Territorios identitarios
Inermes ante un determinismo atávico y cuasi geológico, los españoles deben ajustarse al canon identitario que Goytisolo contribuyó a acuñar.
A pesar del insultante lazo amarillo que lucía en su solapa, el hispanófobo Joaquín Torra fue recibido por Pedro Sánchez el pasado día 9 en el Palacio de la Moncloa. Del contenido de la reunión entre el presidente de la Generalidad de Cataluña, que en sus tiempos de meritorio del propagandismo sedicioso caracterizó a los españoles como "bestias con forma humana", y el presidente del Gobierno de su odiada España dio cuenta a la prensa la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, quien, tras invocar al Centro de Investigaciones Sociológicas, sentenció: "Hace ya tiempo que la inmensa mayoría de los españoles se sentían cómodos, y completamente en una situación natural, siendo españoles y del territorio identitario al que pertenecen". Cumplía así doña Carmen con la obsesión que todo gobernante español tiene, desde las más altas instancias a las más modestas, pues, junto a los habituales y leguleyos lugares comunes ligados a nuestra Carta Magna, ningún representante público se priva de realizar su particular alabanza de aldea. Para ello, nada más socorrido que apelar a las señas de identidad, rótulo que comenzó a rodar hace más de un siglo y que alcanzó su apoteosis gracias a Juan Goytisolo, quien, después de casi una década de emigración voluntaria parisina, dio a la imprenta una novela titulada Señas de identidad.
El libro, de trasfondo autobiográfico, vio la luz por primera vez en México en 1966 gracias a la editorial Joaquín Mortiz, empresa fundada en 1962 por Joaquín Díez-Canedo Manteca, cuyo padre, el embajador y poeta Enrique Díez Canedo, ya había hecho una incursión en el mundo de las imprentas gracias a sus vínculos con las casas de libros Jasón y Ulises, integradas en una breve estructura editorial auspiciada por la Komintern en la España de finales de los años 20. Después de la primera edición de Señas de identidad, la segunda, ampliamente modificada, se lanzó también en México en el posrevolucionario año de 1969. Sin embargo, el impacto en España, no sólo de la obra sino, sobre todo, del título que figuraba en su portada, comenzó a sentirse en el periodo de transformación del franquismo en la actual democracia coronada. Fue entonces, con el libro publicado en Barcelona en 1976 por Seix Barral, cuando el rótulo señas de identidad comenzó a convivir armónicamente con otros ideológicamente compatibles, como hecho diferencial. También con comunidades diferenciadas, constructo muy caro al grupo encabezado desde finales de los 50 por el machadiano Dionisio Ridruejo, con el que Goytisolo, asistente en 1959 al homenaje tributado al poeta sevillano por el PCE en Colliure, junto a Louis Aragon, Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Simone de Beauvoir, Raymond Queneau y Pablo Picasso, compartía devoción literaria.
En la España autonómica, con sus raíces federalcatólicas, neutralizadoras del nacionalcatolismo, se dio la espalda a la doctrina escolástica del 'pactum translationis'.
Inmerso en esos círculos, Goytisolo cerró su trilogía con Reivindicación del conde don Julián (México, 1970) y Juan sin tierra, esta última publicada en España en 1975. Paralelamente, la construcción señas de identidad adquirió unos perfiles insospechados para el escritor barcelonés, que años después dejó por escrito el testimonio de su sorpresa. En efecto, en la España de las Autonomías comenzó la búsqueda, cuando no la pura creación, de unos atributos que acentuaran la diferencia en lugares ajenos a la frenología, disciplina que había quedado arrumbada tras la caída de Hitler, último convencido de unas ideas de las que Torra, capaz de percibir los baches en la cadena de ADN de los españoles, es un cultivador crepuscular. Esos lugares no eran otros que los que caen dentro del Reino de la Cultura, que recogió, tal y como lúcidamente desarrolló Gustavo Bueno en una de sus obras más celebradas, el testigo del Reino de la Gracia. En coherencia con esta traslación, no parece casual que fuera en las regiones españolas donde la impronta religiosa fue más profunda, allí donde el carlismo resistió y se travistió, donde mejor se arraigaron unas señas que debían ser cualquier cosa menos españolas. Al cabo, el menosprecio de Corte señalaba a Madrid.
Así, al calor del Mito de la Cultura, y de una generosa financiación, funcionarios, profesores y etnólogos se aprestaron a dotar de tales señas a esos pueblos que ya no pertenecían tanto a Dios como a una tierras o, por mejor decir, a unos territorios de los que parece emanar una energía telúrica capaz de imantar a quienes los pisan. Se consumaba de ese modo una verdadera revolución que iba mucho más allá de la querella en torno al centralismo, principal acusación que se lanza contra el franquismo y, a la vez, mal que les pese a los izquierdistas patrios, modelo favorito del marxismo. En la España autonómica, con sus raíces federalcatólicas, neutralizadoras del nacionalcatolismo, se dio la espalda a la doctrina escolástica del pactum translationis. La soberanía ya no procedería de un Dios que, como en las pinturas manieristas, se hacía visible entre los cielos nimbados, sino de un profundo y brumoso terruño que provee de identidad cultural a sus habitantes. Tal cambio de perspectiva favoreció el uso de una fórmula –territorios identitarios– cuyo origen, si nuestras indagaciones no son erradas, también es un México en el cual el catolicismo va perdiendo fuelle en favor de un indigenismo ya incorporado, acaso de forma retórica, por el propio AMLO.
Inermes ante un determinismo atávico y cuasi geológico, del que sólo los más descastados pretenden zafarse, los españoles deben ajustarse al canon identitario que Goytisolo, Premio Cervantes en 2014, contribuyó a acuñar. Un premio que le fue otorgado, entre otros motivos, por ser un firme partidario de aquello que se presenta como solución a todos los males: "Su apuesta permanente por el diálogo intercultural".
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