Desde hace ya algunos años, aumentan en cantidad e intensidad las voces que proponen reformar la Constitución para eliminar o al menos recortar el Estado autonómico con el objetivo de fortalecer la nación. Se podrá estar de acuerdo o no con ello, pero no se propone vulnerar la Constitución ni los procedimientos establecidos en ella. Por otro lado, el actual Gobierno está sostenido por varios partidos cuyo objetivo explícito es la destrucción de la nación mediante la vulneración de la Constitución. Absurdamente, los inquilinos de la Moncloa y los medios de comunicación a su servicio califican la primera posición como anticonstitucional y la segunda como constitucional. Y después se sorprenderán del hartazgo creciente de los españoles.
Pero ¿tan absurda es la propuesta de reforma autonómica, apoyada por una cantidad creciente de españoles, como indican las encuestas? Reflexionemos un momento sobre ello. Y, para comenzar, olvidémonos hoy del absurdo concepto nacionalidades, insostenible plasmación terminológica de la especialidad de algunas regiones españolas que justificaría su autogobierno.
Olvidémonos también del absurdo concepto históricas, como si las demás regiones españolas no tuvieran historia. Porque el motivo de la especialidad histórica de País Vasco, Cataluña y Galicia no fue ninguna singular antigüedad ni ninguna singular importancia política independiente en el pasado, razones que, por el contrario, sí definirían a otras regiones, empezando por los cuatro reinos constitutivos de España: Castilla, León, Navarra y Aragón. Su especialidad histórica, según nuestros padrastros constitucionales, radicó en el hecho de que esas tres regiones elaboraron estatutos de autonomía durante la Segunda República. Y punto. Probablemente sea imposible encontrar en el constitucionalismo comparado una frivolidad semejante y de tan hondas consecuencias jurídico-políticas.
Y olvidémonos también de que la Constitución, y especialmente su Título VIII, se redactó bajo la amenaza de los crímenes etarras, como confesaría posteriormente uno de sus redactores, Gabriel Cisneros.
Dejémonos de teorías y limitémonos a unos pocos asuntos prácticos. Empecemos por lo más urgente: las comunidades autónomas han demostrado ser una herramienta en manos de los separatistas para enfrentar a unos españoles contra otros y dinamitar el Estado desde dentro. El caso más evidente o, al menos, el de mayor actualidad es el golpe de Estado perpetrado por los gobernantes autonómicos catalanes, golpe que todavía sigue operativo debido a la inútil aplicación del artículo 155 por el inútil Rajoy. Y, evidentemente, a la complicidad de Sánchez, incurable hispanófobo, como casi todo su partido.
Pero el golpe es simplemente el último paso de un proceso que ya dura cuarenta años. Porque el Estado de las Autonomías es lo que ha permitido que los separatistas utilicen los medios de comunicación públicos, pagados por todos los españoles, como instrumentos privados para lavar el cerebro de los ciudadanos. Sólo por este motivo deberían haber sido cerrados hace décadas. Y sus responsables, procesados. Y, paralelamente a esto, el Estado de las Autonomías ha hecho posible que la enseñanza se haya diseñado para inocular el odio separatista a los niños desde pequeñitos. Sólo por este motivo, las competencias educativas deberían haber sido recuperadas por el Gobierno de la nación hace décadas. Y sus responsables, procesados. Por consiguiente, mantener el tinglado autonómico es la mejor manera de garantizar la autodestrucción de España.
Por otro lado, el muy progresista Estado de las Autonomías ha conseguido retrasar el reloj de España varios siglos, hasta los lejanos tiempos de la fragmentación jurídica del Antiguo Régimen. Gracias a las Autonomías, España es el único país de Europa que, en pleno siglo XXI, ha recuperado desigualdades jurídicas, fiscales, sanitarias y escolares que asombran más allá de nuestras fronteras. Por no hablar de la desquiciada conversión de las lenguas en medios de incomunicación, segregación y discriminación.
Otro de los efectos perniciosos del Estado de las Autonomías es su insoportable coste. Porque ha multiplicado hasta el infinito consejeros, diputados, cargos, funcionarios, asesores y enchufados con el resultado de convertir una Administración eficaz y económica, como lo era la española hasta 1978, en un mastodonte artrítico que enreda la vida de ciudadanos y empresas en su telaraña legislativa y los aplasta bajo una presión fiscal inaguantable. ¿Por qué hay que mantener una estructura autonómica carísima que sólo puede conducir a la bancarrota de España? ¿Qué preferimos, funcionarios superfluos y politiquillos inútiles o pensiones dignas y hospitales excelentes?
Paralelamente a lo anterior, salta a la vista que el Estado de las Autonomías es una ciénaga de la que manan mil y una corrupciones. Sus beneficiarios no han sido los ciudadanos, que ninguna ventaja han sacado de ello, sino unos partidos que lo han utilizado para colocar a miles de afiliados dedicados a la política no por vocación de servicio público, sino por concebirla como una agencia de colocación. Lo que se esconde tras el trampantojo del acercamiento de la Administración a los ciudadanos es el acercamiento del dinero público al bolsillo de corruptos e inútiles.
Y, finalmente, una sencilla cuestión técnica relacionada con dicho acercamiento de la Administración a los ciudadanos, uno de los principales argumentos desplegados en 1978 en defensa de la descentralización autonómica. Porque en 1978 no había Internet. Pero hoy, cuando la mayoría de las operaciones administrativas, judiciales, bancarias y comerciales ya no las hacemos en oficinas sino sentados ante nuestro ordenador o a través del teléfono móvil, el Estado de las Autonomías es una absurda reliquia del pasado. Sencillamente sobra.
¿No están cerrando, tanto en España como en todo el mundo, miles de comercios debido a la venta por internet? ¿No están reduciéndose las plantillas de bancos y otras entidades debido a que los clientes operan desde casa?
¿Quieren reformar la Constitución para adecuarla a los tiempos, como repite casi todo el mundo, incluido el rey Felipe VI? Pues ya saben por dónde podrían empezar.