La izquierda se ha colocado a sí misma en un pedestal como la gran defensora de la libertad de expresión al oponerse a las condenas de tipejos como Pablo Hasel o Valtonyc, señores que en las letras de sus, digamos, canciones exponían los saludables efectos de la muerte en horribles circunstancias de personas diversas de derechas, lo bueno que era para la sociedad la existencia de grupos terroristas de extrema izquierda y barbaridades de similar jaez. A primera vista, se podría pensar que ponerse a defender el derecho a decir algunas de las peores cosas que se pueden decir los convierte en defensores absolutos y absolutistas de la libertad de expresión, llegando más allá incluso que muchos liberales. Pero, claro, no es así.
Podemos ver como ejemplo un artículo del reciente receptor de un premio de periodismo otorgado por la asociación que preside su padre –sí, ese mismo que decía que odiamos a la presunta asesina de Gabriel por ser negra, mujer e inmigrante y no por ser una asesina como los odiados españolazos Bretón o el Chicle–, en el que concluía que "las condenas a Hasel, Strawberry o Valtonyc nos hacen peores. Nos degradan como sociedad. Retratan a España como un país con dejes autoritarios". Será casualidad, pero resulta que los tres ejemplos que pone son los tres de personajes de extrema izquierda. No consideró que nos degradara como sociedad que metieran a un tipo en la cárcel por tuitear que le parecían "pocas" las mujeres asesinadas, "con la cantidad de putas que hay". Tampoco le pareció que nos retratara como un país con dejes autoritarios la condena de ocho meses a un tuitero por escribir "poca mierda veo en Twitter para haberse estrellado un avión lleno de catalanes".
Se le habrá pasado, dirán ustedes. Pero ¿cómo explicarse entonces el apoyo nada disimulado que da su diario al proyecto de ley mordaza de Podemos con la excusa de la homofobia? Condenar a quien amenaza y hace apología del terrorismo nos degrada como país, pero instaurar una censura administrativa contra libros que un comité político considere homófobos nos pone en la vanguardia del mundo civilizado. Ni se han escandalizado por el proyecto de ley del PSOE que pretende imponer penas de hasta cuatro años a quienes enaltezcan el franquismo; es más, han denunciado en Europa a la Fundación Francisco Franco por ensalzar la dictadura, pidiendo su ilegalización.
Lo mismo ha sucedido con Amnistía Internacional, una de los más claras demostraciones de la segunda ley de Robert Conquest: "Toda organización que no es explícitamente de derechas antes o después acabará siendo de izquierdas". Ha lanzado una campaña contra el delito de enaltecimiento del terrorismo, pero no ha hecho nada contra las distintas leyes contra la homofobia que han ido aprobando los parlamentos regionales y que imponen restricciones extremas a la libertad de expresión.
La conclusión es obvia: defienden a Hasel, Strawberry y Valtonyc porque son de los suyos. No porque crean en la libertad de expresión, que para ellos no es un fin en sí mismo que merezca la pena defender, sino un medio que se apoya o se denigra dependiendo de la ideología política de quienquiera que abra la boca o empuñe el procesador de textos. Los raperos y tuiteros de extrema izquierda deben tener derecho a decir lo que quieran porque son de extrema izquierda. Y no hay más.
Definir los límites de cualquier derecho es siempre una tarea compleja. Los liberales de todos los países han tendido a apoyar una visión expansiva de la libertad de expresión, más parecida a la que reina en Estados Unidos que en nuestra vieja Europa. Aun así, siguiendo el camino que señaló el juez norteamericano Wendell Holmes al argumentar que la libertad de expresión no ampara a quien grita "¡Fuego!" en un teatro abarrotado cuando no hay incendio alguno, muchos hemos defendido que en nuestro país se condenara la apología del terrorismo por considerar que formaba parte difícilmente separable de la actividad violenta de ETA.
La relación más o menos directa con la violencia parece un límite razonable, más razonable al menos que ese concepto tan discutido y discutible como es el honor, bajo el que tradicionalmente se ha limitado penalmente la libertad de expresión en España. Desgraciadamente, esos límites no sólo han menguado sino que se han ampliado bajo la denominación de "delitos de odio", que te pone en problemas si consideras que quizá existe cierta relación entre la inmigración desde países musulmanes y el terrorismo islámico, pero no si gritas "Muerte a Occidente" en una mezquita. En este caso no existe ningún derecho al honor lesionado, ni casi nunca forma parte de la estrategia de ninguna banda violenta en activo. En general se atacan ideas deleznables o agresiones verbales que se consideran inaceptables políticamente, porque muchas otras similares quedan sin condena alguna. El odio racista es condenado, pero no así el odio de clase. El machismo puede dar con tus huesos en la cárcel, pero el odio del "machete al machote" se aplaude. Se cierran librerías que ofrecen volúmenes que niegan el Holocausto, pero negar los genocidios comunistas te convierte en catedrático.
La defensa de Pablo Hasel y otros ejemplares deleznables no se hace para defender ningún derecho universal, sino con el objetivo de mantener esta diferenciación moral y ética. Sólo se puede defender de forma coherente la libertad de expresión si aceptas que tus adversarios ideológicos disfruten del mismo grado de libertad que tú y los tuyos. Sería deseable que nuestras leyes no limitaran tanto este derecho como lo hacen ahora, que nos acercáramos al libertinaje norteamericano. Pero si vamos a seguir legislando sobre esta materia a la europea, lo que no puede ser es que los límites los marque la dictadura de lo políticamente correcto. Si nos van a meter un puro por decir que los pantanos que mandó construir Franco nos permiten no tener que elegir entre ducharnos o morirnos de sed, algo debería hacerse también con quienes celebran el aniversario del comienzo de la dictadura de Lenin. Mal que le pese a los escolares de este país.