Que quede claro de entrada, para evitar malas interpretaciones: soy firme partidario de endurecer las sanciones del Código Penal a los delitos de asesinato, violación, malos tratos y pedofilia. No hago discriminaciones según el sexo de las víctimas y los victimarios. Pero el acoso… ¿qué es el acoso?
Tentativa de seducción
Antes de que Hollywood lo convirtiera, en su versión más obscena, en un truco de marketing para promover las relaciones públicas de algunas actrices y algunos actores, lo que hoy llaman acoso era lo que los profanos catalogábamos sencillamente, sin tremendismos oportunistas, como una tentativa de seducción. O de ligue, en términos más vulgares. Con un desenlace que podía depender de las tácticas de quien tomaba la iniciativa y de la predisposición de la persona elegida. En los despachos de empresas y universidades han resonado tantas bofetadas coléricas como besos chasqueantes. Para no hablar de la Sala Oval de la Casa Blanca en tiempos de John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson y Bill Clinton. En cuanto al Palacio del Elíseo, es mejor olvidar la libido hiperactiva del licencioso matrimonio Pompidou y del refinado epicúreo François Mitterrand. (Más información en mi artículo "Berlusconi no está solo", LD, 11/2/2011).
La seducción es ni más ni menos que una manifestación de la sexualidad humana, con toda su carga de complejidad y claroscuros. Puede ser el preámbulo de una relación estable, o puramente hedonista, y si culmina en la procreación contribuye a mantener viva la especie. Los brutos la practican brutalmente, degradándola, y las reglas de convivencia obligan a denunciar y castigar adecuadamente a quienes así proceden. Pero normalmente la seducción abarca matices que se sublimaron en El Cantar de los Cantares bíblico y progresaron, a lo largo de los siglos, desde el repertorio de los trovadores hasta los manuales de Masters y Johnson, pasando por los textos hindúes del Kama Sutra y el Ananga Ranga. Con un clímax morboso en las novelas de la serie 50 sombras de Grey, que millones de amas de casa de clase media convirtieron en best sellers, paradójicamente fascinadas por sus fantasías sadomasoquistas.
Censores compulsivos
¿Borraremos de la historia todo aquello que tenga connotaciones non sanctas, imitando a los vándalos que ahora mutilan escenas donde aparecen actores inculpados? La exclusión del sospechoso es una manía contagiosa, como quedó demostrado cuando las inquisiciones y los totalitarismos elaboraban índices y listas negras de herejes, heterodoxos, disidentes e indeseables, incinerándolos cuando podían junto a sus obras. Los anaqueles de las bibliotecas y los archivos de las filmotecas quedarían semivacíos si los censores compulsivos consiguieran imponer sus caprichos.
¿El sátiro contumaz Charles Chaplin acosó a la ninfa casquivana Paulette Goddard o fue a la inversa? ¿Y cómo repartiríamos las culpas en los escandalosos romances del torero Dominguín y la divina Ava Gardner, con forcejeos en el balcón del hotel incluidos? Adiós a la célebre Jeanne Moreau, de la que se cuenta que seducía jovencitos para entregarlos al prostibulario dramaturgo, novelista, chapero y expresidiario Jean Genet, cuyo nombre figura en el callejero de Barcelona. Y a despedirse también de la muy feminista Simone de Beauvoir, que seducía jovencitas para entregarlas al ilustre filósofo Jean-Paul Sartre, otro cachondo incorregible. Son historias sórdidas de corrupción, más que de acoso, que las y los guardianes sobrevenidos de la moral no ventilan porque las protagonizaron ídolos intocables de la progresía.
El grito en el cielo
La corrección política obliga a cargar toda la responsabilidad del acoso, real o supuesto, sobre el hombre, aceptando como prueba del delito la palabra de la acusadora. Por eso el bloque feminista y sus compañeros de viaje pusieron el grito en el cielo cuando se estrenó la película Acoso (Disclosure, 1994), dirigida por Barry Levinson, interpretada por Demi Moore y Michael Douglas e inspirada en una novela de Michael Crichton. En ella, es una ejecutiva todopoderosa la que concibe una pasión malsana por un subordinado que se le resiste y que debe sufrir por ello los peores tormentos.
¿Ficción? Nada en el campo de la sexualidad humana es ficticio: basta consultar las mil y una variantes que ofrecen las webs de pornografía cibernética, y los anuncios de contactos que publica la prensa impresa, para comprobar la versatilidad de las urgencias genitales, que pueden saltar barreras sociales, raciales o religiosas. O de edad. Carme Sánchez, codirectora del Institut de Sexologia de Barcelona, se pregunta, para avergonzar a los piropeadores, "si sería bien recibido (…) que señoras maduras espetasen a chavales de 14 años lo buenos que están" ("Entre el flirteo y el acoso", LV, 11/1/2018). Es extraño que una sexóloga utilice este ejemplo, cuando debería saber, por su experiencia clínica, que casi todos los chavales de 14 años verían cumplido su sueño erótico si se produjera esa situación, que, con un poco de retraso, Emmanuel Macron vio convertida en realidad.
También pregunta la sexóloga si sería bien recibido "que algunas mujeres tocaran el culo a los hombres (por no entrar en otras cuestiones)". Me cuenta un amigo, que no es un Adonis ni fanfarrón, que tres mujeres –una de ellas en presencia de su marido– le frotaron sigilosamente la pierna con el pie descalzo, debajo de la mesa, en sendos restaurantes. No se ofendió, no las denunció, y no aceptó las insinuaciones. Conozco otros casos parecidos. Tranquilícese la sexóloga. Unas veces cedemos a la tentación, otras no. Pero nunca nos sentimos agraviados ni agredidos. La reacción de muchas mujeres se parece a la nuestra. ¿Por qué no? Y si optan por protestar, denunciar o asestar un guantazo, tienen pleno derecho a hacerlo sin incriminar a todo el género masculino.
Sin embargo, nos pondríamos de espaldas a la naturaleza humana si negáramos que en el mundo del sexo también operan los intereses materiales. Es posible que en la mayoría de los casos sea el hombre dotado de autoridad quien se valga de esta para amenazar a una subordinada y aprovecharse de ella, aunque hay ejemplos en la vida real de que quien abusa del poder es una mujer, como en la película Acoso. Es posible, también, que una subordinada se valga de sus atractivos para ascender en la escala jerárquica o para conseguir un aumento de sueldo. En el primer caso, la afectada puede ceder, renunciar o montar un escándalo. En el segundo, la taimada puede tener éxito o terminar despedida.
Mensajes maniqueos
El estereotipo vulgar muestra a una secretaria joven, guapa y con minifalda que consigue lo que quiere de su jefe, incluso el matrimonio. Es una caricatura. Pero si volvemos a la vida real confirmamos que los hombres no tienen el monopolio del instinto de conquista. Hay féminas que los igualan o los superan. Si se fundara un club de exesposas cuyos maridos empresarios, profesionales o catedráticos las abandonaron para emparejarse o casarse con secretarias, asistentas o alumnas más jóvenes, los millones de socias podrían llenar los estadios más espaciosos del mundo.
Los mensajes maniqueos que inundan las redes sociales, elevando el tema del acoso a la categoría de guerra de sexos, no son más que otro de los medios que utilizan los puritanos y, sobre todo, las puritanas de nuevo cuño para institucionalizar sus prejuicios y promover la desconfianza y el distanciamiento entre hombres y mujeres. Tal vez incluso pensando en alzarse con el control del poder político. La presentadora de televisión Oprah Winfrey ya se ha ofrecido como candidata a presidenta.
Señuelos envenenados
Es sintomático que en las lucubraciones del bloque militante de las valquirias no aparezca ni por asomo la posibilidad de que los contactos fugaces, las caricias tiernas, los besos robados sean manifestaciones de ese sentimiento que es –¡oh!– el amor. Palabra malsonante, anacrónica y cursi para ellas. El amor perdurable, pasajero o imaginario, tanto da. Lo que preside las relaciones entre hombres y mujeres es, desde su punto de vista beligerante, el choque interpersonal. Todo tipo de aproximación encubre malas intenciones y es mejor mantenerlos lejos. Las invitaciones a compartir una cena o a escuchar un concierto son señuelos envenenados. La simple fórmula anglosajona del sexo entre consenting adults (adultos con consentimiento mutuo) ofende a las valquirias como una blasfemia. Hay que precaverse contra el enemigo, aconsejan.
¿El colmo de la histeria sexófoba? "Patrulla policial contra el piropo – Francia estudia formar a agentes para que controlen y denuncien conductas de acoso callejero por los halagos con tintes sexuales" (LV, 15/10).
Afortunadamente, la sensatez no ha muerto. Cien artistas e intelectuales del mundo femenino –entre las que sobresalen la actriz Catherine Deneuve, la escritora Catherine Millet y la editora Joëlle Losfeld– han publicado un manifiesto esclarecedor en el que, después de ratificar que la violación es un crimen, sostienen que "la seducción insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista", y contradicen con argumentos racionales el discurso puritano y sexófobo –o más exactamente falófobo– de las feministas radicales (El País, 10/1/2018).
Corolario políticamente correcto
El pensamiento políticamente correcto nos promete que cuando la gigantesca operación de marketing contra el acoso ponga a salvo la virtud de las mujeres en esas Sodoma y Gomorra que parecen ser los sets cinematográficos y otros lugares de trabajo, estudio y esparcimiento poblados de machistas, todo el mundo podrá acudir a admirar, con la conciencia tranquila, el espectacular desfile de carrozas deslumbrantes que recorre las calles de nuestras ciudades, con auspicio municipal, en el Día del Orgullo Gay. Incluso podrá incorporarse feliz a sus abigarradas columnas donde será bien recibido. The end.