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Mikel Buesa

La Iglesia y el cristiano verdadero

La Iglesia ha vuelto sobre sus viejos pasos institucionales y retorna hacia los cambalaches de siempre con el poder, en detrimento de la verdad.

La Iglesia ha vuelto sobre sus viejos pasos institucionales y retorna hacia los cambalaches de siempre con el poder, en detrimento de la verdad.
El nuevo arzobispo de Tarragona, Joan Planellas | @MCSTGN

Hay un ensayo dedicado a Ángelo Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII, en el que Hannah Arendt se pregunta: "¿Cómo pudo ocurrir que un verdadero cristiano se sentase en la silla de San Pedro? ¿Es que nadie se dio cuenta de quién era este hombre?". La filósofa alemana muestra que, en efecto, nadie apreció que Roncalli "no era ni interesante ni brillante", que había sido "un estudiante más bien mediocre" y que, a lo largo de su vida, "careció de todo interés intelectual o académico". Sin embargo, como él mismo escribió en su Diario del alma, la suya era la "pobreza de espíritu", la misma pobreza que le otorgó "la fuerza de una osada simplicidad". Y le eligieron Papa porque los cardenales no lograron ponerse de acuerdo en alguna de las figuras predestinadas para ocupar la jefatura de la Iglesia y buscaron, como también señala ese Diario, "un Papa provisional y de transición". Por ello, apunta Arendt, "lo desconcertante no es que no se le contase entre los papabile, sino más bien el hecho de que nadie se diera cuenta de quién era, y que se le eligiese porque todo el mundo lo consideraba como una figura sin consecuencias".

La Iglesia, según el análisis de Arendt, era ante todo una institución que, desde la Contrarreforma, había fijado su objetivo esencial en la preservación del dogma, e impedía, por ello, que accedieran al clero "hombres que se tomasen al pie de la letra la invitación ‘sígueme’". Pero esto era justamente lo que quería Roncalli: "Ser aplastado, despreciado, menospreciado por amor a Jesús", según dejó escrito. Y esa fue la fuerza que le impulsó a revolucionar la Iglesia convocando el Concilio Vaticano II.

Pero la Iglesia, por lo que parece, ha vuelto sobre sus viejos pasos institucionales y retorna hacia los cambalaches de siempre con el poder, en detrimento de la verdad. Eso es lo que irritaba a Roncalli y le colocaba en conflicto con Roma. Arendt cuenta que, en 1944, antes de partir hacia París para ocupar la Nunciatura –con la finalidad, por cierto, de aplacar al general De Gaulle, que había solicitado relevar a todos los obispos colaboracionistas con Vichy y el nazismo–, Pío XII le concedió audiencia, aunque, al empezarla, le indicó que tenía sólo siete minutos, a lo que Roncalli, despidiéndose, contestó: "Sobran entonces los seis restantes".

La Iglesia, digo, regresa hacia el poder ubicándose en las antípodas del papa Juan. Y se cuida de no cometer el mismo error que con él, pues ni busca ni encuentra a un verdadero cristiano para liderar sus actividades pastorales. No de otra manera puede explicarse el nombramiento como arzobispo de Tarragona de Joan Planellas, clérigo albergado en la versión más extrema del nacionalismo a quien, seguramente, importa poco la fe de sus feligreses y mucho la construcción de la república catalana a costa, precisamente, de éstos. O al menos de la mitad de ellos, a quienes, a juzgar por los hechos, el independentismo les incomoda. Planellas, en sus manifestaciones de recién nombrado, no ha hablado de su fe católica –si es que la tiene–, ni del evangelio, ni de la caridad. Lo suyo es la política, los presos del procés –de quienes afirma que "es un drama que se hayan encontrado en esta situación [por] dar un paso en el que ellos creían y que dieron pacíficamente"–, el reparto de culpas –sobre todo entre quienes denomina "los otros" para distinguirlos partidarios de los políticos encarcelados–, la desacreditación de la reconciliación entre los españoles tras el franquismo –pues considera que la Guerra Civil fue "una herida brutal que después en la Transición sólo se medio curó"–, el lavarse las manos –con la afirmación de que "la Iglesia no se identifica con ninguna opción", aunque fuera precisamente él quien hizo ondear la estelada en el campanario de su anterior parroquia– para inmediatamente volver sobre sus pasos hacia la exigencia nacionalista –con la idea de que la Iglesia "debe marcar y valorar el amor por el país" y con la defensa de su propio nombramiento, pues "es mejor que el obispo sea del lugar, del territorio", como si Cataluña no fuera parte de España– y, cómo no, la apelación a un diálogo condicionado por el reconocimiento de "lo que hay" –aunque se eluda definir lo que es– y "los rasgos propios de nuestro país".

Todo, además, en un lenguaje alusivo, en un digo y no digo –como es costumbre entre los nacionalistas–, melifluo para ocultar la violencia conceptual que de él emana, tibio. Si el apóstol Juan volviera para observarlo, evocaría la última de sus siete cartas a las iglesias de Asia: "Conozco tu conducta (…) [y] puesto que eres tibio (…) voy a vomitarte de mi boca". Pero no será así porque ya ni siquiera sus textos se recuerdan en esta Iglesia volcada sobre la tentación totalitaria, en la que se ha echado al saco del olvido el deseo que el papa Juan XXIII plasmó en su Diario: el de que su Concilio se convirtiera en "una nueva y verdadera Epifanía".

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