Colabora
Marcel Gascón Barberá

Una mala película

Solo la comunión en una fe ideológica que atropella toda decencia y pasa por encima de la más elemental lógica puede explicar la obsequiosidad del Gobierno de España con la Venezuela chavista.

Archivo

No sé si como premio a las detenciones continuadas de opositores, disidentes y comerciantes enemigos del pueblo a los que acusa de la escasez. Si en agradecimiento por la muerte al caer desde el décimo piso de un edificio de la policía política del concejal opositor Fernando Albán (el siniestro it’s raining men chavista), o por el destierro a España tras más de cuatro años encerrado sin juicio del joven activista Lorent Saleh. O quizá sea en reconocimiento a esos aumentos brutales del salario mínimo con que la revolución chavista demuestra su compromiso social, aunque reviente con ello todos los medidores inflacionarios y condene aún más a la miseria al sufrido pueblo que en mal día se empeñó en salvar. El caso es que el Gobierno de Sánchez ha encontrado motivos para cambiar la política de Rajoy (y de toda la Unión Europea) sobre Venezuela.

Si no se equivocan las informaciones que han publicado todos los periódicos, España propondrá esta semana a la Unión Europea cambiar las sanciones a Venezuela por diálogo, por más diálogo. Las sanciones de Bruselas se han limitado hasta ahora a la hacienda personal y el derecho de entrar a territorio europeo de unos cuantos gerifaltes chavistas. No es que este tipo de medidas tengan grandes efectos sobre la capacidad de supervivencia del régimen. Pero al menos salvan la cara de los Gobiernos europeos y hacen la vida un poco más difícil a quienes están desde hace años en guerra con los venezolanos. Del diálogo, en cambio, ya sabremos que no servirá en absolutamente nada a la causa democrática en Venezuela. Como antes el de Chávez, el Gobierno de Maduro ha utilizado siempre las negociaciones para dar la impresión de que negociaba. Mientras sin dejar de detener y denigrar a sus interlocutores de la oposición enredaba con apretones de manos y viajes de placer a la República Dominicana, Maduro ganaba tiempo. El que le concedían los Gobiernos ingenuos que aún contemplaban algún avance, alguna cesión y aparcaban unas semanas más sanciones o acciones internacionales contra Caracas.

Lo que significa el diálogo lo vimos en la última ronda de conversaciones entre la oposición y el chavismo. Se celebró en Dominicana en febrero bajo los auspicios del desconcertante Zapatero (¿en qué anda metido José Luis? ¿Le pagan mucho? ¿Les debe algo?) y buscaba conseguir unas elecciones limpias, tremenda empresa con el chavismo. Dijeron entonces Zapatero y el régimen que no se llegó a un acuerdo por muy poco. Muy poco era que Maduro soltara a los presos políticos, permitiera a todos los líderes opositores presos o inhabilitados presentarse a las urnas y devolviera los poderes que le quitó al Parlamento después de la victoria opositora. Ese muy poco era lo que Zapatero le pedía a la oposición que aceptara. Muy poco, poquísimo, pero solo para los venezolanos. Porque imagínense que Zapatero le pidiera al PSOE que aceptara ir a elecciones con todos sus grandes líderes inhabilitados y decenas de barones entre rejas. Nada hace pensar que la nueva tanda de diálogo que proponen Zapatero y Sánchez sea diferente. Maduro y su corte jamás aceptarán ningún compromiso que ponga en riesgo su posición de poder. Entre otras cosas porque difícilmente evitarían la cárcel si el régimen cae.

Solo la comunión en una fe ideológica que atropella toda decencia y pasa por encima de la más elemental lógica puede explicar la obsequiosidad del Gobierno de España con la Venezuela chavista. No esperábamos nada de Zapatero, pero es un escándalo que ahora se le sume Sánchez, aunque solo sea porque es el presidente, y quizá veamos pronto al presidente de España presionar a la oposición venezolana para que acepte ese muy poco. Es imposible al pensar en todo esto no destacar la sangrante contradicción que suponen la complacencia con el dictador vivo (Maduro) y el celo justiciero con el muerto (Franco). Pero no hay mayor misterio. Todo vuelve a la ideología.

Una buena muestra de la relación de buena parte de la izquierda española (y desde luego de la que gobierna) la dio el otro día en El País un hombre llamado Jordi Costa. Escribía sobre el documental de Carlos Oteyza y Enrique Krauze El pueblo soy yo, que lleva como subtítulo "Venezuela en populismo"y se ocupa del proceso revolucionario que ha llevado a la tragedia actual del país. Lo primero que hace Costa es lamentar la "obsesión" española con Venezuela. Lo que con cualquier otra dictadura sería encomiable compromiso humanitario es aquí una obsesión enfermiza. "A esta película (...) le hubiese sentado bien evitar subrayados enfáticos en sus desoladoras imágenes de supermercados vacíos y niños hurgando en las basuras de la Caracas contemporánea", escribe el crítico, que seguro no se habría atrevido a afear el énfasis a una condena de los vuelos de la muerte en las dictaduras del Plan Cóndor. "También hubiese sido deseable que se aportara alguna luz sobre el paisaje de la oposición: la película impide apreciar si la disidencia es o no parte del problema". Cómo iba a serlo, si ni siquiera ha olido el poder desde la victoria del caudillo Chávez en 1998. Cada vez que ha ganado una elección desde 1999 le han creado un ayuntamiento o una gobernación paralela, dirigida por chavistas nombrados a dedo con todos los recursos que le correspondían a la institución original. Si algún candidato destacaba, lo encarcelaban o le prohibían presentarse, y la única vez que ganó bien, en las legislativas del 2015, el régimen tardó unos días en desactivar el parlamento.

"Qué asco leer este tipo de artículos de periodistas españoles para los que el genocidio en Venezuela es solo una película que no los convence", sentenció en Twitter el escritor Rodrigo Blanco Calderón, con extrema precisión y capacidad de síntesis. (Aunque yo no hubiera dicho "genocidio").

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario