Celebraría que nada de lo que aquí digo se tomase por nadie como censura o crítica a la organización Manos Unidas, cuya buena intención de partida no puede ponerse en cuestión, de la misma manera que tampoco puede discutirse la bondad de sus actos de distribución de bienes de consumo entre quienes carecen de ellos y los necesitan.
Pero ese convencimiento que hace que Manos Unidas merezca nuestra mayor colaboración no es obstáculo para formular una sincera, y creo que bien fundada, crítica al manifiesto mediante el que dicha entidad justifica en 2018 las razones de su existencia y nos invita a colaborar con ella.
Se comprende que el manifiesto se refiera a las necesidades de quienes deben ser destinatarios de los remedios a cuyo engrosamiento se nos convoca. En mi opinión, ahí debía mantenerse la apelación: en el llamado a la virtud de la caridad. No se olvide que Manos Unidas es organización oficial de la Iglesia Católica y que la razón que debe movernos a los cristianos a dar a los que no tenemos es precisamente esa: el amor de caridad al prójimo, mandamiento esencial de las tablas mosaicas.
Sin embargo, el manifiesto de referencia se extiende en consideraciones sobre las diferencias entre los hombres a causa de la mayor o menor posesión de bienes. La desigualdad se convierte en objeto de un juicio moral. Pero la Doctrina Social de la Iglesia, aunque a veces se niegue, se refiere también a cuestiones propias del saber científico de la economía. Y tener o no tener bienes, así como compartirlos o no con quien carece de ellos, está ligado a relaciones de producción e intercambio que son básicas en el mercado.
El manifiesto opta por un sistema de economía intervenida por el Estado que se resuelve en un orden diseñado o planificado, opuesto en consecuencia al sistema de mercado, constitutivo de un orden espontáneo. El sentido del manifiesto apela a "los Estados y [a] quienes los gobiernan" para que "asuman su obligación de promover el derecho a la alimentación". Cierto que al Estado corresponde la garantía de los derechos y, en ese sentido, la llamada a su acción no tendrá que responder a un sistema de economía intervenida, pero es el peregrino contenido del supuesto derecho, calificado de "humano" a lo largo del escrito, el que nos descubre su inclusión en los llamados derechos-prestación, que son aquellos que postulan el protagonismo del Estado en la actividad económica, en cuanto que una prestación de esa índole se reclama –teóricamente, puesto que no son verdaderos derechos– del Estado.
En la misma línea encontramos también apelaciones a los Gobiernos y a los organismos internacionales a fin de que "den prioridad al bien común como objetivo de toda actividad económica". Evidentemente, también esta alusión al bien común podría entenderse en el recto sentido de que se apela a la abstención del Estado de cualquier intervención constructivista para dejar el mayor espacio al orden espontáneo del mercado, pero desgraciadamente no puede interpretarse así, sino en el de que el bien común se sigue, bajo este entendimiento, de la acción del Estado en su intervención de la economía.
A la misma conclusión de aceptación del modelo de economía intervenida llegaremos de la lectura del manifiesto. Todo él representa no ya solo un simple desvío del sistema económico de mercado, sino una censuraal mismo en razón de las desigualdades que se siguen del mercado de los alimentos. El llamamiento a que los alimentos "dejen de considerarse como mercancías de negocios por encima de su uso imprescindible para la vida de las personas" evidencia el real desconocimiento de lo que es el mercado. De igual manera, eso mismo se hace también evidente al reclamar que "los que participan en el comercio de alimentos se comprometan a establecer unos modelos de producción y distribución más sostenibles y justos". Otro tanto cabe decir de la exigencia de "que los alimentos se produzcan (…) para alimentar a las personas", dejando al margen cualquier otra consideración complementaria.
Para quienes estamos persuadidos de que el sistema de mercado es el que garantiza en mayor grado la creación de riqueza, y de que además es también el que, al acoger los procesos de producción, opera mediante ellos una redistribución de las rentas que, como es natural, redunda en nuevos bienes de consumo y en su reinversión (es decir, para quienes, alejándonos de ideologías inhumanas pese a su aparente humanismo, nos atenemos al saber propio del conocimiento científico de la economía al servicio del hombre como uno de los saberes prácticos que es), no puede resultar indiferente que el manifiesto de Manos Unidas se refiera a la necesidad de "establecer modelos de producción y consumo más sostenibles y justos". Algo similar ocurre con el llamado a que nos comprometamos "a cambiar nuestros estilos de vida para hacerlos más solidarios y sostenibles". Incluso el manifiesto llega a hablar (¡cómo no!) de un "consumo individualista", cuyo significado ignoro pero que está en continuidad con la enemiga al individuo propia de la Doctrina Social de la Iglesia.
No deseo acabar sin lamentar una vez más que la tarea de Manos Unidas de urgirnos a unos a remediar las necesidades de los otros se tenga que falsificar bajo erróneos ropajes que, a la vez que la hacen ajena a los cristianos, no significan nada para quienes no lo son. Para los cristianos, se desvirtúa el verdadero sentido de la acción como acorde al mandamiento de caridad. Y entre los no cristianos, semejantes proposiciones ni siquiera incrementarán el aumento del aprecio hacia la fe que promulga esa acción caritativa.
© José María de la Cuesta Rute - Centro Diego de Covarrubias
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