Indigestión de mala historia. Cuatro palabras. No hacen falta más. Así de breve y contundentemente definió Unamuno la esencia de los separatismos vasco y catalán. Un siglo después, Stanley G. Payne acaba de explicar que España es "el país occidental en el que más se falsifica la historia. En eso bate todos los récords".
En esta columna semanal hemos recordado a menudo las palabras que, sobre sus intenciones falsificadoras, escribieron sin disimulo los próceres separatistas desde los tiempos fundacionales hasta hoy. Aunque recordarlos de nuevo resulta muy aburrido, no queda más remedio que señalar dos breves ejemplos, uno catalán y uno vasco. En noviembre de 1931, el periódico ¡Nosaltres sols!, de la órbita de ERC, lamentó la ignorancia de unos catalanes que no acababan de darse cuenta de que no eran españoles, lo que tenía que ser combatido mediante el adoctrinamiento, especialmente el de los niños, por "ser dúctiles como la cera y adoptar la forma que se les quiera dar". Para conseguirlo, "los padres enseñarán o harán enseñar historia catalana a sus hijos, por maestros catalanes" y deberían adquirir "obras apropiadas y de autores dignos de crédito". Y a continuación enumeraron una lista de autores nacionalistas. Por lo que se refiere al nacionalismo vasco, un Zutik (boletín informativo de ETA) de 1967 estableció que, cuando los vascos consiguieran la independencia, "estudiaremos nuestra verdadera historia, dejando a un lado las enciclopedias de burgueses y españoles".
De aquellos tiempos arranca la importancia primordial de la historia en los graves problemas políticos de la España de nuestros días. Porque los votos no nacen del suelo como las setas en otoño, ni caen del cielo como la lluvia, ni surgen de los cerebros humanos por generación espontánea. Los votos son la consecuencia de las opiniones políticas, sensatas o insensatas, informadas o necias, de millones de personas. Y esas opiniones no aparecen de repente cuando hay que acudir a las urnas cada cuatro años, sino que se van construyendo lentamente a lo largo de toda una vida. Y aquí es donde demuestra su importancia la historia, principal vía de penetración de la farsa separatista desde el momento en el que los inocentes cerebros infantiles comienzan a estar a tiro de los totalitarios.
¿Por qué la historia? Porque es el medio más eficaz de convencer a millones de personas, individualmente pequeñas, de su especial dignidad grupal heredada; y, al mismo tiempo, de la especial maldad, igualmente heredada, de los designados como enemigos. Es decir, de los españoles.
Esa especial dignidad heredada, ya sea la de los vascos o la de los catalanes, emana de un pasado luminoso concebido como una obligación para los presentes de conseguir un futuro equivalente. Aquel pasado luminoso se perdió por la caída provocada por la pérfida España. De ahí la necesidad de recuperarlo. Pero, claro, no es cosa de recuperar mediocridades. Para eso, mejor no perder el tiempo. El cebo que hay que inventarse para echárselo a las multitudes tiene que ser un pasado prestigioso, glorioso, digno de que se entusiasmen con él. Así, al mismo tiempo, cada miembro de la nación elegida se entusiasmará consigo mismo por gozar del privilegio de formar parte de ella.
Recordemos los disparates del adoctrinamiento escolar y mediático efectuado por el catalanismo, durante tantas décadas ignorados y sólo en los últimos años aireados, y contemplaremos con insuperable claridad la exigencia para todo totalitarismo de exaltar la identidad colectiva actual mediante el abrillantamiento del pasado. Por eso sus textos no son más que palabrería, narcisismo, cursilería. Ideología creando los hechos, no conocimiento exponiéndolos ni razonamiento interpretándolos. Lirismo en la forma y épica en el fondo. Pero ni asomo de rigor expositivo. Ya denunció en los años 30 Jaume Vicens Vives los disparates románticos de Rovira i Virgili y sus acólitos. Collonades, los denominó Josep Pla.
Y, lamentablemente, un siglo después siguen sin aprender. E incluso han agravado su desvergüenza, como demostró hace treinta años el diseño totalitario de Pujol, que debería haber sido causa suficiente, ya entonces, para la suspensión sine die de la comunidad autónoma catalana. Porque la historia que se enseña en las aulas catalanas y se impregna desde los medios de comunicación mercenarios hace mucho que dejó de ser un conocimiento neutral del pasado para convertirse en un instrumento para validar con efectos retroactivos determinados postulados ideológicos actuales. El objetivo de la enseñanza de la historia ya no es explicar el pasado, sino legitimar el futuro.
La historia como herramienta al servicio de una ideología. Los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX lo llevaron a la práctica con magníficos resultados y Orwell lo resumió con magistral brevedad en aquel lema del Ingsoc, el Socialismo Inglés acaudillado por el Gran Hermano: "Quien controla el pasado, controla también el futuro. Quien controla el presente, controla el pasado". Ésta es la gran vergüenza de los nacional-historiadores a sueldo de los gobernantes: prostituirse para adecuar el pasado a los deseos de quienes les pagan.
El drama es que, durante las últimas cuatro décadas, ni uno solo de nuestros analfabetos gobernantes se ha dado cuenta del poder letal que la manipulación histórica puede ejercer sobre las masas. Porque no le quepa a nadie la menor duda de que, con mayor o menos consciencia, de modo más o menos explícito, en las manifestaciones, histerias, sulfuraciones, protestas y violencias de las masas separatistas, por debajo de los hechos y personas protagonistas de la actualidad, laten los disparates que les han contado sobre Wifredo el Velloso, Jaime I, Rafael Casanova, Lluís Companys y demás personajes de la historia de Cataluña. De la Cataluña de cartón piedra, sí, pero a la que millones de catalanes dan por cierta. Porque las historias falsas engendran emociones reales.