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Xavier Reyes Matheus

Carmen indultada

Lo que representa la 'Carmen' de Florencia no es sino el estadio terminal de esa pendiente por la que se ha deslizado la ópera en las últimas décadas.

Lo que representa la 'Carmen' de Florencia no es sino el estadio terminal de esa pendiente por la que se ha deslizado la ópera en las últimas décadas.
Cartel antiguo que anuncia una representación de 'Carmen' | Archivo

Lleva días coleando en la prensa el escándalo producido en Florencia por el montaje de una Carmen donde al final se vuelven las tornas y es la protagonista quien mata a Don José; edificante solución del director de escena, Christian Chiarot, contra la violencia machista de la obra de Bizet. Parece que al ver el nuevo desenlace la sorpresa de los espectadores fue mayúscula; pero yo creo que la más sorprendida tenía que haber sido la propia Carmen, que, si nos atenemos a la letra del libreto, no albergaba la menor duda de que pagaría con la vida el talante liberal de sus pasiones amorosas. Así lo deja claro en la famosa escena de las cartas, y así se lo escupe en la cara al propio Don José poco antes de que brille la hoja del puñal en el escenario: "Je sais bien que c'est l'heure, je sais bien que tu me tueras…". Tal convicción fatalista se debe a que Carmen es, digamos, de etnia gitana, como supongo yo que preferirían calificarla los artífices de la producción florentina. Suerte para el señor Chiarot que le quedaban pocos compases de música después de hacerle añicos a la heroína su supersticiosa fe en el destino, porque si hubiese contado con más actos por delante habría tenido que someter su corrección política a la disyuntiva de no aculturar a Carmen o de emanciparla de su raza convenciéndola de ir a la universidad y de cambiar la baraja por las ciencias sociales.

Lo que representa la Carmen de Florencia no es sino el estadio terminal de esa pendiente por la que se ha deslizado la ópera en las últimas décadas. Los gestores culturales se felicitan porque, contra todo pronóstico, aquella antigua y artificiosa disciplina pervive en el siglo XXI con aceptable afluencia de público, y las nuevas generaciones de yuppies siguen considerándola para distracción de sus ocios. Pero lo cierto es que ello ha sido posible gracias a un proceso que busca adaptar las obras al gusto y las exigencias del público que hoy es mayoritario; lo cual se resume en una sola palabra: infantilización. El primer paso fueron los teleprompters que ofrecen la traducción del libreto, y que no sólo le permiten al espectador enfrentarse a la trama y a la dramaturgia de poetas y compositores sin nociones previas, sino reducir lo dicho en versos como "vieni a mirar la cerula marina tremolante" (del Simon Boccanegra) a un expeditivo "mira el azul del mar". Simplificado de un plumazo el verdadero y trascendente significado del texto –esa esencia que Verdi llamaba la "palabra escénica"–, los cantantes renuncian a buscar en la partitura el espíritu de la obra, y esperan a que sea un director de teatro quien les diga lo que se propone hacer de ella. Éste, por su parte, procede a menudo con una mentalidad que está a medio camino entre el decorador sofisticado y el ocurrente animador de fiestas para niños, y no dejará pasar la oportunidad de rendir culto a la irreverencia, esa cualidad que aún siguen atribuyéndoles las revistas a modas y actitudes vistas hasta el cansancio desde hace tres o cuatro generaciones.

Tal es la forma en que la ópera ha devenido un arte divorciado de la cultura; y si ésta la entendemos como el poso dejado por la inteligencia y la sensibilidad humanas a través de la historia, lo que quiero decir es que hoy se aprecia el arte lírico sin remitirse ni a las ideas ni a las inquietudes vitales del hombre, y mucho menos pensando en cómo se formaron y expresaron ellas a lo largo del tiempo. Pues bien: en ese punto estábamos; pero ahora hemos avanzado un paso más, y no conformes con despreciar la cultura, los responsables de la Carmen de Florencia han proclamado totalitarios: la culture c´est moi. Así entonces, al erigirse en la única clave ética con la que cabe interpretar el mundo, se han erigido también en la única clave estética con la que cabe presentar las obras de arte, ya procedan éstas del siglo XIX o de cualquier otro. Alterar la forma de la ópera ha sido para ellos una consecuencia inevitable.

En su momento, el Nietzsche malquistado con Wagner celebró a Carmen como una creación verdaderamente grande y revolucionaria, precisamente por esa crudeza de su acción (que el autor del Zarathustra juzgaba mucho más vital que los dramas wagnerianos, erizados de sublimaciones sexuales y de misticismo nacionalista). Puccini, por su parte, parece que quiso crear una femme fatale a la manera de la andaluza en un personaje significativamente llamado Tigrana (de la ópera Edgar), pero tenía una concepción tan angelical de las mujeres que fracasó en el experimento y no volvió a imaginar una heroína impetuosa y cruel hasta su último e inconcluso título, Turandot, donde además la protagonista puede invocar el atenuante de una violación que la había llevado a aborrecer a los hombres (también Tosca actúa en legítima defensa contra una agresión sexual). Los de la Carmen florentina no han llegado a un grado de desarrollo encefálico como para proponer siquiera una visión de la mujer, de las pasiones que la mueven y de las que suscita: su trabajo se ha limitado a trasponer la partitura a la Legge contro la violenza sulle donne.

La corrección política ha provisto la coartada perfecta para la ignorancia. Puesto que todo –incluso la cultura– ofende o pervierte, el día de mañana será muy fácil ignorarlo todo con el pretexto de que así nos perfeccionamos en el compromiso y en el civismo. Pero todos sabremos que es un pretexto, y que esa conciencia cívica no es más que hipocresía y fariseísmo. Quizá entonces, necesitadas de referentes de humanidad, las generaciones infantilizadas del futuro lleguen a comprender la vehemencia con la que los libretistas de Bizet plasmaron el hastío de Carmen frente a las convenciones y el puritanismo, haciéndola proclamar a los cuatro vientos el impulso irrefrenable al que lo sacrificó todo: La liberté! La liberté!

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