La ucronía revolucionaria
Lo que espera la izquierda es que la premisa aceptada para el Valle de los Caídos se extrapole a la Monarquía.
A la izquierda, que ha logrado implantar el mito de ser la auténtica representante del pensamiento crítico, le vienen de perlas ciertos temas con los que la derecha no suele acertar a encontrar argumentos razonables y bien fundamentados. Así, por ejemplo, es evidente que la derecha está contra las cuerdas cuando de la eutanasia no sabe decir nada mejor que "Dios da la vida y Dios la quita", o cuando defiende los toros porque "es una tradición y siempre los ha habido". En uno y otro caso seguramente podría hacer mejores alegatos, pero la derecha contemporánea se jacta de ser pragmática y esquiva el desarrollo teórico, mientras que en cambio la izquierda se mantiene fiel a su costumbre de acuñar toda clase de doctrinas y jergas para justificar hasta las ideas más delirantes.
Con el asunto del Valle de los Caídos la cosa ha vuelto a funcionar. La izquierda propone exhumar a Franco y deja a la derecha desarmada, porque ¿qué puede opinar un demócrata sobre un monumento en el que se exalta a un dictador? Por otra parte, sabemos que la derecha se opone a las políticas de la llamada memoria histórica. Pues bien: enzárcese usted ahora en explicar cómo es que estando de acuerdo con desacralizar a Franco no le parece bien el espíritu que mueve ese reclamo. Tratando de hacerlo, veremos perderse a la derecha en balbuceos inconsistentes, comparables al de que sólo Dios quita la vida o al de que los toros se llevan desde siempre: que si no es el momento… que el Gobierno sólo quiere distraer la opinión pública de otros asuntos más importantes… que no es un tema que preocupe a los españoles, etc., etc.
La coartada de la de Memoria Histórica que se presenta como una ley neutra, aceptable para cualquier demócrata; cuando en realidad es patente que se trata de un instrumento político estratégicamente dirigido a imprimir a la sociedad un sesgo ideológico. No es con un muerto con quien se empeñan en luchar los desenterradores de Franco –tal y como ha sugerido alguna alma cándida–, porque al muerto, en efecto, no se le puede perjudicar. Se puede y se busca perjudicar desde el muerto, eso sí; porque el mensaje implícito es que en la España actual siguen vigentes muchas cosas que llevan el sello de la dictadura y que deben ser arrancadas por la memoria histórica. Pero está claro que el panteón de Cuelgamuros, las estatuas y el callejero no son el verdadero objetivo. Lo que espera la izquierda es que la premisa aceptada para el Valle de los Caídos se extrapole a la Monarquía, cuya restauración es presentada como otro resto de las acciones del franquismo.
Y, bueno, es que resulta que sí: la Transición no podría desligarse de una serie de condiciones abonadas por Franco –la más evidente, la de la sucesión en la Jefatura del Estado–. Ahora bien, eso no convierte en franquista al sistema democrático que se consiguió levantar a partir de aquella base, porque –como resienten todos aquellos falangistas que acusan a Suárez y al rey Juan Carlos de traidores–, la apertura a la libertad y al pluralismo se logró precisamente aplicando a los planes de Franco una manga ancha por cuyo hueco terminaron escurriéndose.
La derecha debería proclamar sin complejos que la mayor virtud de la Transición fue, precisamente, la de haber evitado la demolición violenta y tumultuaria, y la de haber conducido las cosas de un estado al otro de manera pacífica y civilizada.
Sin embargo, y para no meterse en jardines, los que defienden la legitimidad democrática de la Monarquía parlamentaria han creído encontrar un modo de echar balones fuera aceptando –y hasta promoviendo– una ocurrente lectura del pasado según la cual la Transición fue, en realidad, una revolución; es decir, que a la voz de sus líderes los españoles respondieron echándose a la calle y dando rienda suelta a su bullente deseo de derrocar el statu quo. Muchos parecen pensar que esta línea narrativa se non è vera è ben trovata, porque a fin de cuentas le concede al sistema democrático un móvil autónomo. Yo, en cambio, no estoy seguro de que constituya un acierto.
Primero, porque es una mentira fácilmente desmontable. Y cuando se la desmontan, la derecha tiene que bajar la mirada bajo esa culpa que, asombrosamente, la acalla y la ruboriza: la de carecer de raíces revolucionarias –por más que tal rasgo parece bastante adecuado para una derecha, si es que el nombre de Burke sigue teniendo para ella algún significado–. Ciertamente, el pensamiento social del mundo contemporáneo ha impuesto la idea de que el máximo motivo de orgullo para un pueblo tiene que ser el de haber hecho la revolución. Da igual que haya producido incomparables monumentos en el arte, en las letras o en la cultura; da igual que haya realizado hazañas formidables; da igual que haya engendrado mundos nuevos y ensanchado el planeta: si no puede jactarse de héroes con el puño en alto, su desempeño en la historia habrá sido miserable.
Y es ese complejo el que ha acogotado a España a lo largo de los dos siglos pasados, durante los cuales ha vivido esperando la revolución como quien espera al Mesías. Pero en propiedad no es que le hayan faltado revoluciones; es que, como ninguna ha cambiado las cosas y todas al fin se han traducido en caos y en anarquía –propiciando la intervención de caudillos que llegaban a poner orden–, se ha vuelto crónica la percepción de que han sido sistemáticamente segadas, y de que es necesario seguir insistiendo hasta que llegue la definitiva.
Pues bien: si la derecha quiere fundar sus títulos democráticos en la fábula de que la Transición fue revolucionaria, sus adversarios –que tampoco hicieron ninguna revolución, por cierto, pero que no pierden la esperanza de hacerla– tendrán fácil contradecírselo, o echarle en cara que todo aquello no pasó de ser un ejercicio de anticlimático gatopardismo. En lugar de eso, yo creo, la derecha debería proclamar sin complejos que la mayor virtud de la Transición fue, precisamente, la de haber evitado la demolición violenta y tumultuaria, y la de haber conducido las cosas de un estado al otro de manera pacífica y civilizada. Pero no puede obviarse que ello fue posible porque así lo facilitaron los que pertenecieron al régimen o simpatizaron con él. Si ahora la Transición debe excluirlos para resultar válida, estamos ante una disyuntiva; porque, o invalidamos la Transición, o se la atribuimos exclusivamente al antifranquismo –es decir, a la izquierda–. La derecha verá bajo cuál de las dos opciones prefiere claudicar ante quienes le niegan el derecho a llamarse democrática.
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