Tesis por encargo
La universidad se ha lanzado a una carrera por la mediocridad docente y ello constituye un poderoso incentivo para la aparición de negocios.
Seguramente debido a una de esas extrañas combinaciones o concatenaciones del big data, en las últimas semanas, cada vez que entro en el digital de uno de los más reputados periódicos españoles se me despliega un anuncio muy tentador en el que me ofrecen la realización de todo tipo de trabajos académicos con garantía de aprobado e incluso de originalidad. Desde el fin de grado hasta la tesis doctoral, pasando por el fin de máster, de todo hay en este mercado que debe estar empezando a ser floreciente porque, profundizando en su estructura, resulta que hay ya varias empresas compitiendo en él. Su presentación en la web habla de "tu matrícula de honor", de "servicio integral", de "tu éxito", de "universitarios en apuros" e incluso de "100% único" y "0% de plagio". Además, como corresponde al momento del calendario, se ofrecen rebajas, descuentos, bonos y precios competitivos. En fin, como en cualquier otro mercado en el que el consumidor es el rey, aunque evidentemente estemos hablando de una actividad delictiva en la que el autor suplanta la personalidad del alumno y éste, además, falsifica un documento público, obteniendo de esta manera un título universitario de forma ilegítima.
Los aspectos delictivos de este mercado son llamativos, aunque al parecer no han suscitado ninguna acción policial o judicial para reprimirlos. Ni siquiera hemos visto a las universidades —y menos aún al lobby de los rectores, la CRUE— preocuparse por el tema y pedir auxilio a las autoridades del Estado para abordarlo. Y eso que llevamos una buena temporada echando pestes sobre los políticos que han aprobado todo tipo de cursos tocándose el bolo. Esto último es, precisamente, lo que hacen los estudiantes que contratan en ese mercado. Y, por cierto, también los profesores que tienen asignadas entre sus obligaciones docentes la dirección de los referidos trabajos.
¡Ah! Los profesores. En la universidad no hay trabajo académico evaluable que no haya tenido que ser obligatoriamente dirigido por un profesor; incluso, en el caso de las tesis, por uno que cuente con el título de doctor —y actualmente con varios sexenios de investigación evaluados positivamente por la agencia estatal del ramo—. ¿Cómo es posible, entonces, que florezca el mercado de los trabajos por encargo? Pues es muy fácil: porque hay profesores —me temo que numerosos— que pasan olímpicamente de su dirección, salvo para contabilizarla en su dedicación docente y cobrar por ella. Y los hay porque la universidad no hace absolutamente nada para controlar la efectiva realización de este tipo de actividad. Más aún, en muchos centros la evaluación de los trabajos que presentan los alumnos corresponde a su director porque se han suprimido los tradicionales tribunales de tres miembros —ninguno de ellos implicado en la tutela de los alumnos— que, en otras épocas, se ocupaban de aprobarlos o suspenderlos. Es verdad que esta última fórmula no resulta óptima, pues no es insólito que un director reconozca públicamente no haberse trabajado el asunto. Pero peor es nada.
Alguna experiencia tengo acumulada en este tipo de menesteres y lo que deduzco de ella es que las cosas se están haciendo rematadamente mal, dando lugar a consecuencias indeseables. Por ejemplo, en muchos centros se comprueba que los profesores más exigentes con sus alumnos que no transigen con la presentación de trabajos mediocres o de trabajos sobre los que los alumnos no se han presentado para su seguimiento, son los menos demandados. Mientras tanto, los docentes que pasan de la laboriosa tarea de dirección a cambio de aprobar cualquier cosa con apariencia de trabajo académico, tienen siempre un exceso de peticionarios. Es la ley del mínimo esfuerzo. La universidad se ha lanzado a una carrera por la mediocridad docente y ello constituye un poderoso incentivo para la aparición de negocios como los que estoy comentando. Tomen nota los rectores y los decanos porque a lo mejor no estaría mal cambiar el modelo y volver a los viejos exámenes de licenciatura donde los alumnos tenían que mostrar sus conocimientos ante un tribunal. O tal vez hubiera que imitar a las escuelas de ingeniería que, en esta materia, todavía mantienen un nivel aceptable.
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