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Marcel Gascón Barberá

¡Gracias, canciller!

Hablaba el chileno sin notas, mirando directamente al venezolano, trastabillándose a ratos por la emoción de un discurso lleno de verdad.

A principios de mes, una amplia mayoría de países de la Organización de Estados Americanos (OEA) votó a favor de iniciar el proceso para expulsar a Venezuela de esta institución continental y castigar así los atropellos a la democracia y los derechos humanos del régimen de Caracas. Entre todas las intervenciones que se dieron durante la sesión de debate celebrada en la sede de la OEA en Washington destacó la del canciller chileno, Roberto Ampuero. El ministro de Exteriores del Gobierno de Piñera recriminó a su homólogo chavista su desprecio por al organismo panamericano, al que el que fuera yerno de Chávez había calificado de "sicario" del imperialismo. "Habla de que los que están aquí están cumpliendo una orden que alguien imparte, y no considera ni cree por un minuto que las personas tienen dignidad y convicciones democráticas por las cuales se mueven y los Gobiernos actúan también y son capaces de llegar a decisiones como la que están expresando hoy", le dijo Ampuero a Arreaza. "Si esta es la forma en la que el canciller Arreaza trata a personas diplomáticas, que representan a otros Estados, a otros Gobiernos y que están en un tercer país, imagínense ustedes cómo trata a los venezolanos que están bajo su poder, que no tienen un pasaporte distinto y están dentro del país sufriendo el hambre, la penuria y la represión de Venezuela", agregó el representante de Santiago.

Hablaba el chileno sin notas, mirando directamente al venezolano, trastabillándose a ratos por la emoción de un discurso contundente y lleno de verdad, avalado en su sinceridad por el gesto crispado de indignación con que lo acompañaba. Las palabras del canciller conmovieron por certeras, pero también por su autenticidad en un medio acostumbrado a un remilgo en las formas que puede parecer fácilmente hipocresía y cinismo cuando se emplea para hacer frente a la mentira descarada, a la promoción y a la justificación de empresas criminales como el chavismo. Impresionado por la seriedad con la que se tomó las grotescas bravuconadas del enviado de Maduro, quise saber más de Ampuero, y descubrí que es escritor de novelas policíacas y un intelectual con mayúsculas, de los que apoyan en su propia experiencia vital las ideas que comparten en sus textos.

Tenía donde elegir, porque Ampuero ha publicado una veintena de libros, y comencé con las memorias de su relación con el Chile de Pinochet, el comunismo internacional y la Cuba castrista. La obra autobiográfica se titula Nuestros años verde olivo, y comienza con su exilio del Chile militarizado de después del golpe, en el que empezaban a desaparecer y ser torturados y asesinados los camaradas de Ampuero en las Juventudes Comunistas, conocidas como la Jota. Gracias a su formación burguesa en el Colegio Alemán, el entonces insospechado futuro canciller del Chile democrático consiguió una beca para estudiar a Marx en Alemania Oriental, donde, bajo la vigilancia de la Stasi y entre estudiantes de todos los países de la mitad roja del mundo, se enamoró perdidamente de una cubana. Las leyes de la Revolución prohibían esta relación fuera de la isla, pero el empeño de la pareja en seguir juntos y la intervención del padre de ella, fiscal de confianza de Castro y apodado Charco de Sangre por la cantidad de contrarrevolucionarios que mandó al paredón, les hizo posible trasladarse a Cuba, donde se casarían y nacería su hijo.

Además de permitirle continuar su relación con Margarita, el arreglo daba una segunda oportunidad a su fe en el socialismo, que empezaba a marchitarse por la grisura opresiva y las estrecheces de la RDA y el contraste con las luces de neón del Berlín capitalista, al otro lado del Muro. Todo sería diferente bajo el sol del Caribe, pensaba y quería pensar Ampuero, en un país regido por la forma autóctona, humana, del comunismo que había forjado Castro para América Latina.

Por suerte, y pese al enorme costo personal pagado, pudo sobrevivir a ellos y escapar, recuperar la libertad y pronunciar, como ministro de un país próspero y democrático y ante uno de los esbirros de una dictadura inspirada en la que él padeció, un discurso profundamente moral y apasionado como deben serlo la política y la vida. Un discurso que, además, nos permitió a muchos conocer a un hombre lúcido y honrado, capaz de cambiar de opinión y de mantener el idealismo también con coche oficial y vistiendo traje.

Los recién casados se instalaron en uno de los chalets expropiados a los burgueses en la lujosa zona de Miramar, una parte de La Habana tomada por gerifaltes revolucionarios y estudiantes becados que convivían con los pocos propietarios legítimos que se resistían a irse o aún no habían podido emigrar mientras las piscinas se secaban y la pintura caía de las paredes ante la falta de dinero y de materiales para renovarlas. Como testigo directo que fue, y con elocuentes imágenes –como la de las piscinas vacías y desconchadas y el musgo ganándole terreno a la pintura cada vez más escasa en Revolución–, Ampuero describe magistralmente la burbuja en que vivía la clase dirigente de la que había pasado a formar parte por matrimonio. Pese a los privilegios de los que gozaba, la escasez, las prohibiciones y las privaciones que habían de soportar los cubanos pronto le hicieron añorar sus días en la RDA y, después del flechazo inicial al calor del aparente entusiasmo popular por Fidel, la fidelidad a la Revolución empezó a desvanecerse en el joven exiliado chileno, que se distanciaba al mismo tiempo de una esposa cada vez más integrada en las estructuras burocráticas del régimen y sus artimañas para medrar desde que empezó a trabajar a las órdenes de la mujer de Raúl Castro.

Incapaz de cerrar los ojos a las mentiras de una élite verde olivo que come caviar y compra la ropa en Miami y Madrid sin dejar de exigir dolorosos sacrificios al pueblo, Ampuero va alejándose del credo revolucionario y fallando en todas las pruebas de lealtad a las que debe enfrentarse en el mundo de sospecha y obediencia en que, por amor, circunstancias históricas y convicciones políticas, ha terminado viviendo. Teme hacerse cubano y quedar atrapado para siempre en la isla-cárcel, como le exigen su mujer y su suegro, pero tampoco acepta convertirse en soldado y ser enviado como carne de cañón a combatir a África o Centroamérica por el comunismo, como le exige la cubanizada Jota. Señalado y cada vez más escéptico, va perdiendo todos sus puntos de apoyo en un país de adopción que tampoco puede abandonar sin el permiso de sus jefes políticos o de su suegro. Pocos años después de llegar a la mayor de las Antillas como un extranjero VIP, Ampuero es un cubano corriente que debe hacer cola para conseguir los alimentos básicos, puede ser despedido por denuncias políticas y es espiado por sus propios amigos y compañeros. La movilidad social (hacia abajo, que es la única movilidad social que permite el comunismo fuera del Partido) que experimenta le lleva, junto a la sensibilidad y capacidad de empatía, a pintar un fresco vivísimo de lo que es la vida bajo el castrismo para los más pobres y desprotegidos. Entre ellos pasó buena parte de su lustro largo en la isla, un tiempo en el que también vivió el envío de homosexuales a campos de concentración, la persecución de la música pop, del pelo largo y de los pantalones de campana, los actos de repudio (escraches patrocinados por el Gobierno) contra las viviendas de disidentes o la prohibición a los cubanos de relacionarse con extranjeros.

Uno de los grandes amigos de Ampuero en Cuba fue el poeta disidente perseguido por Castro Heberto Padilla, a quien el chileno visitaba en su apartamento mientras este esperaba bajo vigilancia permanente de la policía política y los vecinos convertidos en delatores una medida de gracia para volver a respirar en el exilio. La angustia y la desazón que Padilla comparte con Ampuero recorre las páginas de esta obra El sufrimiento que corroe a Padilla y Ampuero es el de muchos otras personas que –disfrazadas de personajes de novela para evitar represalias– aparecen en este libro prohibido en Cuba, y el de millones de cubanos atrapados en un pedazo de tierra en medio del mar Caribe donde la voluntad de un hombre es ley y nadie puede resistirse a sus caprichos y obsesiones.

Hacia el final de su libro, el hoy ministro de Exteriores de Chile cuenta qué fue de la vida de algunos de los protagonistas de su libro. Gente, como el propio Ampuero, marcada por el poder aplastante de las dictaduras totalitarias sobre el individuo, que pierde bajo el yugo de dictadores como Pinochet o Castro no solo la libertad y el derecho a la vida, sino la soberanía sobre dónde vivir, qué decir en público y en privado, con quién casarse y relacionarse o a qué profesión dedicarse. Especialmente triste es el destino del hijo que tuvo con su esposa cubana, y probablemente pensaba en él cuando se dirigía en la OEA a Arreaza, un apparatchik que, como el mismo escritor dijo en su alocución, "representa a la perfección el régimen dictatorial" de su país. Ampuero no solo conoció a muchos arreazas en La Habana: su vida estuvo a merced de arreazas durante años. Por suerte, y pese al enorme costo personal pagado, pudo sobrevivir a ellos y escapar, recuperar la libertad y pronunciar, como ministro de un país próspero y democrático y ante uno de los esbirros de una dictadura inspirada en la que él padeció, un discurso profundamente moral y apasionado como deben serlo la política y la vida. Un discurso que, además, nos permitió a muchos conocer a un hombre lúcido y honrado, capaz de cambiar de opinión y de mantener el idealismo también con coche oficial y vistiendo traje.

¡Gracias, canciller!

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