En un reciente artículo en las páginas de Le Figaro, el antiguo editorialista de Le Nouvel Observateur y veterano ensayista e historiador Jacques Julliard preconizaba sin ambages la pertinencia del sistema electoral que rige en Francia desde que De Gaulle fundó la V República, el escrutinio mayoritario a dos vueltas, del que llega a decir que es "una perla preciosa del ingenio político francés".
En España estamos inmersos en una profunda crisis política e institucional. En medio de esta crisis no son pocas las voces que, a veces con buena intención y a veces con muy mala, se alzan para pedir cambios en las leyes y hasta en la Constitución. Bastantes políticos y comentaristas, por ejemplo, exigen cambios en la Ley Electoral, casi siempre para defender un sistema nuevo que respete aritméticamente la proporcionalidad, de manera que en el Parlamento el porcentaje de escaños se corresponda con el porcentaje de votos obtenidos por los distintos partidos. Como es lógico, los políticos que más defienden ese aumento de la proporcionalidad en la distribución de escaños son de aquellas formaciones que se sienten perjudicadas por el actual sistema, que, aunque es proporcional, recibe la corrección que introduce la llamada Ley D’Hont.
Estas reivindicaciones vuelven a poner sobre el tapete un debate que ha sido eterno en las democracias. Sí, la democracia es el gobierno del pueblo, pero ¿cómo saber lo que quiere el pueblo –es decir, los ciudadanos– que sea el Gobierno, si esos ciudadanos sólo tienen –y cada cuatro años– la oportunidad de meter una papeleta en una urna con el nombre de un político o de un partido?
La primera solución al problema que plantea esta pregunta ha sido y es, como todo el mundo sabe, la democracia parlamentaria. Es decir, los ciudadanos eligen a sus diputados en las respectivas circunscripciones, y después estos diputados eligen al Gobierno. Por cierto, que esta última elección no hay que olvidar que siempre se lleva a cabo con criterio mayoritario. Por ejemplo, en España basta el voto de 176 diputados para que se forme un Gobierno, que gobernará sin tener en cuenta lo que han votado los ciudadanos que han optado por los partidos de la oposición. Y en el caso particular de los socialistas españoles, procurando hacer lo contrario de lo que deseaban los votantes de los partidos del centro y de la derecha. O sea, que los Gobiernos de España y de todos los países del mundo occidental se forman en los Parlamentos con criterios mayoritarios. Con la salvaguarda muy higiénica de que, al cabo de cuatro años, los ciudadanos pueden desalojarlos del poder.
Es en la elección de los diputados o parlamentarios donde hay disparidad de sistemas, que oscilan entre los mayoritarios puros, como en el Reino Unido y en los Estados Unidos, y los más proporcionales, como en Italia y, en gran medida, ya en España. Dejemos para otra ocasión la simple constatación de que las dos democracias de más solera y mejor asentadas han optado, desde hace siglos, por el sistema mayoritario y de que los sistemas que más han primado la proporcionalidad –la República de Weimar, la II República Española o la IV República Francesa– demostraron ser un perfecto galimatías y no fueron capaces de cumplir las más elementales aspiraciones de los ciudadanos, que ésas sí que siempre son idénticas: que los Gobiernos creen marcos donde puedan ejercer su libertad y encuentren oportunidades de prosperar.
Pues bien, dejando a un lado –y es mucho dejar– estas constataciones, las reflexiones de Julliard sobre el sistema francés del escrutinio mayoritario a dos vueltas son muy dignas de consideración.
Porque, detrás de su apariencia de equidad absoluta, el sistema proporcional no tiene en cuenta que el objetivo de una elección legislativa no es únicamente el de representar fotográficamente a todo el cuerpo electoral, con sus peculiaridades y contradicciones, sino el de reducir esas contradicciones hasta hacerlas compatibles con un gobierno estable. De ahí el papel terapéutico que cumple la segunda vuelta.
Y de ahí que los políticos y comentaristas que se pronuncian por reformar la actual Ley Electoral –que, sin duda, debe ser revisada en profundidad– deberían prestar más atención a la solución francesa, que incluso en los momentos de crisis de los partidos tradicionales, como los que ahora vive la République, ha permitido la formación de un Gobierno, que lo hará mejor o peor, pero que no se ve amenazado por mociones de censura patrocinadas por partidos minúsculos que acaban convirtiéndose en árbitros de toda la política de un país. Como ha pasado en España, y eso que aquí la proporcionalidad la tenemos corregida por el sistema del politólogo belga.
Con todo, aquellos que aborden la posible reforma de la Ley Electoral no pueden esquivar que la principal anomalía que ha creado en sus más de cuarenta años de aplicación ha sido la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas/separatistas. Algo que se habría podido evitar si el PSOE no hubiera actuado en demasiadas ocasiones como un partido nacionalista más, pero que se evitaría para siempre con una ley que acabara con esa sobrerrepresentación.