De Derio a Alsasua
Los incidentes de Alsasua, más allá de su actualidad y gravedad, permiten evocar lo acaecido hace medio siglo en el Seminario Diocesano de Derio.
El pasado 4 de noviembre, Albert Rivera logró reunir en la localidad navarra de Alsasua a representantes del Partido Popular, VOX, encabezado por su presidente, Santiago Abascal, y miembros de su propio partido, Ciudadanos. Al acto, organizado por la plataforma España Ciudadana, acudió la terna de organizaciones políticas que algunos etiquetan como "constitucionalistas", mientras otros prefieren confinarlas entre los estrechos márgenes comprendidos entre la "derecha" y la "extrema extrema derecha". Se trataba, tal y como se precisó en la convocatoria, de realizar un acto en apoyo de la Guardia Civil y a favor de la unidad de España, justo en el municipio en el que, durante la madrugada el 15 de octubre de 2016, dos guardias civiles y sus parejas, fueron agredidos por un grupo de individuos que poteaban en el bar Koxka. Dos años después de que ocurrieran aquellos hechos, siete alsasuarras cumplen condenas que oscilan entre los dos y los trece años, por delitos de odio.
En medio de la tensión reinante en la Plaza de los Fueros, acordonada por la Guardia Civil y aromatizada por el estiércol acopiado por los lugareños, los discursos de quienes tomaron la palabra, entre ellos, el de Fernando Savater y el de la víctima de ETA, Beatriz Sánchez Seco, tuvieron como fondo el ruino de sirenas e insultos. La berrea abertzale estuvo, además, acompañada por una lluvia de mecheros y piedras. Un último elemento completó la escena, el continuo repiqueteo de las campanas de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, hecho que llamó poderosamente la atención, pues las relaciones entre la Iglesia vascongada, pero también la navarra, con los movimientos separatistas más o menos violentos, son un clásico. Si el sabotaje callejero es una constante en este tipo de actos, el tañido del bronce ha dado lugar a múltiples reacciones, máxime después de que la parroquia hiciera público un comunicado, de exquisita y equidistante redacción, en el que se desmarcaba del bandeo de las campanas. La calculada nota lamentaba "la utilización de la iglesia para fines al margen de su misión pastoral", y descargaba toda la responsabilidad de lo ocurrido en la actuación de unos jóvenes que, "por la escalera del coro han accedido al campanario, sin conocimiento de los sacerdotes de la parroquia, que estaban en la sacristía". La polémica no cesó con la emisión del texto, pues el cura Francisco Javier Izco, en el curso de una entrevista radiofónica realizada por Dieter Brandau, exhibió lo que sólo gracias a un excesivo ejercicio de generosidad, cabe calificar como cautelas, en relación a la actitud que la Iglesia española mantiene en las regiones donde el separatismo a punto está de salir bajo palio.
Los incidentes de Alsasua, más allá de su actualidad y gravedad, permiten evocar lo acaecido hace exactamente medio siglo en el Seminario Diocesano de Derio. En aquellos preconstitucionales días, noviembre de 1968, sesenta sacerdotes y seminaristas, encuadrados en el llamado grupo Gogor –"firmeza", en vascuence- se encerraron durante un mes en señal de protesta. Del mismo modo que en el municipio navarro, desde tan cristianas dependencias se emitió un texto cuyo destinatario fue el papa Pablo VI. Sin embargo, la del grupo que se acogió a un nombre de resonancias tan espinosianas, no era la primera misiva enviada a la Santa Sede. Años antes, también en el mes de noviembre de 1944, se cursó una Memoria dirigida a S. S. el Papa Pío XII por varios miembros del clero vasco, en el que los ensotanados se quejaban de la situación vivida por diversos miembros de la iglesia vasca, la misma que, en su momento, y gracias a los oficios jesuíticos de sacerdotes como Alberto de Onaindía Zuloaga, facilitó el pacto de Santoña.
El manifiesto de Derio contó incluso con otro precedente en los inicios de la década revolucionaria. En efecto, el 30 de mayo de 1960, 339 sacerdotes de las tres provincias vascas y de Navarra, invocaron los derechos naturales del hombre y de los pueblos, para denunciar la conculcación de los del pueblo vasco, pero también, sin que los firmantes percibieran problema dialéctico alguno, los de la clase obrera, pretendidamente universal. Al cabo, en el rebaño pastoreado por estos clérigos, figuraban representantes interclase de las esencias vascas, pero también piadosos maketos. La queja, que encontró difusión en The Times, New York Herald y New York Time, apelaba al "derecho a la autodeterminación de todo pueblo, de todo grupo étnico, de toda personalidad física o moral, dentro de los cauces establecidos por la ley natural y el derecho positivo-divino". Ocho años después, la epístola bilingüe de Derio incluyó afirmaciones del siguiente tenor: "Actualmente el pueblo vasco se encuentra repartido entre dos estados separados por la cordillera pirenaica. Los vascos vivimos en dos coordenadas distintas de vida: el sistema francés y el sistema español con sus centros políticos en París y Madrid. Las características de nuestro pueblo van desapareciendo, pues tales Estados han impuesto su ser nacional y sus culturas dominantes, la gala y la castellana, sobre la etnia vasca". En sintonía con los tiempos, la Iglesia, inmersa en el diálogo cristiano-marxista, era consciente de la importancia de tener presencia dentro de los ambientes obreros, siempre amenazados de caer bajo el influjo comunista y ateo. Ello determinó que se constituyeran organizaciones cristianas como la JOC -Juventud Obrera Católica- y la HOAC -Hermandades Obreras de Acción Católica-, que se emplearon a fondo en la industrializada Vizcaya. Los efectos de esta labor también se dejaron sentir en el texto de Derio. En él se apostaba por una Iglesia al servicio de los pobres y los oprimidos. Una Iglesia que se definía, literalmente, como "indígena", como voz, eusquérica fundamentalmente, de un pueblo trabajador como el vasco.
En ese contexto, los religiosos denunciaron "ante los españoles y ante el mundo entero, la política, que hoy impera en España, de preterición, de olvido, cuando no de encarnizada persecución, de las características étnicas, lingüísticas y sociales que nos dio Dios a los vascos". Tan tremendista afirmación no señalaba a "los españoles", sino a una elite encabezada por un tirano, al que acaso cabía aplicar la doctrina de Juan de Mariana, responsable de lo se entendía como una maniobra destinada a "la castellanización del pueblo vasco". Cincuenta años más tarde, la Iglesia vasca, cómplice de todos los movimientos hispanófobos que han prendido en la denominada Euskal Herria, ha perdido a gran parte de su feligresía, sin embargo, sus numerosas instituciones educativas siguen dando cauce a muchos de los objetivos señalados en Derio. Aunque los templos están casi vacíos y, como en el caso de Alsasua, apenas sirven para dar decibelios al odio, uno de los mayores logros de su labor ha sido la configuración de una conciencia tan presente, a pesar de su disparidad estética, en los consejos de administración como en las herrikotabernas, alfa y omega del indigenismo vasco.
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