Regreso al Edén
Sin la baja pasión del resentimiento no se explican ni el indigenismo, ni el separatismo ni el izquierdismo.
Se ha explicado muchas veces: uno de los elementos claves del nacionalismo, de cualquier nacionalismo en cualquier parte del mundo, consiste en la reivindicación de un paraíso perdido, de un edén nacional que fue violado por el enemigo y que los presentes están obligados a recuperar.
Los casos españoles (con perdón) son clarísimos: el primero, el de aquellos vascos cuya "independencia originaria", tan antigua como la existencia de los cromañones, se perdió el día en que fueron invadidos por los españoles. Por sorprendente que parezca, no hay acuerdo sobre la fecha de la pérdida: a veces se echa mano de la cantinela del domuit vascones aunque sea un cuento chino; otras veces aparece alguna extraña invasión castellana en la Edad Media; en otras se viene más cerca, hasta los tiempos de Espartero o los de Cánovas; y luego está la definitiva "reinvasión" (término de reciente invención) de Franco en 1937, de la que surge la alucinación de las "fuerzas de ocupación" que sirvió de excusa para los crímenes de ETA. El segundo caso, por supuesto, es el de aquellos catalanes que vivían chapoteando en oro en una Cataluña independiente que desapareció con la invasión española. Éstos al menos indican la fecha exacta de la pérdida del Edén, más modesta que la antediluviana vascongada: el 11 de septiembre de 1714. Otros han intentado seguir su ejemplo, como ésos que, creyéndose nietos de Breogán, añoran una democrática Galicia prehistórica; o esos andaluces que sitúan su paraíso perdido en los harenes musulmanes.
Zapatero el memorioso y Sánchez el necrófilo continúan con la venganza augurada por la Pasionaria.
El mismo fenómeno edénico se da en la otra orilla del Atlántico desde hace dos siglos: la reivindicación de un idílico pasado preeuropeo que los americanos de hoy deberían recuperar para construir el paraíso en la Tierra. Lo más divertido del asunto es que los indigenistas, que deben de imaginar a las sangrientas civilizaciones precolombinas como modelos de progresismo y democracia, se reclutan tanto entre los amerindios, descendientes de los conquistados, como entre los blancos, descendientes de los conquistadores y de las posteriores oleadas inmigratorias provenientes de Europa. Y como los indigenistas de allende se han tragado el disparate de que comparten con los separatistas de aquende la categoría de conquistados, suelen hacer causa común con ellos: de ahí la proliferación de americanos acogidos en España que se apuntan al separatismo. Los nombres de la ingratitud son tan conocidos que no mancharemos con ellos estos párrafos. Separatismo o indigenismo, ambas patologías políticas fueron definidas certeramente por Ortega hace ya un siglo:
La única diferencia radical entre la historia humana y la historia natural es que aquélla nunca puede comenzar de nuevo. Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután.
Pero todavía hay un tercer tipo de edenismo que añadir a los dos anteriores: el izquierdista. Y todos ellos comparten dos características que los definen. La primera, de rabiosa actualidad: el afán de reescribir la Historia para dominar el presente y construir la utopía del futuro. En el caso de los indigenistas, se manifiesta en el eterno llanto por lo que sucedió en suelo americano desde 1492. En el caso de separatistas e izquierdistas, su afán es tan evidente desde hace tanto tiempo, ocupa tantas páginas de periódico y tantas horas de televisión que no precisa mayor comentario.
La segunda característica común, de devastadora potencia, es el resentimiento. Porque sin esta baja pasión no se explican ni el indigenismo, ni el separatismo ni el izquierdismo. Por unas u otras causas, con unas u otras excusas ideológicas, la clave está en que todos ellos son unos incurables resentidos: resentidos con España porque es grande y su provincia es pequeña; resentidos con una de las naciones más importantes de la historia de la Humanidad porque su neonacioncita inventada no pasa de tribu; resentidos con los hispanohablantes porque su lengua regional no tiene alcance mundial; resentidos con los blancos porque ellos son marrones; resentidos con la madre patria porque, dos siglos después la emancipación, siguen sin librarse de la pobreza, la ineficacia y el desorden; resentidos con quienes ganaron la guerra civil hace casi un siglo; resentidos con quienes construyeron una transición pacífica que impidió la ruptura vengativa que ellos deseaban; resentidos con ellos mismos, con el destino o con el mundo entero porque no tienen tanto dinero como el vecino, o porque son feos, o porque nadie les toma en serio, o porque son tontos, o porque son ignorantes, o porque son unos inútiles.
Para terminar, olvidémonos por un momento de la pesadez separatista y centrémonos en esa izquierda cobarde y sin embargo sedienta de victorias, venganzas y enemigos, a ser posible los sepultados hace cuarenta años, ya que los vivos se pueden defender. Porque en 1974 la siniestra Dolores Ibárruri dejó claro, en una entrevista al semanario italiano Il Borghese, el proyecto de la izquierda española de retrasar el reloj de la historia hasta 1936 para comenzar de nuevo desde allí, pero esta vez venciendo ellos:
Hemos esperado durante treinta y nueve años, y esperaremos algún año más, pero después nuestra venganza durará cuarenta veces treinta y nueve años. Se lo prometo.
Medio siglo después, Zapatero el memorioso y Sánchez el necrófilo continúan con la venganza.
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