El residuo vertical (franquista) del sindicalismo actual
En nuestro mundo democrático y de libertad, resulta que hay una excepción: la del sindicalismo.
Las instituciones son persistentes y se alargan en el tiempo, a veces incluso durante siglos y milenios. Las que, en España, modelan el mercado de trabajo también reflejan esta dependencia, aunque su origen sólo se remonta a hace ocho décadas; es decir, al momento en el que Francisco Franco Bahamonde –entonces ya Generalísimo y Jefe del Estado– promulgó la que podríamos considerar como única ley genuinamente fascista de su larga trayectoria en el poder. Me refiero al Fuero del Trabajo –la primera de las leyes fundamentales que definieron el régimen político franquista, y que se inspiró en la Carta del Lavoro promulgada en Italia por el Gran Consejo Fascista en abril de 1927–, cuya publicación en el Boletín Oficial del Estado tuvo lugar el 10 de marzo de 1938, en plena guerra civil, mientras el general Solchaga ocupaba las ruinas de Belchite.
El lector se preguntará, tal vez, qué queda de aquello tras cuatro décadas de democracia, en las cuales el franquismo sociológico –y no digamos el político– ha quedado arrumbado, como por cierto reveló la notoria escasez de seguidores que tuvieron los restos de Franco en su periplo hasta el cementerio de El Pardo. La respuesta es sencilla: quedan residuos institucionales muy potentes que, sin duda, distorsionan la asignación de recursos en el mercado de trabajo, como pueden ser, por poner sólo dos ejemplos, la hiperprotección del empleo a través de unas altas indemnizaciones por despido para los trabajadores fijos –compensadas, eso sí, por la desprotección casi radical de los trabajadores temporales instituida en 1984 por el Gobierno socialista de Felipe González– o la judicialización del conflicto laboral a través de una jurisdicción especial –la de lo Social–, que lo hurta al juez natural y que se deriva de la Magistratura de Trabajo creada en el mencionado Fuero. Pero lo que más me interesa destacar aquí es que de este último también quedan, mixtificados, elementos del modelo sindical del franquismo.
Dicho modelo se fundamentó en unos sindicatos verticales en los que la afiliación de empresarios y trabajadores era obligatoria –todos estaban inscritos en la Organización Nacional Sindicalista del Estado– y que eran dirigidos por militantes de la FET y de las JONS, siendo su máxima jerarquía un miembro del Gobierno –el ministro secretario general del Movimiento–. En tales sindicatos se negaba la autonomía de empresarios y trabajadores para negociar los salarios y condiciones de trabajo, incluso tras la promulgación de la Ley de Convenios Colectivos Sindicales de 1958, pues lo que pudieran acordar entre ambos estaba sujeto a la aprobación del Ministerio de Trabajo. Evidentemente, de esto no queda nada, puesto que la Constitución declaró la libertad sindical, con el consiguiente reconocimiento de la autonomía de trabajadores y empresarios para acordar lo que les pareciera pertinente.
Querámoslo o no, estamos sujetos a una institución sindical que, eventualmente, no hemos elegido –no olvidemos que los datos parciales conocidos señalan que la mitad de los trabajadores se abstienen en las elecciones sindicales– y a la que pagamos indirectamente porque se financia principalmente con los impuestos que nos detrae obligatoriamente el Estado.
Sin embargo, como antes he indicado, nos queda un residuo trucado del sindicalismo vertical a través de la regulación, en la Ley de Libertad Sindical de 1985, de la figura del sindicato más representativo. Este reconocimiento se otorga a las organizaciones sindicales que más delegados obtienen en las elecciones correspondientes dentro de cada ámbito geográfico. En la práctica, son tres los sindicatos que compiten por ese título: CCOO, UGT y, en el País Vasco, ELA-STV. Pero el problema estriba en que las elecciones sindicales se desenvuelven en un oscurantismo sobrecogedor. No se sabe cuántos puestos de delegados están sujetos a escrutinio de los trabajadores convocados, ni tampoco qué proporción de éstos depositan su voto, ni cuántos electos tiene cada sindicato. Es cierto que se publican datos parciales de tal o cual empresa o Administración, pero el Ministerio de Trabajo no se sirve proporcionar el resultado agregado del proceso electoral. Sabemos cuáles son los sindicatos más representativos porque tenemos fe, pero no porque sepamos qué es lo que ha ocurrido en las elecciones.
Dicho esto, señalemos que a esos sindicatos más representativos se les otorgan unos privilegios notables: son los interlocutores ante el Estado o las Administraciones regionales y municipales, están habilitados para la negociación colectiva, participan en los sistemas no jurisdiccionales de solución de conflictos de trabajo, obtienen la cesión de inmuebles que forman parte del patrimonio público y tienen derecho a una financiación, sobresaliente por su cuantía, con cargo a los presupuestos de todas las Administraciones Públicas.
Por esta vía se reproduce el sindicalismo obligatorio, pues aunque los trabajadores ya no tienen el deber de afiliarse y pagar la cuota, el sindicato más representativo puede negociar en su nombre y, además, recibe subvenciones financiadas con los impuestos que esos trabajadores pagan. Hay que tener en cuenta a este respecto que en los convenios colectivos se aplica la cláusula erga omnes, o sea, "con respecto a todos", pues son todos los trabajadores y todas las empresas del ámbito correspondiente los que están afectados por el convenio. No ocurre como en otros países en los que el sindicato –y la patronal– negocia en nombre de sus afiliados. Aquí se pacta por cuenta de todos, les guste o no, estén afiliados o no. Tal cláusula se hereda, en la regulación laboral, de la establecida en la ya citada Ley de Convenios Colectivos de 1958, que entonces era lógica porque, efectivamente, todos estaban apuntados al sindicato vertical debido a la obligatoriedad del encuadramiento en el mismo.
Digámoslo de otra manera, en nuestro mundo democrático y de libertad, resulta que hay una excepción: la del sindicalismo, pues, querámoslo o no, estamos sujetos a una institución que, eventualmente, no hemos elegido –no olvidemos que los datos parciales conocidos señalan que la mitad de los trabajadores se abstienen en las elecciones sindicales– y a la que pagamos indirectamente porque se financia principalmente con los impuestos que nos detrae obligatoriamente el Estado. Hemos retornado así a un remedo del sindicato vertical del franquismo, ahora caricaturizado por el sindicato más representativo. A nadie sorprenderá, entonces, que los líderes de ese sindicato –o sea, Unai Sordo y Pepe Álvarez– se consideren habilitados para ocuparse, en nombre de los trabajadores, de visitar a Oriol Junqueras para tratar amigablemente de los asuntos políticos, entre ellos, de la investidura de Pedro Sánchez. Solo falta que acaben sentándose en el Consejo de Ministros.
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