Cuarenta y cinco años después de la muerte de Franco, las vírgenes vestales de la diosa Democracia a veces aúllan de indignación y a veces se mueren de risa cuando recuerdan que los dirigentes franquistas consideraban malos españoles a sus opositores. En moderno politiqués: cuando recuerdan que los franquistas establecieron un cordón sanitario para censurar a quienes no compartieran los principios básicos del régimen.
Grave error, el de los franquistas, ciertamente, porque ser un buen o un mal español, igual que un buen o un mal francés, o un buen o un mal inglés, no depende de las opiniones políticas de cada cual. Pero, al fin y al cabo, no hay que olvidar que aquél fue un régimen no democrático surgido de una guerra civil, por lo que no es del todo incomprensible que los vencedores se considerasen en un plano superior a los vencidos, al igual que con cualquier otra guerra en cualquier otro lugar del mundo en cualquier época de la historia. Y no se me ponga usted mojigato, democratísimo lector, que le veo venir. Acéptelo: la fuerza de las armas ha sido –y, nos guste o no, seguirá siéndolo– la principal fuente de legitimidad política desde que el mundo es mundo.
Pero no crea usted que eso de los cordones sanitarios es vicio exclusivo de los regímenes dictatoriales: ¿recuerda las inmortales palabras del argentino Federico Luppi y otros colegas de la farándula zurda clamando hace una década por un cordón sanitario contra el Partido Popular, máximo representante del fascismo por aquel entonces?
Ahora tenemos un nuevo apestado, al que hay que encerrar en la leprosería para que no contagie a los sanos: Vox. Pues, con su entrada en el escenario político por la puerta andaluza, el partido de Santiago Abascal ha conseguido que el PP, ¡por fin!, haya recibido la bendición por parte de las vírgenes vestales de la diosa Democracia. Lo suyo le ha costado, vive Dios, aunque parece que no va a disfrutarlo mucho tiempo: ¡cuarenta años genuflexo ante la izquierda, recibiendo sumiso sus salivazos, para ser admitido entre los justos ahora, precisamente ahora, cuando probablemente no tarde en desmoronarse debido, precisamente, a su eterna claudicación ante la izquierda!
Por otro lado, el cordón sanitario en torno a Vox ha necesitado muy poco tiempo para batir récords de unanimidad, extensión y solidez: no sólo lo practican los demás partidos, celosos de su virginidad democrática y sus prebendas, sino que los periodistas les niegan sus micrófonos, los opinólogos sus simpatías y, ¡cómo no!, la subvencionadísima casta zurdofarandulera sus saraos. Fresquísimo está el "Sois unos mierdas" de Eva Hache, pero quedémonos con la sentencia magnífica, mayestática, imperial, con la que Pedro Almodóvar, ese espejo de la andante caballería, resumió la cuestión en la última gala de los Goya: "Les niego la existencia". ¡Ni Dios osó llegar a tanto con Lucifer!
Este obtuso juntaletras, sin embargo, no acaba de comprender cómo se encaja todo esto –ya fuese con el PP, con Vox o con cualquier otra opción política– con el artículo 14 de la Constitución, ése que proclama que "los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social". Subrayemos la palabra clave en este caso: opinión. Pero todo esto de los cordones sanitarios, tan explicables en regímenes dictatoriales, y más aún si surgieron de una guerra, ¿no deberían ser inadmisibles, por emplear un adjetivo suave, en un régimen democrático? ¿Qué son sus propugnadores sino dictadorzuelos disfrazados de demócratas para vulnerar los derechos políticos de quienes no opinan como ellos?
Autoproclamados defensores de la tolerancia y la libertad, estos intolerantes liberticidas no son otra cosa que la peor variedad de los totalitarios, mucho más antipáticos que los explícitos: los totalitarios hipócritas. Porque alardean de ser la tolerancia hecha carne mientras expulsan de su privilegiado club a los que osen no compartir sus opiniones. Recuérdelo, liberalísimo lector: el totalitarismo no es propiedad privada de las dictaduras; también se puede ejercer en nombre de la democracia.
La técnica utilizada es siempre la misma. Cuando se emiten argumentos pecaminosos, los totalitarios hipócritas, en vez de contrarrestarlos con otros argumentos, utilizan el arma propia de los castrados mentales: el improperio. Un par de ismos de ésos que paralizan de horror (racismo, fascismo, ultraderechismo, machismo), y ya pueden descansar seguros de haber enviado al pecador a las tinieblas exteriores, más allá de su cordón totalitario.
Para ellos la democracia consiste en que sólo sus opiniones son dignas de ser expresadas. Pero la democracia es una regla de juego que implica la abolición de la fuerza como fuente de legitimidad política y la libertad de expresión para todas las opiniones. Sin embargo, también en los regímenes democráticos, aunque cueste reconocerlo y se aleguen mil excusas para justificarlo, hay límites a la libertad de expresión, como en cualquier dictadura. Quizá sea más amplio el abanico de posibilidades, pero no deja de tener sus límites infranqueables, cada vez más estrechos, fijados por la corrección política progresista. Corrección política progresista a la que, dicho sea de paso, jamás se le ha ocurrido promover cordones sanitarios contra los portavoces políticos de los criminales etarras, y mucho menos aún contra los encargados de recoger las nueces, ésos que, lejos de ser considerados unos apestados, disfrutan constantemente de la condición de socios privilegiados de los sucesivos gobiernos nacionales.
De lo que habrá que sacar la molesta deducción de que entre una democracia y una dictadura, del signo que sea, sólo hay diferencias de grado, no de esencia. ¿Será la tendencia hacia el totalitarismo lo natural en las sociedades humanas? ¿Estaremos condenados a que siempre haya cordones totalitarios para enmudecer a quienes no comulguen con las ruedas de molino de cada tiempo y lugar?
Lo único que ha cambiado entre los malos españoles del franquismo y los malos demócratas de hoy es a quiénes les toca en cada momento el papel de perseguidores y a quiénes el de perseguidos. Y los perseguidores de hoy son los que presumen de campeones de la libertad, la tolerancia y la democracia.
Disculpen ustedes: tengo que ir a vomitar.