Fiándolo todo a los frutos de la industrialización, Le Corbusier concibió la nueva casa como una "máquina de habitar", diseñada según una particular y reduccionista idea de razón, expresada a través de formas simples y puras. Años más tarde, en 1966, hastiado de superficies blancas y lisas, de estructuras escuálidas y pilotes, Robert Venturi, pionero del posmodernismo, escribió su Complejidad y contradicción en Arquitectura, libro en el cual se recuperaron elementos tradicionales y se reinterpretaron los clásicos, tratando de marcar distancias con el purismo corbuseriano y el "menos es más" de Mies Van der Rohe, que marcaron a generaciones de arquitectos. Seis años más tarde, Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour dieron a la imprenta otra obra, Aprendiendo de Las Vegas, en las que se hacía una apología del llamado "tinglado decorativo" de aquella urbe, apoteosis capitalista, al tiempo que se criticaba la obsesión industrial de los maestros citados. El trío firmante, en definitiva, se alejaba radicalmente del "ornamento y delito", proclamado en su día por Adolf Loos. Cuando se habían consumido dos tercios del siglo XX, las ciudades trazadas con la intención de servir de escenografía de regímenes totalitarios, comenzaban a mostrar algunos de sus rasgos más deshumanizadores, aunque en el caso de esta provocadora obra, la ciudad protagonista sólo despertara de noche, bajo la luz de un neón que aureolaba las ruletas en las que algunas vidas se consumían.
Como es sabido, el urbanismo se alimenta de componentes muy diversos que tienen que ver con la propiedad de la vivienda, con el valor del suelo y su ordenación, pero también con aspectos fuertemente simbólicos que aquellos sistemas políticos adheridos a rigurosos cánones tuvieron muy en cuenta. Entre las primeras y más drásticas intervenciones llevadas a cabo sobre el tejido tradicional, cabe destacar la impulsada por el barón Haussmann, que introdujo su bisturí urbanístico en la traza de París para abrir amplias vías en el dédalo medieval, abrazado durante siglos por unas murallas que perdieron su firmeza con la irrupción de la potente artillería decimonónica. Como alternativa a estas iniciativas intervencionistas, el urbanismo del socialismo utópico, con Robert Owen a la cabeza, concibió asentamientos marcados por un estricto orden urbano y social que pronto demostró su esterilidad. La conexión orden arquitectónico/orden social, no era nueva. Ya Tomás Moro había imaginado una ciudad que llevaba en su nombre la ruptura con el territorio: Utopía.
Estos antecedentes palidecen ante los enormes experimentos llevados a cabo por el nazismo y el comunismo soviético. Proyectos monumentales concebidos para grandes masas de individuos, pretendidamente homogéneos, ajustados a la idea racial aria o al hombre politécnico. Terminada la Gran Guerra, comenzó un pulso político en el cual la arquitectura y el urbanismo desempeñaron un importante papel. A la construcción del edificio de la Sociedad de Naciones se respondió desde Moscú con un concurso para erigir el Palacio de los Sóviets, que convocó a arquitectos de todo el mundo, incluidos Le Corbusier y Gropius. Frente a la esquemática y desnuda propuesta del suizo, el proyecto ganador fue el de Boris Iofan, que propuso un edifico de formas clásicas coronado por la gigantesca efigie de un obrero, en evidente respuesta a la Estatua de la Libertad, que debía convertirse en la obra más alta del mundo. Asentado sobre los terrenos ocupados por la dinamitada Catedral ortodoxa del Salvador, el edificio inconcluso, pues el metal de sus estructuras fue requerido para fabricar armamento durante la II Guerra Mundial. Sea como fuere, aquel Palacio constituye un icono de la arquitectura estalinista, que salpicó con diferentes ejemplos similares los países satélites de la URSS.
Si esto ocurría en el mundo soviético, la Alemania nazi y la Italia fascista también buscaron unas formas propias y unos espacios adecuados para la exhibición de su poderío. En un delicado equilibrio entre modernismo y tradición, la Italia de Mussolini puso en pie edificios que a veces notaron la impronta, depuratoria en lo formal, casi desoladora, de artistas como Giorgio De Chirico. Los ecos del futurismo todavía se hacían notar en aquel tiempo.
Si de las relaciones entre urbanismo y monumentalidad se trata, nuestra mirada debe dirigirse a la Alemania del Tercer Reich, aquella que consideró degenerados diversos estilos artísticos, con el consiguiente botín obtenido por algunos. La misma que cerró la Bauhaus en 1933. Con un pie puesto en la tradición y otro en el mundo industrial, la Alemania de Hitler trató de conciliar ambos mundos en un ejercicio que Kenneth Frampton calificó de "esquizofrénico". Fue en aquel ambiente donde se desarrolló la obra del arquitecto Albert Speer, favorito del Führer. A su megalómana imaginación se deben diseños como la "catedral de hielo", consistente en una gran columna de estandartes y reflectores concebida para la concentración de Tempelhof en el Berlín de 1935.
Siempre bajo la atenta mirada de Goebbels, los proyectos de Speer se complementaron con las obras cinematográficas de Leni Riefenstahl, que en 1934 rodó el multitudinario mitin de Núremberg, exhibido en las pantallas bajo el título: El triunfo de la voluntad. A Speer se debieron los escenarios que arroparon a los enfervorecidos nazis y la autoría de un urbanismo que bebió de fuentes clásicas –egipcias, griegas, romanas-, y también de otras más recientes, como el Palacio Versalles, en el que se basó para su nueva Chancillería. Pero el proyecto más importante de Speer fue la que debía ser capital de la futura Alemania: Germania, urbe surcada por avenidas de hasta cinco kilómetros y edificios coronados por gigantescas cúpulas capaces de albergar a los hombres puros con los que soñó un Adolf Hitler que, mientras contemplaba embelesado la maqueta de aquel sueño irrealizable, vio desmoronarse su enloquecido mundo.