Empecé a investigar la revolución rumana a principios de octubre, con la idea de escribir artículos de aniversario para diversos medios sobre cómo los rumanos se libraron del comunismo y de Ceausescu en las navidades de 1989, de las que ahora se cumplen treinta años.
Los hechos que constituyen este proceso histórico están envueltos casi sin excepción en el misterio y la sospecha. Casi cada historiador, periodista, protagonista o testigo directo de aquellos hechos tiene una interpretación propia vertebrada a menudo por las distintas teorías conspirativas surgidas en torno a los acontecimientos de aquel diciembre.
Aunque ya había cubierto antes aniversarios de la revolución, hasta ahora lo había hecho sin entrar en los detalles y limitándome a repetir las conclusiones menos controvertidas de viejas informaciones de prensa que parecían fiables. Este año ha sido distinto, y a continuación contaré someramente el viaje que me ha permitido entender con claridad (o al menos eso creo) lo que pasó en aquellos días convulsos en Rumanía.
La primera persona a la que entrevisté fue el historiador Constantin Corneanu, que me ayudó a perfilar la sucesión de acontecimientos que llevaron al derrocamiento del dictador y me dio contactos muy valiosos para conocer de primera mano las circunstancias. Empecemos por los hechos fundamentales dejando fuera las sospechas conspiratorias no probadas.
La Rumanía de Ceausescu fue junto con Albania el país del bloque comunista más hermético y represivo. A través del control social que imponía la policía política, la Securitate, Ceausescu evitó cualquier tipo de manifestación pública contra el régimen como las que sí se habían permitido en países como Polonia, Hungría o Checoslovaquia.
Entre el otoño y el invierno de 1989, todos los regímenes comunistas del Este habían emprendido la apertura iniciada por Gorbachov en Moscú o experimentado revoluciones fundamentalmente pacíficas. Solo resistía Rumanía, donde un estalinista trasnochado y a la vez nacionalista y antisoviético como era Ceausescu se resistía al menor cambio, ajeno a la voladura del Telón de Acero.
Así se llegó al 16 de diciembre, cuando una manifestación en apoyo al pastor reformado húngaro Laszlo Tokes en Timisoara degeneró en una protesta casi inédita contra el régimen que las fuerzas represivas intentaron sofocar sin éxito a balazo limpio. Pese a que decenas de personas cayeron muertas en las calles de Timisoara, las manifestaciones continuaron y se extendieron a otras grandes ciudades.
A Bucarest llegaron el 21 de diciembre. Ceausescu había convocado un gran acto de adhesión popular frente al Comité Central que revolucionarios llegados de Timisoara, burlando los controles del régimen, quisieron reventar tratando de infiltrarse entre los movilizados. Su intento de irrupción en la plaza provocó una conmoción que alborotó a la masa hasta entonces obediente. Conmocionado también él, Ceausescu exigió orden desde el balcón, pero los gritos continuaban y tuvo que retirarse con su esposa Elena.
Más y más gente empezó a concentrarse entonces en el bulevar Magheru de la capital. A los pies del Hotel Intercontinental, los manifestantes se hicieron fuertes y levantaron una barricada, hasta que al filo de la medianoche las fuerzas del régimen empezaron a disparar y matar gente mientras apalizaban y detenían a los que protestaban. En las últimas semanas entrevisté a varios detenidos que fueron trasladados a la prisión de Jilava, a las afueras de Bucarest. Todos me contaron cómo los agentes, que parecían ser de la Securitate, les dieron patadas y les golpearon con sus porras hasta causarles graves heridas. "¿No querías capitalismo?", le decía uno de los rocosos agentes a uno de ellos mientras le pegaba.
Al día siguiente, 22 de diciembre, columnas de trabajadores de las fábricas de las afueras comenzaron a marchar hacia el centro para sumarse a la rebelión. La presión popular obligó al dictador a huir con su esposa en helicóptero desde la azotea del Comité Central. El helicóptero sobrecargado de los Ceausescu y los fieles con los que escaparon hubo de aterrizar horas después cerca de Targoviste, donde el matrimonio fue detenido por soldados del Ejército que acababa de abandonarle.
El Comité Central que habían dejado atrás se llenó entonces de revolucionarios eufóricos. La plaza frente al edificio rebosaba de rumanos jubilosos celebrando su libertad, y un grupo bullicioso y desordenado de revolucionarios llegó a los estudios de televisión para proclamar el cambio. Allí hizo aparición también Ion Iliescu, un respetado veterano del Partido Comunista marginado por sus críticas a Ceausescu que impondría su experiencia política y sus conexiones para ponerse al frente de la transición a partir de aquel momento. Con el aplomo y la claridad que faltaban, Iliescu convocó a todos los implicados en el proceso a la sede del Comité Central a las cinco de aquella misma tarde. Tras una reunión en que se redactaron las prioridades del recién constituido Consejo del Frente de Salvación Nacional (CFSN), Iliescu salió al balcón con el jefe mayor del ejército para anunciar a quienes esperaban noticias que convocaría elecciones libres y que el Ejército estaba con el cambio.
Más de 300 personas habían muerto en la represión de Ceausescu contra las manifestaciones que empezaron en Timisoara. Cabía esperar que las cosas se calmaran tras la detención del dictador abandonado por el Ejército, pero las muertes continuaron hasta el fusilamiento de Ceausescu, el 25 de diciembre, en los tres días más confusos y dramáticos de la revolución rumana.
Según los testigos, las más de 800 muertes que se dieron esos tres días estaban causadas por francotiradores que disparaban contra las masas de revolucionarios que habían salido a defender la libertad. Sin embargo, ni los sucesivos Gobiernos ni la Justicia han esclarecido hasta hoy quiénes eran aquellos francotiradores y las órdenes que seguían.
Volveremos a ello más tarde, pero sigamos de momento el curso de los acontecimientos. Las muertes en la calle cesaron el 25 de diciembre, cuando los Ceausescu fueron fusilados en la base de Targoviste donde estaban detenidos, tras un proceso militar sumarísimo en el que se les condenó a muerte. Con la ejecución del tirano culminó la revolución anticomunista rumana. Ion Iliescu lideró la transición como presidente del país y ganó las primeras elecciones democráticas en 1990 como candidato del CFSN.
La revolución había triunfado, y la democracia iría afianzándose en Rumanía, pese a los abusos iniciales de la Administración Iliescu. La verdad de aquellos días, sin embargo, sigue siendo motivo de enconado debate, y la desinformación a veces interesada sobre lo que ocurrió empaña hasta hoy un levantamiento popular indudablemente heroico.
El gran interrogante de la revolución sigue posándose sobre el período entre el 22 y el 25 de diciembre. ¿Quién provocó esos más de 800 muertos? ¿Para qué? ¿Y a las órdenes de quién? Nadie ha hecho tanto en los últimos años para aclararlo como el ingeniero Andrei Ursu. Andrei Ursu es hijo del disidente Gheorghe Ursu, que fue asesinado en 1985 en Jilava por los carceleros de la Securitate que le interrogaban tras ser detenido por criticar a Ceausescu. Andrei se ha especializado en los archivos de la Securitate estudiando el caso de su padre para llevar a sus interrogadores ante la Justicia, y ha publicado este mismo jueves, junto al académico Roland O. Thomasson, un valiosísmo libro sobre los hechos que acabaron con Ceausescu.
Se titula Tiradores y manipuladores, y el subtítulo, "La contrarrevolución de la Securitate", da una indicación clara de cuál es su principal tesis. Con documentos y testimonios inéditos y un trabajo extraordinario de recopilación de entrevistas y declaraciones judiciales que ya eran públicas, Ursu y Thomasson dejan claro lo que muchos han venido diciendo todos estos años: fuerzas de élite de la policía política del dictador siguieron activas para oponer resistencia al cambio de régimen entre el 22 y el 25 de diciembre.
Según revela Ursu, lo hicieron siguiendo un plan de "lucha de resistencia" previamente establecido y que está profusamente detallado en los papeles de la Securitate. El plan está pensado para situaciones de invasión o amenaza directa para el régimen. Prevé, entre otras cosas, acciones "cortas y violentas" llevadas a cabo por "una fuerza relativamente pequeña en número" contra "objetivos" de "gran importancia" para crear "un estado permanente de inseguridad y miedo a través de incesantes golpes".
La relación es casi una descripción del comportamiento de los "terroristas", como se llamó a los francotiradores de después del 22 de diciembre. Los "terroristas" actuaban solos o en grupos pequeños y abrían fuego de precisión contra los revolucionarios y el Ejército y contra objetivos estratégicos controlados por la nueva autoridad. Disparaban escondidos en edificios que en algunos casos albergaban pisos francos de la Securitate.
En apoyo de la autoría de la Securitate, Ursu ofrece documentos operativos que prueban que la policía secreta no entregó su arsenal el 22 de diciembre, como se ha dicho, sino el 4 de enero. En ese arsenal destacaban armas cortas fáciles de esconder en la ropa y rifles de precisión con visión nocturna. Solo la Securitate tenía entonces este tipo de armamento que Ceausescu compró a la OTAN. Son las mismas con las que se disparó a las 800 personas que murieron en esos tres días. Además, unas 16.500 balas faltaban del depósito de munición que la Securitate entregó al Ejército en enero, cuando el servicio secreto de Ceausescu se desarmó. Esta cifra corresponde a una única unidad de la Securitate, la misma a la que pertenecían –según la documentación que llevaban– los pocos tiradores que fueron aprehendidos o cayeron muertos en aquellos días.
Además de dar la primera explicación satisfactoria que he leído sobre ese pasaje de la revolución rumana, el libro repasa uno a uno todos los acontecimientos importantes de aquel diciembre para desechar teorías conspirativas como la de la participación soviética en la sublevación. Estas versiones, eficazmente refutadas por Ursu son muy populares en Rumanía, empañan y restan mérito a la gesta de quienes protagonizaron el acto heroico del que nació la democracia postcomunista rumana.
Igual de importante es que el libro revele en toda su magnitud la absurdidad de los argumentos de la fiscalía militar en el juicio por las 800 muertes de entre el 22 y el 25 que ha empezado este mes en Bucarest. El expresidente Iliescu, un subordinado y un general del Ejército del Aire son los únicos acusados por esos muertos. Según los fiscales, Iliescu y su CFSN crearon con mentiras y exageraciones deliberadamente una "psicosis terrorista" que desembocó en una situación "caos" que habría ayudado al político a consolidar su poder. Los muertos, dicen los fiscales, cayeron abatidos en situaciones de fuego amigo del Ejército y los revolucionarios armados provocadas por la "psicosis terrorista" y por órdenes militares contradictorias de quienes habían tomado el control de la revolución.
Como Ursu demuestra, la idea de que los "terroristas" no fueron más que una psicosis es una aberración histórica para cerrar judicialmente, con la condena de un político muy odiado, el capítulo más doloroso y confuso de la historia reciente rumana.
Según me dijo Gabriel Andreescu, disidente y preso político de Ceausescu, la versión de los fiscales "es en gran medida el resultado de una política formidable de intoxicación puesta en marcha por gente de la antigua Securitate interesada en encontrar una versión en la que ellos no sean responsables".
Andreescu insiste en la importancia de establecer la verdad sobre el momento fundacional de la democracia rumana, y alaba el libro de Ursu por su contribución a conseguirlo: "Han deconstruido los clichés que hay detrás de esta falsificación de la historia de la revolución".