juego de cámaras del director al grabar determinadas escenas tenga como resultado una sucesión de primerísimos planos de los anónimos protagonistas –los donantes– que insinúa sin mostrar qué se traen estos entre manos, e idéntica función cumple la metálica voz en off desgranando los pasos –estimulación del clítoris incluida– que han de seguir las clientes de Cryos para asegurarse el resultado apetecido: quedar embarazadas de un perfecto desconocido.
Ahora bien, el documental de Gandini no se limita a narrar la irresistible ascensión de Ole Schou, sino que se incluyó a este en el plan de rodaje y en la edición final por un único dato: la mitad de las clientes de Cryos Bank en 2015 fueron solteras, cuando solo diez años atrás supusieron un porcentaje mínimo del volumen de negocio.
¿Qué había pasado en tan corto periodo de tiempo? ¿Acaso todas esas mujeres no encontraban un solo hombre dispuesto a hacerles un hijo? ¿No sería que la sueca había dejado de ser un icono sexual, como cuando en tiempos del desarrollismo paseaban por nuestras playas sus figuras altas, rubias y esculturales, ataviadas con un esquemático bikini, haciendo salivar a su paso al españolito medio, como el perro de Pávlov cuando oía la campana? No era eso, no era eso.
Era, en todo caso, que, en plena operación de redecorar sus vidas, cada vez más mujeres en Suecia no renuncian a ser madres, lo son pero sin el engorroso trámite de meter a un hombre en su cama, no sea que ronque por las noches y les toque amanecer con él a la mañana siguiente y, mucho peor, todas las demás mañanas del mundo, hasta que la muerte los separe. Quita, macho.
La exuberancia de los mercados y la riqueza de las naciones no tienen como correlato necesario un superávit espiritual; en ocasiones sucede más bien lo contrario.
Pero nada de lo anterior se entiende si no se lo relaciona con un dato: la mitad de los suecos viven solos. Cierto es que la independencia ha sido siempre el hecho diferencial de los países nórdicos, pero cierto es también que nunca antes se había llevado a tal extremo. La cosa, como casi todas, tiene una explicación política.
Explicación que hunde sus raíces en el invierno de 1972, hace exactamente cuarenta y cinco años, cuando la socialdemocracia sueca, tras haber situado al país en todas las crestas de todas las olas de todos los indicadores de desarrollo posibles, le dio una vuelta de tuerca más al invento ese del Estado de Bienestar con la publicación de un manifiesto titulado La Familia del Futuro, en sueco Familjen i Framtiden.
Se trataba de crear las condiciones sociales y económicas –o sea, de hacer política– para que las relaciones entre personas se rigieran por un principio de independencia, colocando automáticamente bajo la lupa de la sospecha las que no, sin importar que fueran, por ejemplo, las del lactante con el pecho de su madre. Olof Palme, entonces primer ministro de Suecia y uno de los impulsores del manifiesto, parecía ungido con el mandato de otorgar a sus compatriotas, a todos y cada uno de ellos, lo que la ONU solo reconocía a los pueblos: el derecho de autodeterminación. A partir de ya, el único proyecto sugestivo de vida sería el que cada cual pactase consigo mismo, convirtiéndose así el individuo en su propia unidad de destino en lo universal. A todo esto es a lo que el profesor Lars Trägardh se referiría cuarenta años después al hablar de teoría sueca del amor.
Hasta aquí la formulación teórica del asunto. Pero ¿y la aplicación práctica del mismo? Porque ya lo dijo Lord Bolingbroke: "La historia no es más que la filosofía puesta en ejemplos". Y, algunos siglos después, Richard M. Weaver: "Las ideas tienen consecuencias". Y también Viktor Frankl, y de manera insuperablemente desgarradora: "Ni Auschwitz, ni Treblinka ni Maidanek fueron preparados fundamentalmente en los ministerios nazis de Berlín, sino mucho antes en las mesas de escritorio y en las aulas de clase de científicos y filósofos nihilistas".
Pero ojo, que aquí nadie está imputando a los abajofirmantes del manifiesto Familjen i Framtiden la autoría de genocidio alguno, en todo caso la inducción a un suicido colectivo: el de su propio pueblo.
Porque si la mitad de los suecos viven solos, uno de cada cuatro muere en soledad también (¿cómo era eso de que se muere como se vive?). Lo alarmante es que, de diez años acá, los números no han dejado de crecer, hasta el punto de habilitarse una agencia estatal, con sede en un moderno edificio de oficinas y su propio cuerpo de funcionarios adscrito, con la labor de localizar a los deudos de los que mueren sin ser reclamados y licencia para entrar en casa del fiambre y husmear en busca de pistas: una foto familiar, una postal de Benidorm, una agenda de teléfonos, cualquier cosa, algo. Cuando las investigaciones no dan resultado alguno, entonces un camión pasa a recoger los bienes, llevando los de algún valor a un depósito titularidad del Estado y deshaciéndose del resto.
El proceso, lo mismo que el de la autoinseminación, puede verse completo en Teoría sueca del amor, donde Erik Gandini sigue los pasos de dos de estos agentes, Annie Stavling y Luis Fierro, y ya están tardando los guionistas de Netflix en encerrarse a escribir una serie con sus pesquisas. Mientras, son dos los casos no resueltos que muestra el documental, uno de ellos el de un suicida cuyos vecinos no alertaron a las autoridades de su muerte hasta dos años después de la misma.
No lo hicieron porque de pronto echaran de menos coincidir con él en el ascensor o en una reunión de propietarios o ya no pusiera la música tan alta, sino porque no fue hasta pasado ese tiempo que cierto olor a podrido comenzó a enseñorearse del bloque entero. Puede parecer curioso que el tipo se colgara teniendo como tenía cuenta abierta en varios bancos, todas con un sinfín de ceros. Y sin embargo…
Sin embargo, he ahí una de las claves del asunto. No tanto de que se suicidara (al fin y al cabo, tener la vida resuelta puede perfectamente sumir a cualquiera en el taedium vitae) como de que nadie notara su ausencia. Al tener una situación económica más que desahogada y todos los recibos domiciliados, nunca se le reclamó un impago. Y como él, tantísimos otros. De hecho, tal como cuentan los agentes Stavling y Fierro en el documental, son legión los suecos que se pasan el día frente a la pantalla del ordenador o de la tele, sesteando vitalmente, sin salir apenas a la calle.
¿Se entiende mejor ahora que el lema de la gran multinacional del mueble, sueca para más señas, sea "Bienvenido a la república independiente de tu casa"? Se entienda o no, una cosa parece clara: en Suecia, lo mismo que en los viejos y hermosos versos de John Donne, la campanas, cuando doblan, doblan por ti; lo que sucede es que nadie más las oye.
Llegados a este punto es cuando Erik Gandini, director de Teoría sueca del amor, se pregunta si los de los amanecidos muertos sin que nadie los extrañe y los de las mujeres inseminadas a domicilio son casos aislados o, por el contrario, ese es el futuro que espera a los suecos. Que cada cual saque sus propias conclusiones. De momento, el que sí es un caso aislado, y de eso no cabe duda alguna, es el de Erik Erichsenn, un médico sueco afincado en Etiopía.
No es casual que Gandini y su equipo de rodaje viajaran hasta el África negra para filmar a Erichsenn, pues no hay dos países en el mundo más distantes el uno del otro que Suecia y Etiopía. No hablamos, claro, en términos geográficos, sino de valores. Y para que se entienda esto, trácese un eje de abscisas y otro de ordenadas donde X sean los valores de supervivencia frente a los de autorrealización e Y los tradicionales frente a los seculares. De esta manera, el cuadrante superior derecho lo ocuparía Suecia y el inferior izquierdo, Etiopía.
La pregunta es qué llevó a Erichsenn a emprender el viaje contrario al de tantos millones de desheredados que ven en la rica Europa una suerte de tierra prometida, jugándose la vida en el intento de alcanzar sus costas. No le llevó, desde luego, el idealismo propio de la juventud, pues cuando inició su nueva vida acumulaba muchos trienios como cirujano en su país, los suficientes para tener uno o dos millones en el banco, una casa con porche acristalado y sauna y un barquito de recreo. Lo que le llevó hasta África fue una mujer, Sennait, su mujer, en definitiva, el amor; mandando a hacer puñetas las teorías, fueran suecas o no, y dispuesto a tener una experiencia de lo real.
Así, lo primero que Erichsenn pudo comprobar al llegar a Etiopía fue que, al contrario que en Suecia, nadie muere solo porque nadie vive solo. Y eso, viniendo de donde venía y huyendo de lo que huía, recompensaba sobradamente las precarias condiciones en las que se vería obligado a trabajar, teniendo que suplir las más de las veces con la imaginación la escasez de medios, por ejemplo, en operaciones a vida o muerte, empleando, bajo la luz de un quinqué, un taladro Black and Decker adquirido de segunda mano en algún mercadillo local.
Ahora bien, al mostrarnos la realidad africana del doctor Erichsenn, no pretende Gandini oponer al tan cacareado modelo sueco un modelo etíope, fallido incluso antes de formularse. Lo que pretende, más bien, es lanzar la idea de que la exuberancia de los mercados y la riqueza de las naciones no tienen como correlato necesario un superávit espiritual, en ocasiones más bien lo opuesto.
Si bien el encargado de defender la tesis de Teoría sueca del amor no es su director, sino un acreditado filósofo, sociólogo y ensayista. Hablamos del polaco Bauman, Zygmunt Bauman, recientemente fallecido. Sostiene Bauman, al final de la cinta, y a modo de conclusión, que la felicidad no es sinónimo de ausencia de problemas, sino que en todo caso consiste en superar dichos problemas. No se trataría tanto de evitar a toda costa que te coma el tigre, o sea, como de cabalgarlo. Que no es atractivo lo seguro y en el riesgo hay esperanza. De hecho, advierte Bauman, a mayor confort, menores motivos para alegría, al quedar reducidas las posibilidades de medirse con el destino y forjar así el carácter.
Pues de eso, de carácter y destino, parece ir la vida, la cosa esa tan manida de la vida, ahora y siempre y aquí, en Suecia, en Etiopía o en la China Popular.
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