Innovación bajo mínimos
Hemos asistido en los últimos años a un auténtico vaciamiento del sector innovador, y ya quedan pocas compañías que participen en la creación o en la difusión de la tecnología.
La publicación por el INE de los resultados de la Encuesta sobre Innovación en las Empresas (datos de 2017) deja claro que ésta está bajo mínimos y que, aunque algo han mejorado las cifras, la situación española es verdaderamente dramática.
Digamos, para empezar, que la estadística cifra en 19.411 las empresas innovadoras que hay en el país, lo que supone tan sólo una proporción del 13,3 por ciento de las que emplean a diez o más trabajadores en el conjunto de los sectores productivos. Son pocas y esa cantidad está muy alejada de la de 51.316 (29,7 por ciento del total) que se registró en el año 2004. Con la crisis se han perdido muchas empresas innovadoras, como se colige de esos datos, y ello ha ocurrido sobre todo porque cada vez hay menos firmas que cuentan con laboratorios o departamentos de I+D –eran más de quince mil en 2008 y ya quedan sólo 6.600– y, más importante, porque se ha reducido aún más rápidamente el elenco de empresas que, a través de sus inversiones, adoptan nuevas tecnologías con las que producir los bienes y servicios que ofertan. Digámoslo de otra forma: hemos asistido en los últimos años a un auténtico vaciamiento del sector innovador, y ya quedan pocas compañías que participen en la creación o en la difusión de la tecnología. Y señalemos también que este fenómeno no es privativo de España, sino que ha tenido lugar, con generalidad, en los países europeos, tal como muestra la encuesta homónima que publica la Oficina Europea de Estadística (Eurostat), aunque en nuestro país ha sido más intenso que en la media.
Que España presenta un retraso en este tema de la tecnología por comparación con las naciones más avanzadas de Europa es un tópico conocido, aunque con frecuencia se ignora que nuestra debilidad fundamental está, precisamente, en el segmento empresarial del sistema de innovación. Basta una mirada a los veintisiete indicadores que, anualmente, publica la Comisión Europea dentro del Cuadro Europeo de Indicadores de la Innovación para darse cuenta de ello. En casi todas las dimensiones, los valores que se obtienen con respecto a nuestro país están por debajo del promedio; pero lo que más llama la atención es que es en las referidas a las empresas innovadoras donde se constata el nivel más bajo.
Si antes de la crisis el Estado y las CCAA llegaron a financiar casi el 18% del gasto empresarial en I+D, actualmente esa proporción no llega a la mitad. Curiosamente, mientras esto ocurría, las autoridades de la UE casi triplicaron su aportación porcentual a esa financiación, pasando del 1,3 al 3,7%. Ya se ve dónde pone cada Administración sus prioridades.
Si esto es así, no se entiende bien por qué los poderes públicos hacen caso omiso de las empresas en sus planteamientos de política económica. Oímos hablar mucho de la ciencia –seguramente porque el lobby científico funciona muy bien en sus campañas propagandísticas para intentar hacerse con una buena parte de la tarta presupuestaria– y se nos repite machaconamente –y también falsamente– que será la ciencia la que resolverá nuestros problemas económicos y productivos. Pero apenas se hace referencia a las empresas cuando se debate sobre este tipo de asuntos. Y, tal vez por eso, aquella política se ha ido olvidando progresivamente del elenco de las empresas innovadoras. De esta manera, si antes de la crisis el Estado y las Comunidades Autónomas llegaron a financiar casi el 18 por ciento del gasto empresarial en investigación y desarrollo, actualmente esa proporción no llega a la mitad de dicha cifra. Curiosamente, mientras esto ocurría, las autoridades de la Unión Europea casi triplicaron su aportación porcentual a esa financiación, pasando del 1,3 al 3,7 por ciento. Ya se ve dónde pone cada Administración sus prioridades.
La consecuencia de todo esto es que las empresas participan en tan sólo el 55 por ciento del gasto español de I+D, mientras que la media europea está diez puntos por encima. Y si nos midiéramos con los países más avanzados tecnológicamente veríamos que estamos distanciados de ellos más de veinticinco o treinta puntos porcentuales.
Está claro, entonces, que nuestra política y nuestros políticos, sean de un partido u otro, andan bastante desorientados en este asunto, seguramente porque su complejidad conceptual es grande y su rendimiento electoral pequeño. Y porque les falta la pasión que se adivina en los innovadores –esos "hombres que encuentran su gozo en la aventura", como observó hace más de un siglo Joseph Alois Schumpeter–; una pasión que, en Las flores del mal, acertó a describir magistralmente el poeta Charles Baudelaire:
Deseamos, tanto nos quema la cabeza este fuego,
caer en el abismo –Infierno o Cielo, ¿qué importa?–
al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.
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