Situada en la provincia del North West fronteriza con Botsuana, Coligny es una localidad típica de la Sudáfrica polvorienta de provincias. Antes se llamó Treurfontein, "fuente de aflicción" en afrikaans, y desde 1923 debe su nombre a Gaspard de Coligny, el líder hugonote asesinado en la matanza de San Bartolomé.
Coligny es lugar mortecino pero lleno de carácter, que recuerda en muchas cosas a la América sureña de las películas. Coligny tiene como eje una calle principal con gasolinera, tiendas y seguramente una carnicería familiar afrikáner. Unas pocas calles más y Coligny comienza a expandirse sobre la meseta sudafricana, con sus granjas, sus campos de maíz, sus poblados chabolistas y por supuesto su township, el asentamiento de casas bajas que el Gobierno blanco construía junto a las ciudades para la sufrida mano de obra negra.
La calma tensa en que viven ciudades segregadas como Coligny se vio violentada en abril de 2017 por un suceso trágico que ha acabado poniendo de manifiesto como ningún otro caso la inquietante deriva racista de la Justicia sudafricana.
Un adolescente negro de 15 años, Mathomola Mosweu, había muerto sobre el asfalto al caer, tirarse o ser arrojado desde una camioneta en marcha. La noticia corrió como la pólvora, y enseguida se supo que el joven Mosweu había muerto a manos de granjeros blancos que le habían encontrado robando girasoles en sus terrenos.
Este último detalle encrespó los ánimos de la comunidad negra y en unas pocas horas medios de todo el mundo se llenaban de noticias sobre disturbios raciales en Coligny. Tiendas saqueadas, coches destrozados y alguna granja quemada por una turba de desesperados negros exigiendo justicia y el fin del reino de terror afrikáner. Granjeros blancos armados en guardia ante la amenaza. La película perfecta sobre Sudáfrica.
Murió por un girasol, se empezó a decir en los medios del adolescente muerto. Por suerte, Rian Malan fue hasta Coligny y contó lo que pasaba con más contexto, y con más detalle. Los niños y adolescentes del township tienen hambre, y todos los días cogen girasoles de los terrenos adyacentes para sacarles las semillas, tostarlas y comérselas como pipas. Cada semana, los empleados de la plantación llevan a varios menores como Mosweu a la comisaría. La Policía notifica a los padres la infracción y les pone en libertad. Y los granjeros de la zona van perdiendo poco a poco su plantación de girasoles.
Las informaciones de Malan también ponían en duda el origen espontáneo de las protestas, que incluyeron saqueos a las tiendas regentadas por inmigrantes asiáticos. Al parecer fueron organizadas por un misterioso personaje lo suficientemente influyente para conseguir que la dirección de un instituto diera permiso a los estudiantes para que se unieran a las manifestaciones.
Los dos afrikáners en cuya custodia murió la víctima son Philip Schutte, que tenía entonces 34 años, y Pieter Doorewaard (26). Estos dos empleados de una granja de Coligny fueron a la policía a pedir auxilio después de que ocurrieran los hechos. Según estas dos personas, que fueron detenidas y acusados de asesinato por la fiscalía, Mosweu se desnucó al impactar contra el suelo cuando saltó para huir del remolque de la camioneta en que ambos le llevaban a la comisaría.
Pero su versión sería desmentida por quien dice ser el único testigo de lo ocurrido, Bendel Pakisi, que aseguró haber sido secuestrado por los granjeros al haberles visto arrojando al suelo desde la camioneta al adolescente que después moriría. En varias declaraciones llenas de contradicciones, Pakisi dijo que Schutte y Doorewaard le golpearon, vejaron y amenazaron repetidamente para que no les denunciara.
Según el testigo, los dos hombres condujeron durante casi dos horas, y en un trayecto que suma cerca de 50 kilómetros, con él y Mosweu en la parte de atrás de la camioneta. Hasta que le dejaron tirado en la calzada lleno de heridas, los dos afrikáners detuvieron en varias ocasiones el vehículo para pegarle, hacerle ingerir su vómito y hasta dispararle con un arma.
El juez Ronnie Hendricks se había hecho cargo del caso tras renunciar el magistrado Wikus van Loggerenberg, que alegó temer por su seguridad y la de su familia. Hendricks dio por buena la versión del testigo, que no tenía el apoyo de ninguna otra persona o prueba material. Ni heridas, ni sangre en la camioneta, ni casquillos de bala en el lugar en que los afrikáners le habrían disparado, y ni un vecino que oyera los tiros.
Pese a todo, el juez aceptó que los acusados mataron a Mosweu al tirarle una vez más de la camioneta, después de haberle torturado y de dejar a Pakisi inconsciente en la carretera. Para llegar a tal conclusión, Hendricks hubo de pasar por encima de los muchos agujeros del testimonio de Pakisi y desoír las conclusiones de los forenses.
Lo más escandaloso fue, sin embargo, que ignorara el registro de la antena de telefonía móvil de la zona, que mostraba que los teléfonos de los acusados habían seguido la ruta hacia la comisaría descrita por Schutte y Doorewaard y tumbaba por completo la versión de Pakisi, que además confesó después a varias personas entrevistadas por la prensa sudafricana que se había inventado su testimonio.
Schutte y Doorewaard fueron condenados por asesinato y sentenciados en marzo de este año a 18 y 23 años de prisión. Ninguno de los grandes medios locales o internacionales que cubrieron el caso hizo mención de lo que decían las antenas telefónicas, y fue de nuevo Malan –junto a Gabriel Crouse y James Myburgh– quien llamó la atención sobre esta injusticia en un concienzudo artículo en PoliticsWeb.
Schutte y Doorewaard han recurrido el veredicto y su condena podría ser revisada. Pero el atropello cometido en Coligny no es un caso aislado en un sistema de justicia cada vez más influido por el chovinismo negro que domina la vida pública sudafricana.
También en 2017 un tribunal de la ciudad de Middleburgh condenó a Theo Martins Jackson y Willem Oosthuizen por el "secuestro" e "intento de asesinato" de un hombre negro que había entrado en la hacienda en la que trabajaban. Jackson y Oosthuizen, que en aquel momento tenían 30 y 29 años, redujeron a la víctima y la metieron dentro de un ataúd mientras la amenazaban.
El vídeo que grabaron del incidente –donde se ve al hombre negro rogándoles clemencia– se hizo viral, y los dos jóvenes se convirtieron en la viva representación de los abusos históricos de los afrikáners en Sudáfrica. Jackson y Oosthuizen fueron sentenciados a 14 y 11 años de cárcel, respectivamente. Para entender la desproporción de la condena basta recordar que Oscar Pistorius cumple una pena de 13 años y 5 meses por el asesinato a tiros de su novia.
No menos preocupante es lo que está pasando con Joao Rodrigues, un antiguo administrativo de la Policía sudafricana que está siendo juzgado por el asesinato del activista antiapartheid Ahmed Timol. Timol perdió la vida en 1971 en una comisaría de la policía del régimen nacionalista afrikáner. Según estableció entonces la Justicia, el activista se había tirado por una ventana del décimo piso mientras Rodrigues le custodiaba, a la espera de que los dos interrogadores regresaran a la oficina.
La familia de Timol nunca aceptó el veredicto y consiguió que se reabriera el caso hace dos años. Un tribunal desechó la versión aceptada por la Justicia hasta entonces y concluyó que Timol había sido torturado hasta la muerte antes de ser lanzado por la ventana para simular un suicidio. Según esta nueva versión oficial, Timol fue asesinado antes de que Rodrigues –que trabajaba en Pretoria y había acudido a llevar unos cheques– llegara a la comisaría de Johannesburgo donde ocurrió todo.
Pero los dos policías que habrían matado a palos a Timol están muertos, y el delito de encubrimiento que podría habérsele atribuido a Rodrigues ha prescrito. La familia y la Fiscalía sudafricana querían que alguien pagara por la muerte del activista, así que han acusado a Rodrigues de asesinato. La defensa del expolicía ha pedido que se desestime el caso. ¿Cómo pudo matar Rodrigues a Timol si la Justicia establece ahora que ni siquiera estaba en Johannesburgo cuando murió? Este razonamiento tan simple como irrefutable no es compartido por el juez competente, que ordenó en junio que se juzgue a Rodrigues por asesinato.
Como han explicado insistentemente los abogados de los Timol en la sala, el juicio no solo debe determinar qué hizo Rodrigues aquel día de 1971. Se trata sobre todo de acabar con la impunidad y hacer justicia a tantas muertes bajo un régimen perverso que torturaba y mataba para seguir en el poder y perpetuar la hegemonía blanca.
La doble vara de medir es particularmente elocuente cuando se castiga el discurso del odio. En 2016 la Justicia condenó a la agente inmobiliaria retirada Penny Sparrow a pagar 10.000 dólares de multa por llamar "monos" y proferir otros insultos racistas contra la multitud negra que dejó la playa llena de basura en Nochevieja. Un año después una mujer sudafricana blanca de nombre Vicki Momberg fue grabada profiriendo insultos racistas a un policía tras ser víctima de un robo violento mientras circulaba en su vehículo. Momberg fue condenada a una sentencia inédita de 3 años de cárcel –uno de ellos suspendido– por sus palabras.
Comportamiento similares no han tenido ningún efecto hasta el momento para sudafricanos mucho más influyentes. El político comunista negro Julius Malema, que lidera el tercer partido del Parlamento nacional, sigue en su cargo y no ha sido aún condenado pese a las constantes referencias racistas en sus discursos. "No llamamos a masacrar a los blancos, al menos por ahora", dijo Malema en 2016. Tres años después de aquello Malema no ha sido castigado por aquellas palabras.
Como no lo ha sido tampoco una de las hijas de Nelson Mandela, Zindzi Mandela, que sigue siendo embajadora de Sudáfrica en Dinamarca tras referirse en un tuit escrito en junio a los "ladrones violadores descendientes de Van Riebeck", el navegante holandés que fundó Ciudad del Cabo.
La Justicia sudafricana había sido hasta ahora la última garantía de los sudafricanos ante los excesos racistas del Gobierno. Está dejando de serlo porque ya no solo juzga a los hombres y sus acciones, sino símbolos y arquetipos. El hombre blanco representa el apartheid y el colonialismo, y siempre es culpable.