En pleno bloqueo de las aulas por parte del sector secesionista estudiantil, los decanos catalanes han manifestado su voluntad de otorgar su particular bula académica a aquellos alumnos que hayan resultado detenidos u hospitalizados durante los disturbios que siguen produciéndose en los campus catalanes.
Según ha expresado tan magnífico colectivo, el importe de las matrículas será devuelto a aquellos heroicos alumnos que han visitado las dependencias judiciales por destacar violentamente en el curso de una huelga que cuestiona una sentencia judicial: la que ha condenado a los delincuentes que, regaladamente, todavía pernoctan en la prisión de Lledoners.
Las manifestaciones del decanato eran, no obstante, previsibles, pues muchos de estos adoradores del mito de la cultura han visto coronada de ese modo su trayectoria profesional, después de décadas de controladas acciones realizadas dentro de los estrechos márgenes delimitados por la Administración que hoy encabeza el racista Torra, diligente y tosca herramienta del fugado Puigdemont. Como es sabido, la cúspide del sistema universitario catalán, espejo en el que se miran todos aquellos que tratan de medrar en ese ambiente lazificado, está constituida por una suerte de solemnes comisarios que velan por la estricta observancia de los preceptos hispanófobos. Desde ese vértice hacia la base educativa se mueven multitud de diminutos meritorios, de egos envanecidos por las emanaciones del supremacismo.
Es este colectivo docente el encargado de administrar el pasto espiritual catalanista que hace creer a quienes se acercan a la corrompida Universidad catalana que forman parte de un solo y, por supuesto superior, pueblo. Frente a ellos, como respuesta del Estado, la nada, ilustrada por el número, único en toda la región, de inspectores que debieran velar por, entre otras cuestiones, la defensa de aquellos alumnos que no están dispuestos a comulgar con las ruedas de molino talladas en su día por Jordi Pujol y su cohorte de manipuladores sociales.
Abandonado el control del mundo educativo por parte del Estado desde hace décadas, pues los partidos hegemónicos, cautivos de su tacticismo y su prisa por acceder a la Moncloa, siempre cedieron esta crucial parcela, era de esperar que las calles barcelonesas acabaran repletas de encapuchados matriculados que buscaran bajo los adoquines la prometida Cataluña libre de una España siempre presentada como yugo, ya sea el de sus majestades católicas, ya el de un Franco ahora convertido en figura central de un Gobierno presidido eventualmente por un narcisista guerracivilista.
Pese a que, sin duda, esas cesiones gubernamentales son las principales causantes de la situación actual, no es menos cierto que todo ello ha ocurrido gracias a la colaboración de una ingente cantidad de docentes que, por motivos diversos, se han plegado a un plan cuidadosamente trazado y anunciado. Frente a tan dóciles adoctrinadores, tan solo se han revelado algunos colectivos, siempre desamparados, o excepciones individuales que han gozado del total abandono por parte de sus colegas. La primera respuesta se dio en 1981. Congregados en torno al Manifiesto de los 2.300, aquellos que estamparon su firma al pie de aquel escrito, conscientes de los efectos que tendría la inmersión lingüística, hubieron de protagonizar una diáspora. La bala que una noche primaveral atravesó la rodilla de Federico Jiménez Losantos evocó los versos de Mayakovski en un descampado barcelonés. Aquel proyectil, a diferencia de lo anunciado por el poeta ruso, no puso el punto final a una vida. El plomo lastró la respuesta a la implantación de una medida de la que hoy vemos sus desnacionalizadores frutos. A aquellos dos millares de firmantes podemos sumar nombres como los de Dolores Agenjo, Ana Losada o Francisco Oya. También los que ahora hacen causa común en el colectivo S'ha Acabat, que trata de derribar las puertas atrancadas por una masa embrutecida. Todos ellos se han resistido a la apisonadora catalanista asistida por Madrid, lugar desde donde un ministro fuera de órbita tuitea con las trazas de un equilibrista versado en los arcanos de la equidistancia política y la fatuidad.