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José Carlos Rodríguez

El conservadurismo después de Trump

Trump se aferra a la sociedad que no se ha avenido a cambiar con los designios del progresismo

Trump se aferra a la sociedad que no se ha avenido a cambiar con los designios del progresismo
Donald Trump, en un cóctel con 1.000 hamburguesas I Susan Walsh / AP

Se llama conservadurismo por algo. Es una resistencia al cambio, cuando éste pone en peligro lo que conocemos y apreciamos. El cambio, después de la Revolución francesa, viene impregnado de la voluntad de cambiar la sociedad para ahormarla a un conjunto de ensoñaciones, no tan complejas como para no caber en un discurso. De modo que el conservadurismo siempre tiene algo de reacción; despierta en cuanto ve la amenaza. El conservadurismo lleva, necesariamente, a una reflexión sobre lo que hay, o sobre lo que hubo, en busca de sentido; en busca de las miserias, pero también de las virtudes del entramado humano del pasado.

El pensamiento político en los Estados Unidos no ha asumido esa dicotomía entre un progreso esplendoroso y un pasado humilde pero real, hasta la emergencia del progresismo a finales del XIX. Aún así, el conservadurismo tardó en despertar; quizá lo hizo demasiado tarde, cuando las dos Guerras Mundiales y el New Deal acabaron por transformar la sociedad y la política estadounidense.

Con la Guerra Fría, el conservadurismo en los EEUU fue ganando confianza de forma paulatina, pero firme. La trémula construcción del conservadurismo estadounidense se realizó contra el triunfante keynesianismo, por un lado, y contra la amenaza del comunismo, por el otro. Con dos enemigos claros, con un corpus teórico cada vez más consistente, y con raíces en lo mejor de la historia del país, el conservadurismo pasó de ser un movimiento alejado del debate nacional a ser el más importante de todos.

En la política de aquel país esa evolución se observa de Richard Nixon, incapaz de asumir los principios del libre mercado, a Ronald Reagan e incluso a Bill Clinton, que presidió en una época de gran prosperidad gracias a la desregulación y la contención en el gasto impuestos no desde la Casa Blanca, sino desde el Capitolio. De hecho, el mito de Reagan ha ejercido de llamada a los conservadores estadounidenses al apocatástasis, el retorno a los orígenes primigenios del movimiento. Hasta ahora.

Mitt Romney fue el último candidato republicano, único partido que articula hoy el movimiento conservador, dentro de la mitología reaganita. En 2016, contra el pronóstico de los mejores analistas de la política de aquel país, contra los designios del Partido Republicano, contra la sentencia de los medios de comunicación, Donald Trump se hizo con el liderazgo republicano y con la presidencia de los Estados Unidos. Y eso lo cambió todo.

No voy a entrar en el juego del huevo y la gallina entre el empresario neoyorkino y los cambios sociales e ideológicos que parecen haber dejado al conservadurismo fuera de juego. Lo más fácil es empezar por ver cómo Donald Trump lidera un nuevo conservadurismo que es distinto de la mitología reaganita.

En primer lugar, Trump es nacionalista. Para él, el mundo es un caos hobbesiano en el que lo que gana uno lo pierde el otro. Y su papel, como empresario experimentado, es entrar en ese tira y afloja y hacer valer el poder de los Estados Unidos para extraer una mayor porción del pastel. Por eso señala a otras potencias rivales, especialmente a China, como enemigas. Esta actitud, en la que sospechamos ya una Doctrina Trump, es contraria al multilateralismo de Wilson y el posterior a la Conferencia de Yalta. Luego, a decir verdad, sorprende a todos ofreciendo a la UE un acuerdo de libre comercio sin barreras. Pero parece más una argucia para mostrar la vil hipocresía de Bruselas que otra cosa. Trump, en cualquier caso, no cree en una creación conjunta de instituciones que faciliten los acuerdos y en especial el principal de ellos, que es el de la apertura al comercio. Ese camino ha acabado por aprisionar a los Estados Unidos, cree Trump, y ha llegado el momento de asentar un golpe en la mesa y decir "America First".

Ese "America First" hay que interpretarlo también en términos sociológicos. ¿Quién ha permitido que quien fue la primera potencia indiscutible se mueva ahora en un mundo multipolar? ¿Quién ha permitido que la globalización se lleve los trabajos manufactureros al otro lado del Pacífico? El establishment de los dos partidos que se han intercambiado el poder desde 1854. Ha llegado el momento de poner, también, a la américa real por delante de otras consideraciones. Y si eso pasa por dar marcha atrás en el proceso de globalización e integración económica, que así sea.

La base electoral de Trump no son los "despreciables", como dijo con incorrección Hillary Clinton, sino los despreciados. O, al menos, ellos se ven así. Del establishment no sólo llega una política que no les sirve; llega también una nueva moral que supone un ataque directo a la suya. Pensar como lo hacen, incluso hablar como lo han hecho siempre, supone ahora cometer los más execrables crímenes en una sociedad avanzada. Por eso cada vez que Trump decía una inconveniencia, como llamar "fea" a una candidata rival o dice que los mejicanos ilegales traen "drogas, traen crimen, son violadores", o insulta a la prensa, subía en las encuestas en lugar de desplomarse. Su cuenta de Twitter es una retahíla de inconveniencias, pero éstas refuerzan su liderazgo.

El nacionalismo de Trump tiene algo de reivindicación democrática ante las imposiciones, también las morales, procedentes de la ONU y foros multilaterales como ese. Pero hay algo más. Está lo que David Goodhart llama en The Road to Somewhere (2017) los Anywheres y los Somewheres. Los Anywheres son los que podrían replicar su forma de vida en cualquier parte del mundo, siempre que esté suficientemente desarrollada. Son personas educadas, cosmopolitas, y conectadas. Suelen tener más ingresos que los somewheres, pero también pueden tener empleos no tan remunerados, como los empleados de una ONG, o los profesores.

Los Somewheres, por su parte, pertenecen a un determinado lugar, con su cultura local, con la que se identifican. Tienden a ser más nacionalistas y conservadores. Se vinculan más con su realidad concreta que con las ideas que vinculan al mundo. Esta distinción, que ha substituido a la de los apocalípticos e integrados de Umberto Eco, explica muchas cosas.

Para estos últimos, la combinación entre Milton Friedman y la Doctrina Truman no resulta tan atractiva. Además, según un reciente estudio, los estadounidenses tienden a ser ahora más progresistas en lo económico, pero más conservadores en algún aspecto moral, quizás porque se aferran a una forma de entender el mundo que está en entredicho.

En todo lo antedicho se ve que Trump es un líder populista, un verdadero representante del pueblo que se enfrenta a los poderes establecidos, un William J. Bryan para el siglo XXI. Pero en lo último se ve al conservador, a un hombre que se aferra a la sociedad que no se ha avenido a cambiar con los designios del progresismo, que ve la corrección política como una cárcel etérea pero muy opresiva, y que la defiende bajando a la arena, o al lodo, si es necesario.

No sólo es capaz de refocilarse en Twitter, manchando el invisible ropaje republicano, que le otorga prestigio al titular del gobierno federal. También está dispuesto a poner a prueba los límites constitucionales de su cargo, por ejemplo llevando a su facultad de indulto el omnipresente concepto de selfie. De nuevo aparece el Trump que confía en su misión política más que en el juego de las instituciones, que es lo que se habría esperado de un conservador.

Por eso, un viejo liberal conservador como George Will es el más duro oponente de Donald Trump. Por eso, tal como reconoce la web 538, los conservadores se dividen en su grado de cercanía o distancia con el presidente.

El propio movimiento está cambiando. Entre otras cosas, no tiene a líderes aglutinadores, como William F. Buckley, Frank Meyer, o Irving Kristol. Es ahora más diverso y abigarrado, más activista y menos académico. En él vemos figuras que hacen la guerra (cultural) por su cuenta, con sus perfiles en YouTube, o como mucho sus webs de noticias. Es una nueva era, y aún no sabemos a dónde nos conduce.

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