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Marcel Gascón Barberá

De la 'totalitarización' del periodismo

El gusto de leer noticias concretas y bien escritas, sin conexiones casi siempre forzadas, está en peligro de extinción.

Uno de los rasgos característicos de las sociedades totalitarias es que la política lo invade todo, desde el deporte a la vida privada de las personas, y nada queda a salvo de la contaminación ideológica.

Es algo parecido a lo que le está pasando al periodismo, que vive con internet su época más libre pero está adoptando el tic totalitario de la politización de todo al calor de una concepción del oficio grandilocuente y acomplejada.

En vez de limitarnos a contar las cosas que saben y que ven, los periodistas nos hemos creído que debemos explicar el mundo al lector, cuando no cedemos a la tentación de querer salvar la democracia o hasta el planeta y el futuro de las generaciones que vienen, ahora que tantos colegas se han sumado a la cruzada climática. El resultado son periódicos llenos de sermones morales disfrazados de noticia que dejan al leerlos peor cuerpo que un sermón de Kiko Argüello y alejan cada vez más a la gente del ejercicio penitencial en que se ha convertido consumir prensa.

Contra lo que podría pensarse, la moralización de las noticias no afecta solo a secciones como las de política u opinión, que están de alguna forma predestinadas a lo grave por su propia naturaleza. El virus ha impregnado también a especialidades pensadas para disfrutar de la vida o solazarse en sus desgracias como las de deportes, espectáculos o sucesos, que ya no llevan esos nombres culpables y ahora se esconden bajo el disfraz dignificador de etiquetas más serias.

El proceso ha llevado a que sea prácticamente imposible encontrar una noticia pura y dura sobre un hecho. Una noticia en que el periodista no vincule el suceso puntual a un fenómeno mayor de los que dominan la agenda ideológica del momento, o lo haga pasar por representación de un mal estructural contra el que implícitamente llama a movilizarse.

De esta forma, ya no quedan incendios o accidentes fortuitos que el antiguo periodismo sí aceptaba que ocurren.

El gusto de leer noticias concretas y bien escritas, sin conexiones casi siempre forzadas que sacrifican el hecho a una lógica superior que no debería interesar al periodista, está en peligro de extinción.

Toda desgracia tiene en nuestros diarios una causa en la corrupción o la mala voluntad de los políticos, sobre todo si son de derecha como Bolsonaro, o en ese comodín que es la emergencia climática y sirve ya para explicar muertes por asma e imponer hábitos alimentarios y de vestimenta.

Por supuesto ya no hay crimen de pareja que no tenga que ver con el heteropatriarcado, aunque lo haya cometido un tarado que también les arrea a sus hijos varones. (Solo son casos aislados los que protagonizan esas madres que se matan suicidando también a sus hijos).

Una historia de éxito o un golpe de buena suerte no puede ser solamente eso y siempre tendrá una cara B si no puede sacársele una moraleja que confirme el dogma buenista que ha sustituido a la religión en nuestro tiempo.

La superación personal, el trabajo bien hecho o hasta que te toquen mil millones de euros en la lotería ya no tiene interés si no eres un refugiado (siempre que no seas cubano o venezolano), una mujer que lleve su sexo por bandera o una minoría sexual que se reivindique por sus preferencias en la cama.

La infección ha llegado también al fútbol, y cada vez más periodistas deportivos tienen entre sus prioridades enaltecer a los equipos femeninos y reclamar una igualdad salarial por ley a todas luces injusta que además dañaría gravemente la industria (masculina) que les da de comer.

El gusto de leer noticias concretas y bien escritas, sin conexiones casi siempre forzadas que sacrifican el hecho a una lógica superior que no debería interesar al periodista, está en peligro de extinción y hay que buscarlo a menudo en los textos concisos y llenos de poderosas imágenes de los tabloides anglos.

O en las páginas digitales de Libertad Digital, donde aún tienen cabida la alegría, la admiración y el horror sin alarmismo, agenda e ideología y Manuel Román firma la crónica social más limpia y refrescante de toda la prensa en España.

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