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Mikel Buesa

El final de la era Rajoy y la reconstrucción política del centro-derecha

La fragmentación electoral está debilitando políticamente al centro-derecha aun a pesar de la mayoría social que lo sustenta.

Mariano Rajoy | EFE

Los recientes acontecimientos que han dado lugar a la sustitución de Mariano Rajoy al frente del Gobierno, con la consiguiente pérdida del poder para su partido, y al anuncio de su retirada en la dirección del PP tienen bastante de insólito, tanto porque se ha tratado de la primera vez en la que triunfa una moción de censura en el Congreso de los Diputados como porque no parece que ese hecho encaje bien con el perfil ideológico de los españoles. Dejémoslo claro desde el primer momento: no se trata de que, desde un punto de vista sociológico, el país haya virado hacia la izquierda y esto justifique el asalto de Sánchez al poder con la ayuda de Podemos y de los nacionalistas de todas las periferias. No, porque mientras eso ocurría una consistente y persistente mayoría de los ciudadanos se sigue ubicando en las posiciones de centro.

Los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas dejan esto último bien claro. En el más reciente, un 52,4 por ciento de los encuestados se colocan entre el cuatro y el siete dentro de esa escala ideológica que, de izquierda a derecha, va de uno a diez. El centro domina en una distribución cuya cola izquierda —puntuaciones de uno a tres— comprende a un 25,4 por ciento de la población, y cuya cola derecha —puntuaciones de ocho a diez— es más bien menguada, con el 5,8 por ciento de los entrevistados. Hay, además, un 16,3 por ciento que no se pronuncian. El centro, sin embargo, es un grupo sociopolítico mucho menos homogéneo que la izquierda o la derecha, de manera que, dentro de la moderación, una parte de él se acerca a la primera y otra a la segunda. Las proporciones son, aproximadamente de dos y un tercio, respectivamente. Además, sus componentes tienen bien identificados ideológicamente a los diferentes partidos, de forma que sus valoraciones acerca del PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos son muy coincidentes con las que hacen los votantes de cada uno de estos partidos políticos.

Está suficientemente claro, por consiguiente, que aunque el electorado es predominantemente centrista, el juego de la política parlamentaria ha conducido a la constitución de un Gobierno fuertemente sesgado hacia la izquierda en lo que atañe a los apoyos con los que ha contado para superar el trámite de investidura. Lo que hay que preguntarse es, entonces, qué es lo que ha pasado para que el PP haya acabado perdiendo su posición de poder. La respuesta a esta cuestión es compleja y exige retrotraernos al final del año 2011, cuando, constatada la incapacidad del Gobierno de Rodríguez Zapatero para afrontar la crisis financiera, el electorado volcó sobre el PP la pesada tarea de sacar al país de un agujero que amenazaba con desbaratar a las clases medias. Rajoy afrontó esa carga con acierto —más allá de que un análisis minucioso descubra insuficiencias y errores en algunos aspectos de su política económica— y logró que tres años más tarde el país recuperara la senda del crecimiento, con una economía fortalecida en cuanto a su capacidad competitiva internacional. Pero la macroeconomía no lo era todo en la crisis. Ésta había empobrecido al conjunto de la población —pues prácticamente todos vieron mermada, primero, y congelada, después, su renta real—, con la particularidad de que la desigualdad fue en aumento, debilitando a las clases medias asalariadas. El empobrecimiento trajo consigo numerosos descontentos que no podían satisfacerse porque los ingresos del Estado eran insuficientes, los déficits abultados y el endeudamiento público galopante.

Es en el marco de esos descontentos en el que el problema de la corrupción irrumpió en la opinión pública, aglutinando el malestar de una parte muy importante de la población con independencia de su adscripción ideológica. Según las investigaciones más solventes, a lo largo de la década de 2000 se destaparon casos de corrupción en casi setecientos municipios, entre ellos en el ochenta por ciento de las capitales de provincia, sin que hubiera apenas reacciones por parte de los ciudadanos. Incluso cuando, en 2006, el caso Malaya —seguramente el más importante de todos ellos hasta nuestros días— abrió la caja de Pandora, los sondeos del CIS apenas daban cuenta de este asunto. La corrupción alcanzó el estatus de problema relevante para una parte de la población que acabó siendo mayoritaria en 2013, cuando los estragos y el malestar de la crisis ya se habían producido. Y lo hizo de una manera desproporcionada con respecto a su auténtica dimensión económica. Así, contabilizando todos los perjuicios económicos que produjo hasta aquellas fechas, se llega a cifras que apenas llegan al 0,03 por ciento del PIB. Sin embargo, desde un punto de vista subjetivo, el malestar que producía en los ciudadanos se pudo estimar en un nivel equivalente al que hubiese ocasionado una pérdida del 3,5 por ciento del PIB. Los españoles magnificamos el coste de la corrupción y ello fue el caldo de cultivo para que este asunto se convirtiera en el núcleo de la batalla política en desprestigio del PP.

Todos los estudios de que disponemos señalan que la corrupción apenas tiene efectos electorales. Y nada hace pensar que esto haya cambiado en el caso del PP pero no en el de los demás partidos. Sin embargo, para el PP la corrupción ha sido letal porque no ha sabido gestionar adecuadamente y con ejemplaridad los casos que le han afectado, y porque, sobre todo, ha sido el banderín de enganche que, hábilmente manejado por sus oponentes, ha permitido aglutinar a los descontentos con los efectos de la crisis financiera.

Este partido era sin duda merecedor del reproche social. Pero no más que las otras formaciones que han ocupado posiciones de poder en España. Un análisis cuantitativo de los procedimientos judiciales, las imputaciones y las condenas en que estuvieron involucrados los políticos descubre que el nivel de la corrupción es, en cada etapa de gobierno, proporcional al poder políticoque ostentan los diferentes partidos. Por eso la recurrencia de casos atribuidos al PP es mayor cuando éste ha gobernado; y lo mismo pasa con el PSOE u otras organizaciones políticas. Maticemos esto último, porque algunas, siempre de ámbito local o regional, presentan una intensidad en cuanto a los casos descubiertos muy superior a su participación en los votos de los electores. Son los casos de la antigua CiU, Coalición Canaria, Grupo Independiente Liberal, Partido Andalucista, Unión Mallorquina, Unión Cordobesa, Partido de Almería, Vecinos del Valle de Jinámar o Coalición por Melilla, cuyos asuntos, salvo en el primero, apenas han tenido eco en la opinión pública.

Todos los estudios de que disponemos señalan, aunque con matices que ahora no voy a detallar, que la corrupción apenas tiene efectos electorales. Y nada hace pensar que esto haya cambiado en el caso del PP, pero no en el de los demás partidos. Sin embargo, para el PP la corrupción ha sido letal porque no ha sabido gestionar adecuadamente y con ejemplaridad los casos que le han afectado, y porque, sobre todo, ha sido el banderín de enganche que, hábilmente manejado por sus oponentes, ha permitido aglutinar a los descontentos con los efectos de la crisis financiera.

Pero hay más, pues mientras el Gobierno de Rajoy acertaba en la gestión de la política económica, iba dejando de lado otros asuntos políticos que sus electores consideraban relevantes. La agenda reformista del PP se limitó al ámbito económico y, en lo demás, el Gobierno se comportó con una parsimonia exasperante, con una pachorra conservadora que le conducía a no cambiar nada, generando así descontentos adicionales, tanto en su flanco derecho como sobre todo entre sus electores de centro. Para el primero, asuntos como el de la reforma de la ley del aborto o, en otro ámbito, el de la política del final del terrorismo que favoreció la legitimación de una ETA metamorfoseada en la izquierda abertzale —Sortu y Bildu— fueron determinantes. Para los segundos, la completa ausencia de reformas en el sistema político —Poder Judicial, ley electoral, financiación autonómica, reforzamiento de la meritocracia, pacto educativo— resultó decepcionante. Y para todos, la deficiente gestión política del problema de Cataluña —que condujo a la declaración de independencia de esta región, con la consiguiente ruptura territorial de España, y que permanece en la agenda tras una intervención fallida e inocua del Gobierno catalán— resultó la gota que colmó el vaso de la desafección.

¿Cómo reconstruir el centro-derecha?

El resultado de la crisis a la que me he referido en la primera parte de este artículo no fue otro que la fragmentación del centro-derecha, toda vez que la de la izquierda ya se había producido con anterioridad y se vio reforzada, ampliándose su magnitud, al acabar la primera legislatura de Rajoy. Esa fragmentación del centro-derecha tuvo un primer episodio con la aparición de UPyD, un partido que, debido al personalismo de su lideresa, no supo ahondar la brecha que abrió ya en los años del comienzo de la crisis financiera. El PP no supo interpretar la insólita ruptura que suponía la irrupción de una fuerza política de centro en el marco de un todavía férreo bipartidismo, y tal vez por ello dejó que la brecha correspondiente se ahondara cuando Ciudadanos, con un bagaje político más bien escaso y circunscrito al ámbito catalán, tuvo la habilidad suficiente como para tomar el relevo en este segmento del electorado.

Las verdaderas dimensiones de la fractura del centro-derecha nos son desconocidas. En cuanto al número de escaños en el Congreso, las elecciones de 2016 dejaron un balance que otorgó al PP el 81 por ciento de la representación y a Ciudadanos el 19 por ciento. Sin embargo, el reparto de los votos rebajaba el resultado del primero de esos partidos hasta el 72 por ciento y elevaba el del segundo al 28 por ciento. En todo caso, la posición dominante de los populares y la subordinada de los naranja era incuestionable. Pero también hay que anotar que, si ambos partidos hubieran concurrido unidos en las listas electorales, con los mismos votos habrían obtenido 182 escaños —trece más que los 169 alcanzados—, lo que les habría proporcionado una cómoda mayoría para gobernar. No fue así y, por el contrario, el país se deslizó hacia un derrotero de inestabilidad política cuyo colofón, por el momento, fue la pérdida del poder. Este es el principal coste que el centro-derecha ha experimentado como consecuencia de su fragmentación.

La fragmentación electoral está debilitando políticamente al centro-derecha aun a pesar de la mayoría social que lo sustenta. Este es el reto que los dos partidos implicados tendrán que afrontar en el futuro inmediato si la reconstrucción del centro-derecha entra dentro de sus planes.

Pero en política ningún resultado es inalterable. En los escasos dos años transcurridos desde las últimas elecciones las posiciones relativas del PP y Ciudadanos en cuanto a las estimaciones sobre la intención de voto de los electores se han trastocado. El CIS señala que desde octubre de 2016 la primera de esas fuerzas no ha hecho más que perder apoyos, en tanto que la segunda los ha ido ganando a partir de enero de 2017. Como resultado, el barómetro del pasado mes de abril las coloca muy próximas entre sí, de manera que, con una participación similar a la de aquellos comicios, el PP y Ciudadanos obtendrían 6,13 y 5,72 millones de votos, respectivamente. Globalmente, este resultado implica una reducción de casi millón y medio de votos al centro-derecha con respecto a 2016, amén de un debilitamiento de su representación si ambas fuerzas concurrieran divididas ante los votantes.

Parece claro, por tanto, que la fragmentación electoral está debilitando políticamente al centro-derecha aun a pesar de la mayoría social que lo sustenta. Este es el reto que los dos partidos implicados tendrán que afrontar en el futuro inmediato si la reconstrucción del centro-derecha entra dentro de sus planes. No se me oculta que esta idea de reconstrucción ha encontrado críticas severas, tanto en Ciudadanos como sobre todo en el PP, después de que el ex presidente Aznar, en un ejercicio de inoportunidad, la formulara nada más producirse el descabalgamiento de Rajoy y se prestara a contribuir a ella tras desmarcarse de cualquier partido político. Pero eso no debe ofuscar a los actores de este drama, porque drama es que los electores no encuentren el cauce político que dé mejor satisfacción a sus preferencias y que ello pueda ser aprovechado para que quienes quieren acabar con el régimen constitucional de 1978 encuentren el camino abonado para sus fines.

¿Cómo reconstruir políticamente el centro-derecha? La respuesta a esta pregunta es harto complicada, toda vez que no es ni siquiera imaginable que los dos partidos en los que se ha dividido puedan converger hacia su fusión. Además, ambos se encuentran en trayectorias distintas. El PP afronta ahora la tarea de definir nuevamente su liderazgo y Ciudadanos la de consolidar su organización y extenderla territorialmente. Sin embargo, ello no debería ser impedimento para que, cada uno por su cuenta, trabajaran en la determinación de un programa reformista que dé respuestas razonables y viables a los problemas políticos del momento. Sobre esa base, alejándose de cualquier tentación cainista, podrían buscar algún tipo de confluencia práctica en la acción de oposición al gobierno socialista que desembocara en una futura coalición electoral, al estilo de la que gobernó Cataluña durante la etapa de Jordi Pujol. Ello requerirá grandes dosis de paciencia y generosidad en ambos casos, a la vez que de negociación y debate con la mano tendida hacia quienes son rivales pero no enemigos políticos. El galardón de esta empresa podrá ser, sin duda, sacar a España de la crisis política en la que se ha visto sumida durante los últimos años.

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